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viernes, 13 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Pornoajetreo





"La pornografía no refleja la realidad. Se trata de una idea básica, indiscutible, pero aplicada al trabajo resulta más compleja, -comenta en el A vuelapluma de hoy la escritora Joana Bonet-. Su exceso, el enganche permanente al flujo laboral, viene a ser lo que la por­nografía al sexo: posturas forzadas, deseo agonizante, desnaturalización de eros, aumento prolongado del ritmo cardiaco... Porque no hay erótica en el espíritu emprendedor, que en cambio goza de tanto prestigio social. Es una palabra ancha, animosa, positiva, que distingue a los bizarros –aquellos que son capaces de convertir una idea en negocio– de los acobardados.

Robarle horas a la noche y sentirse poderoso; aislarse y mantener una tensión que resulta fácil de elogiar y poner de ejemplo, pero que al final acaba despertando la desconfianza familiar. “Papá, ¿cuándo vas a dejar el te­léfono?”, es una frase que define a la hijidad desesperada del siglo XXI. Alexis Ohanian, cofundador de Reddit, lo denomina porno­ajetreo , y asegura que desorienta a los empresarios jóvenes, reforzando además estereotipos sexistas. “Para ganar en tecnología, tienes que deshacerte de todo, dedicar tu vida a la empresa, a las pantallas, y eso expulsa a la mayoría de las mujeres”. Igual que él, otros gurús quemados como Arianna Huffington, que vendió su negocio para dedicarse a enseñar a dormir bien a sus seguidores, alertan acerca del desgaste del modelo del emprendedor que, incluso cuando su compañía está bien posicionada, mantiene implacablemente un ritmo salvaje, acaso porque ya no le queda nada de su mundo anterior.

En China, se debate ahora la jornada 996 , sí, de 9 a 21 horas seis días a la semana. “Es una bendición”, proclamó Jack Ma, mul­timillonario fundador del gigante de compras online Alibaba. El mismo que se lamenta del crecimiento de los holgazanes entre sus compatriotas y exalta las virtudes de la semiesclavitud para que la economía “no pierda ímpetu”.

Hace unos días, coincidí con un querido familiar. Acababa de nacer su tercera hija. Él trabaja en una gran financiera, y me contó que acababa de pasar dos días sin dormir. Y no por sus pequeños. Tan sólo una ducha, y vuelta a empezar después de una noche ­pendiente de esa especie de electrocardiograma que dibujan los valores de la bolsa. Sentí una enorme ternura cuando, lejos de elogiarlo, le rogué que no volviera a hacerlo. Y me re­cordé a mí misma a su edad, ex­hausta, ­cayéndoseme la cabeza, trabajando su­mida en una especie de omnipotencia ­imaginaria. La misma que hoy tienen que exaltar los jóvenes emprendedores en busca de su lugar en el mundo, a pesar de que esté lleno a reventar".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 19 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] No renuncio





"No se trata de renunciar, -dice la escritora Joana Bonet-. Bien lo sabemos nosotras que un día actuamos desde el anhelo y la omnipotencia, y quisimos ser madres a pesar de todo. Al­gunas incluso en solitario, otras con el padre ya no ausente, dimisionario. Ser madres a pesar de tener que ir al pediatra por urgencias a las tantas de la noche porque no había más horas; de terminar el artículo gracias a los Teletubbies o Baby Einstein, pura con­ciliación real; de buscar desesperadamente una cuidadora o au pair en la que pudiéramos confiar, y que garantizara no encontrarnos a nuestra hija pequeña subida en un taburete, asomada a la ventana esperando a su madre...

No quisimos renunciar. Pudimos haberlo hecho si hubiéramos medido en una hoja de Excel el tiempo que pasaríamos fuera de ­casa, alejadas de los miedos y los cuadernos recién estrenados de nuestros hijos, los ­mismos que hoy nos lo reprochan como una bruma negra y persistente que nunca se ­levantará de su memoria.

Empujamos hacia delante, sólo impor­taba eso, verlos crecer, educarlos con cabeza y tripas. Decirte: un año más sin desgracias, una medalla de ­baloncesto y un diploma de gimnasia, una mala racha en el cole, pesa­dillas y pataletas, y tú cogiendo aviones ­como si salvaras el mundo mientras en verdad te arrancabas un pellejo de alma. Te­níamos empleo y sueldo, y si alguna vez lo perdimos, la fe en la meritocracia nos hizo recomenzar en una nueva casilla.

Hoy, la generación de mujeres entre los veinte y los cuarenta ha quedado atrapada en un relato de precariedad sin descendencia. Algunas no han pasado de cobrar medias jornadas por enteras, prolongando in extremis el estatus de becaria. De nada importan sus laureles académicos; sus codos no han bastado para poder afrontar solas un alquiler, y ven alejarse la palabra independencia , la autonomía necesaria para dejarse invadir por ese rapto irracionalmente bello que es tener un hijo. La periodista Noemí López Trujillo resume el sentimiento en su ensayo El vientre vacío (Capitán Swing), denunciando “la ficción que nos han contado de la clase media y el ascensor social”. El número de nacimientos ha caído en España un 40% en la última década. Y las madres primerizas han retrasado su edad: de media, 34 años.

Hace unos días, un grupo de políticas y profesionales corrió en Madrid con una camiseta que animaba a conciliar trabajo e hijos bajo el lema “Yo no renuncio”. Bien está. Pero la realidad es tozuda. Muchas mujeres fértiles que corren a congelar sus óvulos no pueden decidir entre trabajo o hijos. Carecen de ambos".






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sábado, 27 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Hambrienta





Que te paguen por tu trabajo no te obliga a decir amén, comenta la escritora Marta Sanz. "No muerdas la mano que te da de comer". Me pregunto quién formularía esta conseja que ejemplifica el punto en que confluyen sabiduría popular y pensamiento dominante, comienza diciendo. Pese a que “popular” y “dominante” en nuestro contexto deberían ser términos antagónicos, la sabiduría popular no representa un contrapunto al pensamiento dominante, sino que suele naturalizarlo. Porque el “no muerdas la mano que te da de comer” no ha nacido del caletre de un jornalero o una recolectora de fresas, sino de quien subcontrata su fuerza de trabajo y su cuerpo todo: de la patronal —también de sus bardos y bardas—, a la que no le convienen revueltas ni peticiones de aumentos de sueldo ni que le muerdan la mano. No. Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, no generes mecanismos de protesta para seguir siendo la mujer barbuda o el inquilino de la comunidad de rasurados que tiene un aire a Bakunin. Asume que no hay remedio. ¿Sabiduría popular? Sabiduría de caciques. Sumisión, gobernabilidad espuria, miedo. Me produce desazón la gente refranera. “No muerdas la mano que te da de comer”. ¿Y si te da de comer mal? Traslademos la recomendación a esta época pseudolíquida —la licuadora de clases sociales se ha atascado con fibras de pulpa y vulva—; esta época de órganos directivos invisibles, que mandan mucho, de megabytes y voces pregrabadas, que atienden (¿?) reclamaciones telefónicas; época en la que intempestivamente perduran y sobreviven recolectoras, jornaleros.

Aquí y ahora hay que intentar pegarle siempre un mordisco a la mano que te alimenta: la del periódico que te contrata y da voz para que desdigas algún apunte de su línea editorial o te solidifiques en ella; la de la fundación que te paga para intervenir en un congreso; la del banco, que también a través de su fundación patrocina charlas incendiarias. Morder esas manos no es ingratitud: que te paguen por tu trabajo no te obliga a decir amén. Lo otro sería esclavismo ideológico, abyección, mafia. Como te pago y tú aceptas mi dinero, chitón. Oigo al doblador de Marlon Brando en El padrino, que conoce bien los riesgos que corremos mis empleadores, mi independencia y yo misma. Los empleadores son libres —de libre mercado— y tienen motivos en los que hoy no voy a insistir para realizar sus contrataciones. Lo no habitual es poder decidir para quién se trabaja, y puede que nuestra honestidad —hablar de independencia me parece un exceso— pase por ser conscientes de que, por mucho que se vaya de verso suelto, en orquestas, empresas, instituciones o cooperativas asamblearias, las disonancias terminan por empastarse, una luz suaviza las diferencias —luz amarilla en el Blues del amo de Gamoneda— y solo se atisba, por debajo de la sábana, el bulto móvil de un puño que quiere dibujarse contra la blanca planicie. Con la acidez del estómago no agradecido, agradezco que me contraten y me dejen alimentar la fantasía de que muerdo mano, mejilla, pezuña de vaca; de que soy la mujer barbuda, y de que Dios es un sectario por no ayudarme si no madrugo. Aunque los caníbales tengan otros rostros, parece que ladrando muerdo y, al parecerlo, a lo mejor muerdo un poquito. Si no viviéramos en esta apariencia de pluralidad —apariencias y formas son importantísimas, incluso a veces dejan de ser significantes para colonizar significados—, volvería la niebla del sindicato vertical y la resurrección de Fraga Iribarne. Las listas de mala gente que adoctrina —no que camina— ya están en marcha. ¡Ñam!



Fotografía de Miguel Núñez para El País



Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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domingo, 30 de junio de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] ¿Qué lugar deben ocupar los robots?





Hay que acabar con algunos mitos negativos sobre la robotización. Las desigualdades sociales, el desempleo y la pobreza no los generan la inteligencia artificial ni la digitalización, sino las políticas neoliberales, escribe en El País Bruno Estrada López, economista y adjunto al secretario general de CC OO.

Estaba pensando cómo iniciar este artículo sobre los mitos de la robotización y digitalización cuando encontré una información muy interesante en The Guardian sobre la estrategia robótica del Gobierno japonés. Japón es uno de los países más envejecidos del planeta. El 27% de la población tiene más de 65 años; también es un ejemplo de homogeneidad étnica. Los inmigrantes apenas representan un 1,8% de su población, según la ONU. Se espera que en 2020 el 80% de las personas dependientes acepten algún tipo de asistencia robótica, por lo que el Gobierno está impulsando un programa con 98 empresas para desarrollar dispositivos robóticos que ayuden a los enfermos: levantar de la cama a los ancianos, sillas de ruedas automatizadas o robots-carrito para llevar las medicinas.

No obstante, resulta evidente que estas tareas robotizadas apenas tienen que ver con la actividad principal que desempeña el personal de enfermería: cuidar a los enfermos y ayudarles en su recuperación, lo que requiere actitudes empáticas y una comunicación plenamente humana con el paciente, incluida la no verbal, comprensión y trato digno. Algo que nunca podrá ofrecer un robot. La apuesta de Japón por la robotización obedece a sus peculiaridades demográficas: envejecimiento de la población y escasez de personal de enfermería debido a las trabas migratorias, pero no tiene por qué ser exportable en la misma magnitud al resto del mundo.

Primeras conclusiones: el grado de robotización y digitalización de una sociedad vendrá determinado por la escasez de mano de obra. Pero en ningún caso las máquinas serán capaces de sustituir la empatía humana. En los países desarrollados multitud de actividades de servicios tienen características similares a la enfermería, en las que la aportación emocional humana al trabajo es fundamental.

También conviene revisar otros lugares comunes según los cuales la digitalización y la introducción de robots suponen un aumento extraordinario de la productividad y, a la vez, de la desigualdad social.

Orley Ashenfelter, economista de la Universidad de Princeton, nos dice: “Vemos robots en todas partes, excepto en las estadísticas de productividad. Si la robótica y la digitalización estuvieran cambiando todo dramáticamente, veríamos un fantástico crecimiento de la productividad y no lo vemos”. En los años sesenta la productividad en los países tecnológicamente más desarrollados —Países Bajos, Francia, Italia o Alemania— creció entre el 4% y el 6% anual; desde el año 2000 ha crecido tan solo al 2%. También en EE UU las tasas de crecimiento de la productividad se están reduciendo desde hace bastantes años.

Resulta curioso comparar el crecimiento de la productividad de nuestro país, que ha aumentado en un 7,4% desde 2010 a 2017, con la del hiperrobotizado Japón, que ha sido de solo un 5,9%, un punto y medio inferior. En EE UU apenas se ha incrementado en un 3,3%.

¿Qué está pasando realmente? La convergencia de las nuevas tecnologías desplegadas por la digitalización (big data, artificial intelligence, Internet de las cosas, etcétera) y la robotización va a permitir que en el futuro gran parte de la producción industrial se caracterice por procesos muy flexibles que facilitarán una fuerte individualización de los productos, generando un “valor de obra de arte” (diferenciación, personalización, velocidad de entrega) en muchos de ellos. Lo que determina el precio de estos bienes superiores es la capacidad adquisitiva de los consumidores, no los costes de producción. Este neoartesanado industrial solo será capaz de crear un elevado volumen de bienes superiores cuando exista una demanda sofisticada suficiente, fruto de una distribución más equitativa de la productividad generada.

Sin embargo, estamos asistiendo a un reparto muy desigual de la “productividad digital” debido a tres razones: 1. No hay una regulación pública eficaz que limite el control monopólico u oligopólico de muy pocas empresas que crean y moldean estos mercados disruptivos a su interés (un juez federal de EE UU sentenció sobre Microsoft: “Tienen un prodigioso poder sobre el mercado e inmensas ganancias”). 2. La aportación emocional humana al trabajo, lo que los robots no pueden hacer, sigue estando escasamente reconocida en la estructura de remuneración salarial. 3) El estancamiento salarial en las últimas dos décadas ha sido debido a la disminución del poder de negociación de los trabajadores, como nos recuerda Krugman.

En el último siglo en Norteamérica se logró un mayor crecimiento en aquellos lugares y épocas donde el poder de negociación de los trabajadores fue mayor y, como consecuencia, los salarios tuvieron un mayor peso en la economía, la riqueza se distribuyó de forma más equitativa, la reinversión de los beneficios fue mayor y se creó más empleo y de más calidad.

Otro mito que conviene cuestionar es que el avance de la automatización y la inteligencia artificial podría destruir un porcentaje muy alto de empleos no cualificados, lo que incrementaría las desigualdades. Estas advertencias deben ser consideradas, pero hay que dimensionarlas. El paso de sociedades rurales-agrícolas a urbanas-industriales supuso la pérdida de muchos empleos en la agricultura, pero el saldo neto fue la creación de millones de puestos de trabajo. Cada año se crean cerca de 40 millones de empleos en todo el mundo y hoy hay un total de 3.190 millones de trabajadores. Por supuesto que hay una gran incertidumbre en cuanto a las habilidades digitales que se requerirán en el futuro, por eso resultan muy interesantes las conclusiones de un reciente estudio sobre las cualificaciones de los nuevos empleos, Which digital skills do you really need?, realizado en el Reino Unido entre 2012 y 2017.

En los próximos 10 o 15 años, según esta extensa investigación: 1. Crecerá la demanda de aquellas ocupaciones cuyas habilidades digitales se apliquen en tareas no rutinarias, solución de problemas y creación de productos digitales y audiovisuales. 2. Disminuirán determinadas ocupaciones intensivas en cualificaciones digitales rutinarias, como las relacionadas con la utilización de programas informáticos con fines administrativos (nóminas, contabilidad, ventas). 3. Crecerán diversas ocupaciones relacionadas con los servicios directos a las personas que no son digitalmente intensivas, vinculadas a la “productividad emocional” mencionada en la enfermería.

Segunda conclusión: la excesiva atención prestada a la digitalización como causa del aumento del paro y de la precariedad laboral está destinada a evitar el análisis de las causas reales. Estas causas no son tecnológicas, sino políticas: debilitamiento de los sindicatos y la oligopolización de los principales mercados digitales. Suecia es un ejemplo de que es posible compaginar el impulso de la digitalización con una mayor igualdad social. En este país nórdico, donde las principales redes de telecomunicaciones son públicas, en los últimos 20 años los salarios reales han crecido por encima de la productividad sin que ello haya afectado a la competitividad y durante la última década su economía se ha mantenido entre las top ten del mundo.

Conclusión final: los robots ocuparán el lugar que queramos los humanos, pero para ello tendrán que sernos útiles a la mayoría, no rentables solo para unos pocos. Las desigualdades sociales, el desempleo, la pobreza, no los generan los robots sino las políticas neoliberales.


Dibujo de Enrique Flores



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miércoles, 5 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Quemada





Estoy quemada. El mantra de “usted no necesita un psiquiatra, sino un comité de empresa” es más pertinente que nunca. Voy a dejar de ir al ambulatorio para pasarme por el sindicato, comenta la escritora Marta Sanz. 

Desde la conciencia del privilegio, comienza su artículo Sanz, lo he dicho muchas veces: “Soy una trabajadora autónoma autoexplotada”. Otro diría: “Me llevo el trabajo a casa. No cobro horas extra”. Una tercera podría lamentarse: “Cobro por habitación. No tengo un fijo. He de limpiar 20 habitaciones diarias para poder vivir”. Más testimonios: “Vivo pendiente del móvil. Mi jornada laboral no se acaba nunca”. “Soy un parado. No duermo bien”. “Cuido a las personas mayores de las familias, trabajo en un restaurante los fines de semana, por las noches soy teleoperadora: no me llega”. En estas condiciones no es extraño que yo afirme: “Me duele la clavícula”; que alguien más enumere síntomas: “Tengo migraña, estoy siempre cansada, triste, irritable”. “Se me corta la respiración”. Pero no se preocupe. Ya existe un diagnóstico para estos males: padece usted el síndrome del trabajador quemado —de la trabajadora quemada con más motivo—. Tómese una pastilla. El sistema funciona divinamente, pero usted no. Es usted flojo o, en un porcentaje incluso más elevado, floja.

El mantra de “usted no necesita un psiquiatra, sino un comité de empresa” es más pertinente que nunca: parece que el malestar sistémico se reinterpreta como patología de la que solo es responsable el individuo. Yo soy la única culpable de mis alienaciones y autoexigencias. Metida en mi propia bolsa fetal, mis funciones no afectan a mis órganos y todo está en mi dentro de mí. Neurosis y dolores de espalda responden a las características de mi ADN —estrictamente biológico, nunca histórico— y a mi incapacidad de adaptación al medio —bajita y respondona—, a una herencia familiar que tampoco estuvo jamás condicionada por la cantidad de yogures ingeridos o la salubridad de las viviendas. El síndrome del trabajador explotado —de la trabajadora explotada, más— debería curarse con un relajante muscular. La OMS está de coña. Que quizá haya que poner en tela de juicio las propias reglas del juego es una proposición política que se desdibuja frente a este universo de workaholismo donde se confunde vocación con autoexplotación; posesión de capital con emprendimiento y filantropía; reivindicaciones laborales con pereza; el trabajo con el inevitable riesgo de perder la salud. Confesemos que hemos vivido y hemos bebido. Somos responsables de nuestro cáncer de pulmón: la contaminación es un nimio factor de riesgo. Somos responsables porque, por idiotas, no hemos tenido pasta suficiente para pagarnos entrenadores personales, aromaterapeutas, coaches de la resiliencia y el pensamiento positivo ni dietistas. Todo este nuevo modelo de negocio hace innecesario el derecho laboral, el pensamiento político y los militantes antisistema. Nuestro colesterol sube porque comemos bollería industrial y comemos bollería industrial porque cada día somos más pobres. También tenemos menos tiempo para guisar o hacer la compra y, sin embargo, cuánto nos obsesionan las analíticas y los gimnasios, y qué poco nos concentramos en la posibilidad de transformar esas condiciones laborales que nos encorvan la columna y nos invitan a tener la flexibilidad del junco. Yo evito maniáticamente hacerme un análisis de sangre. Sé que me revelará que en todas mis enfermedades, además de la inexorable putrefacción del cuerpo, se atisba un residuo bacteriano, compartido más con mis contemporáneos que con mi especie, que me incita a desconfiar de quienes tienen la sartén por el mango transformándome en enferma laboral y verdugo de mí misma. Pero hoy no voy a hacer flexiones y voy a escuchar a Chicho Sánchez Ferlosio. Voy a dejar de ir al ambulatorio para pasarme por el sindicato. Es posible que, con esa decisión, mi salud mejore.






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domingo, 20 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Dinero ético





La igualdad que se consigue agachándose solo sirve para que algunos bajos crean estar a la altura, dice Manuel Jabois en un reciente artículoEs sabido que una de las derrotas más clamorosas de los trabajadores es creer que son privilegios lo que antes eran derechos: derrota porque el trabajador se considera afortunado; clamorosa porque la fortuna siempre crea mala conciencia, dice más adelante. Se trata de una ejecución singular, consecuencia de una clase depredadora que se encontró en la crisis con las condiciones idóneas para que 1) un puesto de trabajo entre tantos parados fuese una suerte, 2) un contrato fijo entre tantos temporales, un milagro, 3) 1.000 euros entre tantas prestaciones por desempleo, un lujo, y 4) vacaciones, algo de otro tiempo.

Es sabido también, porque al final en los pueblos todo se sabe, que ese círculo vicioso tiene unas consecuencias escandalosas, la más siniestra de todas la de que entre los propios trabajadores se reprochen los privilegios, como cuando a muchos les parece más insulto el sueldo de un estibador que el de ellos mismos. Hay otras, estas más previsibles, producto del funcionamiento extraordinario en España que tiene el mantra de que otros están peor que tú; aquella fábula, cuento o canción que decía que no te quejes de que tus zapatos estén rotos porque hay otros que se están comiendo las suelas.

Así que estos días, cuando tantos no responden o evitan responder que tienen un mes de vacaciones porque lo consideran inmoral, se publica que en el partido político Barcelona en Comú no funciona el llamado “salario ético”, una nómina que se pretendía ejemplificadora para la clase política bajo otro mantra innecesario: no se necesita más. Los comunes de Ada Colau, meses después, han descubierto que siempre se necesita más; la nueva política empieza a comprender que lo ético es ganar lo que uno merece sin apropiarse de lo que no es suyo, y que los sueldos altos, en lo público y en lo privado, están justificados si uno se hace acreedor de ellos.

Así que por un lado aparece una nueva izquierda denunciando la precariedad laboral y el traspaso semántico de derechos a privilegios, pero ella misma se aplica unas restricciones que dan la razón a los que defienden que hay que ganar lo justo para vivir, aunque ni eso cumplen. Se ha enquistado, desde hace tiempo, un pensamiento envenenado: el que tiene menos tiene más razón, y su defensa de las convicciones es más pura. Solo hay que recordar en los debates a los candidatos peleándose para ver quién cobra menos, y organizando ejercicios de transparencia con el objetivo de celebrar al que menos dinero tenga. Olvidando un asunto fundamental, el primero sabido de todos ellos: la igualdad que se consigue agachándose solo sirve para que algunos bajos crean estar a la altura.



Ada Colau, alcaldesa de Barcelona



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