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lunes, 13 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] La privacidad en los años 20



Una de sedes de Google por todo el mundo


El mal uso de los datos personales gracias a las nuevas tecnologías, escribe en el A vuelapluma de hoy lunes Carissa Véliz, investigadora en ética y filosofía política en el Uehiro Centre for Practical Ethics y el Wellcome Centre for Ethics and Humanities en la Universidad de Oxford, nos pone en riesgo a todos y controlar sus efectos dañinos es uno de los grandes desafíos de esta nueva década. 

"Por alguna razón un tanto misteriosa, -comienza diciendo Véliz, los números redondos suelen inspirar a los seres humanos a dar un paso hacia atrás y tomar perspectiva sobre los grandes temas de nuestro tiempo y nuestras vidas. Empezar el 2020 es una oportunidad para repensar las lecciones de la década pasada y replantearnos la década entrante.

Las primeras dos décadas del siglo XXI se caracterizaron por una pérdida progresiva de la privacidad. Dos fenómenos confluyeron para dar cabida al monstruo de la economía de los datos: el desarrollo de los anuncios personalizados y la preocupación por la seguridad.

En el año 2000, y bajo la presión de encontrar un modelo de negocio sostenible, Google lanzó AdWords (ahora Google Ads), la iniciativa que aprendió a explotar los datos de sus usuarios para vender anuncios personalizados. En menos de cuatro años, la compañía logró un aumento de ingresos del 3.590%. Un año después, la Comisión Federal de Comercio de Estados Unidos escribió un reporte para el Congreso recomendando la regulación de los datos antes de que se convirtieran en un problema. Pero el ataque terrorista a las Torres Gemelas sembró el miedo que dio prioridad a la seguridad nacional. Los Gobiernos vieron una oportunidad de vigilancia en todos los datos que estaban siendo recolectados por las empresas tecnológicas. La privacidad pasó a un segundo plano, y el capitalismo de la vigilancia nació de la colaboración entre instituciones públicas y privadas.

Ya en 2010, la privacidad había sido fuertemente erosionada, aunque la mayoría de nosotros todavía no nos dábamos cuenta de las consecuencias de esa pérdida. Fue ese año cuando Mark Zuckerberg se atrevió a sugerir que habíamos evolucionado más allá de la privacidad (este año, en cambio, aseguró que “el futuro es privado”).

Las grandes tecnológicas fueron capaces de corroer las normas de privacidad forjadas a través de siglos para protegernos de posibles abusos. Si tu jefe no sabe que estás pensando en tener un hijo, no puede discriminar en tu contra por esa razón. Si tu Gobierno no es capaz de prever quién va a formar parte de una protesta, no puede impedirla. Si tu vecino no sabe qué religión profesas, no te juzgará por ello.

En el mundo offline, hay ciertas señales, normalmente bastante palpables, que nos ayudan a cumplir las normas de privacidad y nos alertan cuando éstas han sido rotas. Hay pocas sensaciones tan socialmente incómodas como cuando alguien te mira fijamente cuando no quieres ser visto. Cuando alguien roba tu diario, deja una ausencia perceptible. La era digital destrozó las normas de privacidad en gran parte porque fue capaz de separarlas de estas señales tangibles. El robo de los datos digitales no crea ninguna sensación, no deja huella, no queda una ausencia que percibir. La pérdida de la privacidad en línea solo duele una vez que nos toca cargar con las consecuencias: cuando nos niegan un préstamo o un trabajo, cuando nos humillan o acosan, cuando nos extorsionan, cuando desaparece dinero de nuestra cuenta, cuando manipulan nuestras democracias.

Estamos teniendo que reaprender el valor de la privacidad a golpe de malas experiencias. Una de las lecciones de esta década es que hay cada vez hay más ejemplos para ilustrar que la privacidad, lejos de ser una enemiga, es una parte integral de la seguridad tanto individual como nacional. La codicia por los datos incentiva que la arquitectura de Internet sea insegura. Mientras menos medidas de seguridad tengan nuestros aparatos electrónicos, más fácil es robar nuestros datos. En el año 2000 la ciberseguridad no era un problema que destacara. Es relativamente comprensible que los Gobiernos hayan pensado que la pérdida de la privacidad era necesaria para garantizar nuestra seguridad. Los hechos han demostrado que esa suposición es incorrecta. En el año 2020 la ciberseguridad es una de las grandes preocupaciones de todo Gobierno. El ciberespacio es la nueva arena en donde se librarán buena parte de los combates geopolíticos del siglo XXI. Y en el mundo digital, la seguridad pasa por proteger la privacidad.

Europa puede estar orgullosa de haber sido la primera institución política en empezar a regular la privacidad digital con el Reglamento General de Protección de Datos. La tarea pendiente más urgente es otorgar a las autoridades los recursos necesarios para hacer cumplir la ley. No podemos ser complacientes. El mal uso de los datos personales nos pone en riesgo a todos.

El reto en los años veinte será recuperar la privacidad perdida y fortalecer la ciberseguridad para proteger nuestras democracias. Es una batalla que se tiene que ganar si queremos preservar nuestras sociedades liberales. La mala noticia es que es una guerra que nunca se ganará del todo. Siempre tendremos que seguir luchando por la democracia, la justicia y la igualdad. La buena noticia es que es una lucha que se puede ganar y que merece la pena. Si al principio del siglo la preocupación por la privacidad se pudo percibir (equivocadamente) como algo del pasado, en 2020 está claro que la privacidad es uno de los grandes desafíos de esta nueva década".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








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lunes, 6 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Pedirle explicaciones al robot





Los sistemas inteligentes se comportan ahora como cajas negras y ejecutan proezas asombrosas, pero no podemos saber cómo lo han hecho y resulta difícil pedirle explicaciones a un robot, escribe en el A vuelapluma de este lunes el profesor Javier Sampedro, doctor en genética y biología molecular,

"Uno de los mayores clichés de las novelas policiacas -comienza diciendo Sampedro- se está convirtiendo en el asunto estrella de la inteligencia artificial y la robótica. Repasemos primero el cliché. Si Holmes dice: “Deduzco por su teléfono móvil, Watson, que tiene usted un hermano alcohólico”, Watson le mira como si fuera una aparición y empieza inmediatamente a desconfiar de él. ¿Habrá descifrado Holmes su clave y habrá leído todos sus mensajes en cuestión de segundos? ¿Tiene contactos de alto nivel con el MI6 o la empresa Cambridge Analytica, famosa por acceder a los datos personales de millones de usuarios de redes sociales? Watson, comprensiblemente, se mosquea mucho con su amigo.

Pero entonces el detective le explica: “Su teléfono es un modelo muy caro, Watson, y no encaja con usted, que está buscando un piso para compartir conmigo; tampoco encajan con su situación económica los muchos arañazos en la pantalla, que provienen obviamente de meterlo sin el menor cuidado en el mismo bolsillo que las llaves y las monedas; por lo tanto, se lo ha regalado Harry Watson, como dice el nombre grabado en la carcasa, que debe de ser su hermano; y basta mirar lo mucho que falla al intentar meter el conector para inferir que es alcohólico”. Lo anterior es una adaptación libre de la serie Sherlock, lo que explica que dos personajes del siglo XIX anden enredados con un teléfono del XXI, pero lo que importa aquí es que la explicación de Holmes disipa las sospechas de Watson y a menudo le hace comentar: “Vaya, Holmes, ahora que lo ha explicado usted, ya no parece tan misterioso”.

Esta idea es exactamente la que quieren aplicar los científicos de la computación a sus robots y a sus sistemas de inteligencia artificial. Tomemos el ejemplo de AlphaGo, el sistema inteligente de Google (o de su matriz Alphabet) que no solo se ha impuesto a los campeones mundiales de Go (un juego tradicional chino más complejo que el ajedrez) y ha descubierto por sí mismo unas estrategias de alto nivel que a los jugadores humanos les ha costado siglos, sino que se ha permitido la chulería de inventar otras tácticas más eficaces todavía que ni se les habían ocurrido a los grandes maestros de todos los tiempos. Al comprobar esto, cualquier humano tendría la misma reacción que Watson, que es agarrarse un mosqueo de narices. Es comprensible. Si AlphaGo, sin embargo, pudiera hacer como Holmes, ofreciendo una explicación comprensible de sus descubrimientos, la desconfianza se disiparía y, además, los jugadores humanos podrían aprender de los hallazgos del robot. Por desgracia, los sistemas inteligentes se comportan ahora como cajas negras. Ejecutan proezas asombrosas, pero no podemos saber cómo demonios lo han hecho.

El departamento de Defensa de Estados Unidos ha dado un paso aparentemente modesto con un sistema inteligente que aprende por sí mismo a abrir frascos de píldoras, de esos que llevan todo tipo de tapones de seguridad para que no los abran los niños. El robot no solo aprende a abrirlos todos, sino que explica en tiempo real lo que está haciendo, y cómo ha llegado a resolverlo. El proyecto tiene una parte militar, pero va mucho más allá, porque pronto veremos robots que cuidan niños y ancianos, y más vale que expliquen lo que hacen a sus dueños. Elemental, Watson".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 30 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Humanismo tecnológico



Filósofos griegos en el British Museum, Londres. Getty Images


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, del escritor José María Lasalle, en el que nos anima a profundizar en un humanismo tecnológico que digitalice a Protágoras y proclame que el ser humano es la medida de todas las cosas que pasan en la Red.

"La revolución digital necesita humanizarse -dice Lasalle-. Evolucionar hacia un diseño que restablezca la centralidad de lo humano como idea normativa. Una idea universal que haga medible a escala humana los efectos políticos, económicos y sociales de la transformación tecnológica. Hay que digitalizar a Protágoras y proclamar que el ser humano es la medida de todas las cosas que pasan en la Red. Y, de paso, hay que digitalizar también a Kant y defender que la persona es tecnológicamente un fin en sí mismo. 

La humanidad, entrado el siglo XXI, ha de pertrecharse frente a la amenaza de ser instrumentalizada y cosificada. Debe reivindicarse como protagonista y subordinar la tecnología a propósitos cívicos y humanísticos que saquen lo mejor de nosotros. Este es un empeño colectivo que exige una estrategia pública que sirva a un nuevo proyecto de emancipación humana que resignifique la revolución digital. Para lograrlo es urgente establecer una complicidad operativa con la cultura y el derecho. Algo que los griegos consiguieron hace 2.500 años. Entonces nos ofrecieron un relato sobre la técnica, a la que asociaban el entendimiento y la justicia que sustentan la creatividad humana. Un relato de responsabilidad que los dioses confiaron a los hombres, tal y como Platón abordó en el famoso mito de Prometeo.

Esto supone hoy día convertir el bienestar material y espiritual del ser humano en el propósito responsable de los cambios que impulsa la técnica. Un objetivo al servicio de la libertad y la equidad que debe fijar un perímetro de seguridad jurídica que proteja a la persona en su dignidad frente a las vulnerabilidades a las que se expone en un espacio digital que hasta el momento se ha desarrollado sin reglas ni derechos. Pero también un objetivo que ha de impulsar educativamente dispositivos universales de emancipación que favorezcan experiencias individuales y colectivas que desde la cultura refuercen la autonomía y la capacidad crítica del sujeto para responsabilizarse de su propio destino digital.

La estructura del mundo se ha hecho tecnológica. Incluso ha alterado el marco interpretativo de los poderes del entendimiento humano. Hasta el punto de configurar una nueva hegemonía cultural que condiciona nuestra forma de vivir y de organizarnos. No solo porque altera la ontología corpórea de la humanidad y las consecuencias morales de nuestras acciones, sino porque el horizonte mismo de nuestra identidad está expuesto al desafío de una nueva alteridad. Una otredad que se insinúa en el ambiente como una posibilidad realizable y que está asociada a la robótica o la inteligencia artificial. Un reto para el que, sin duda, debemos prepararnos no solo emocional y cognitivamente, sino también ética y legalmente.

Para afrontar estos desafíos, y otros más profundos que, por ejemplo, tienen que ver con la propia finitud humana, hace falta atribuir a la humanidad la responsabilidad de controlar la automatización del mundo. Tenemos por delante la tarea emancipadora de liberar a los seres humanos del estrés digital al que les somete un relato de maximización eficiente de dispositivos inteligentes que solo buscan asistirnos y, de paso, monitorizarnos de forma cotidiana en el ejercicio de nuestras decisiones. Administrado sin cortapisas por quienes monopolizan la economía de plataformas, el relato del capitalismo cognitivo bajo el que vivimos debe ser modificado. Al menos si queremos encontrar una salida al panóptico en el que hemos convertido la revolución digital que habitamos como simples usuarios de aplicaciones y consumidores de contenidos. Pero sobre todo si deseamos liberarnos de la dinámica extractiva de un modelo capitalista que nos reduce a huellas digitales de nosotros mismos.

De ello puede librarnos el humanismo tecnológico al invocar un pacto de equidad real entre el hombre y la técnica. Un humanismo que fortalezca el sentido ético de lo humano y que actúe como la herramienta educativa sobre la que formar la capacidad creativa de una humanidad que ha de dar sentido a las máquinas. Si queremos hacerlo, hemos de poder colaborar con ellas y explorar e intensificar la potencialidad imaginativa y creativa que aloja el cerebro y la sensibilidad humanas. Algo a lo que nos puede ayudar un humanismo que nos convenza de que no se trata de competir con ellas, sino de trabajar a su lado".







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miércoles, 20 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Contra el papel



Fotografía de GVACULTURA



A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, un texto del escritor Leonardo Padura, denunciando un fenomeno global de impredecibles proporciones que se está produciendo hoy mismo: se lee distinto y… se lee menos.

"Hace unos tres años -comienza diciendo Padura- el director de un importante diario latinoamericano con más de siete décadas de brega me confiaba compungido que a la edición de papel de su periódico le quedaban unos pocos años de vida. La revolución tecnológica digital se tragaría al tabloide que, ya para ese entonces, había reducido de manera muy notable el número de sus páginas y la cantidad de ejemplares puestos en circulación. 

Esta predicción de un conocedor privilegiado del tema, que cito con cierta frecuencia como ejemplo de las nuevas características de los modos de informarnos que se van imponiendo, se me hizo dramáticamente evidente cuando en un reciente viaje interoceánico indagué si me podían dar un periódico. La sobrecargo del vuelo me contestó entonces que hacía ya meses que no entregaban prensa en sus recorridos. “Si quiere, puede bajar una aplicación para leer noticias”, me dijo, y añadió: “Es que nosotros estamos contra el papel”. ¿Contra el papel?

Para los que crecimos en tiempos no tan remotos en que los libros, los periódicos y revistas, en fin, el conocimiento y la información tenían como soporte principal el papel y dependían de la existencia y disponibilidad de este, el enunciado de una política que con seguridad se presenta como ecológica, conservacionista y moderna, no deja por ello de resultar conmocionante, punto menos que agresivo.

La revolución de la trasmisión del conocimiento y la información que ha supuesto el desarrollo de las tecnologías digitales constituye, sin duda alguna, una de las grandes ganancias del mundo contemporáneo. La conjunción de esa posibilidad con el hecho no menos cierto de que el papel es una materia orgánica que se extrae de la celulosa aportada por los árboles, y que con menos consumo de celulosa pues se preservan muchos bosques que (como el Amazonas) tanto necesita nuestro contaminado planeta, conforman la lógica implacable de que para aprender e informarnos ya resulta posible, y se diría que hasta preferible, prescindir del papel. Entonces podemos incluso pronunciarnos personal o social o corporativamente contra su uso.

La industria de la propaganda y la publicidad, por ejemplo, han aprendido la parte más sustancial de esa lección y en cada sitio o página digital que consultamos, nos salta a la vista, casi entre un párrafo y otro, un anuncio de productos que necesitamos o no, de opciones diversas que nos interesan o no (algunas, de modo alarmante, a veces están relacionadas con algo que hemos comentado verbalmente sin consultar ningún sitio digital: el ojo y la oreja ubicua de El Gran Hermano). Vivimos bombardeados de propaganda que, sin embargo, en muchos países, como ocurre en Estados Unidos, sigue teniendo además su soporte en esos papeles que llenan los buzones de los ciudadanos sin que los ciudadanos lo hayan pedido. ¿Está la industria del consumo contra el papel?

En el mismo espacio físico y temporal en el cual se decreta una posible guerra al papel se está produciendo un fenómeno global de impredecibles proporciones: hoy se lee distinto y… se lee menos. Aunque casi cualquier persona ya pueda tener un teléfono inteligente, acceso a Internet y las más diversas aplicaciones, los índices de comprensión de los mensajes escritos son decepcionantes y las horas dedicadas a la lectura con fines informativos, educaciones o por puro placer estético han decrecido de manera notable en este mundo cada vez más digitalizado, informatizado e incluso alfabetizado, un mundo en el que proporcionalmente quizás se compren más teléfonos móviles que libros impresos en papel.

Sin olvidar un muy válido argumento ecologista y conservacionista de la guerra contra el papel, una política con la que en esencia estoy de acuerdo, me pregunto si decretar una guerra contra el papel, si estar contra su uso en forma de libros (que cada vez se venden menos), de periódicos (que circulan menos), de revistas (de las que sobreviven cada vez menos) es la solución más adecuada a una urgente coyuntura ambiental que puede actuar en detrimento de una necesidad intelectual global que aún no debería prescindir de modos efectivos y tradicionales de trasmisión y preservación del pensamiento. Cuando tanto necesitamos aprender y pensar por nosotros mismos y no solo por lo que nos indique El Gran Hermano que es capaz, incluso, de adivinar nuestras preferencias y pensamientos y bombardear nuestros muy modernos ordenadores y teléfonos dicen que inteligentes".






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lunes, 18 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Conejillos 4G



Fotografía de Getty Images



A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy,  de la escritora y periodista Luz Sánchez-Mellado, sobre el abusivo control de nuestras actividades más privadas e íntimas que las nuevas tecnologías ejercen sobre nosotros, y lo que es peor, con nuestro consentimiento tácito. Les dejo con él.

"El 9 de octubre, -comienza diciendo Sánchez-Mellado-, entre el petardeo de whatsapps, el goteso¡o de gmails y los trinos de Twitter, recibí una notificación de Google Maps que me dejó de fibra óptica. Que sí, que vale, que ya supongo que he debido de aceptar hasta que me empalen, y que puedo evitar estos episodios si cancelo la ubicación, el micrófono, la cámara y los datos y vuelvo a usar el teléfono como si fuera un teléfono y no un criado para todo a cambio de dejarme analizar hasta las heces. Pero ese es otro debate. Lo que me dejó de grafeno fue el contenido y no el continente. “Tus actividades de septiembre”, se titulaba el mensaje, y, al abrirlo, casi me obro encima. Según el geolocalizador, ese mes estuve en siete ciudades, visité 15 establecimientos, anduve seis kilómetros y pasé 59 horas a bordo de un vehículo con el móvil a cuestas. O sea: de casa al coche, del coche al atasco, del atasco al curro y del curro a casa, pasando por la gasolinera y el supermercado. Qué pena me di de mí misma. Además de constatar que mi vida es una mierda y de jurarme que el lunes vuelvo al gimnasio que llevo dos años pagando sin ir por si me animo, confirmé mis peores sospechas de que mi móvil me conoce mejor que mi tocólogo.

Recordaba todo esto el martes, cuando transcendió que el INE va a pagar a las operadoras para que nos rastree, saber cómo nos movemos y poder articular soluciones logísticas. A pesar de que dicen que se trata de información anónima y en bruto, la indignación ha sido un tsunami. Pertinente. Pero me plantea la paradoja de por qué rechazamos que un organismo público sepa nuestros movimientos mientras que a Google le damos nuestra sangre si nos la pide. Sobre el éxito del rastreo, será parcial en cualquier caso. Las grandes preguntas —¿de dónde venimos?, ¿adónde vamos?, ¿por qué empieza esta noche la tercera campaña electoral en un año?— seguirán sin respuesta. En cuanto acabe la turra vuelvo al gimnasio".







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lunes, 30 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Oír la luz




Dibujo de Eva Vázquez para El País


El nuevo milenio nos ha puesto todo al alcance de un clic, lo que es una maravilla de la modernidad, pero nos ha arrebatado el deseo que teníamos en el siglo XX de tener un disco específico, comenta el escritor Jordi Soler.

Una canción cualquiera puede a veces, con su hermosura elemental, herirnos de muy mala manera el corazón”, nos dice el poeta Eloy Sánchez Rosillo en su libro Oír la luz. ¿Cómo se puede oír la luz? Él mismo nos explica en otro poema que cuando era niño, ante un cielo lleno de estrellas, “además de mirar tanto fulgor, podía oír la luz”.

Quizá esa luz que oía el poeta era la armonía secreta que está en ese otro mundo que intuían los gnósticos, ese mundo al que de verdad pertenecemos y al que aspiramos todo el tiempo, de acuerdo con esta sabiduría, a volver. Esto nos invita a pensar que nadie es de donde se cree que es, y a mirar con saludable escepticismo los nacionalismos, los separatismos, los provincialismos que proliferan en nuestro siglo XXI.

Volvamos a la música, a esa canción que nos hiere con su hermosura elemental, de la que habla el poeta, sin perder de vista el otro mundo gnóstico. Para empezar, la música ordena el entorno; vivimos normalmente rodeados de un caos atómico del que somos parte integral; los átomos que nos constituyen pertenecen al mismo universo de partículas al que pertenecen la silla, el escritorio y el perro, y esta promiscuidad atómica en la que vivimos permanentemente, como si estuviéramos en medio de una borrasca, se disipa cuando el entorno es intervenido por una pieza de música cuya armonía coincide con la armonía secreta de ese otro mundo del que de verdad somos.

Cada quien tiene su música para ordenar el entorno, la única condición es que su armonía coincida con la armonía secreta del otro mundo. La música nos gusta, nos emociona, nos levanta el ánimo y nos hace llorar precisamente porque nos lleva a intuir, y a veces a vislumbrar, ese mundo armónico del que de verdad somos, y al vislumbrarlo nos libra de nuestra permanente condición de extranjeros.

La música nos pone en contacto con zonas perdidas de nuestra memoria, de nuestra historia personal; hay veces que una canción nos hace no solo recordar, también sentirnos otra vez como la persona que éramos en otra época, y esto no puede despacharse irresponsablemente como un ataque de nostalgia, porque estaríamos ignorando todo lo que nos enseñaron los sabios de la antigua Grecia, que no verían nostalgia en la situación que acabo de plantear, sino la conexión directa que ha hecho esa persona con la armonía secreta del cosmos, gracias a una canción.

Este siglo nos ha puesto toda la música que existe al alcance de un clic, lo cual es una de las maravillas de la modernidad, pero también es verdad que esta maravilla nos ha arrebatado el deseo, el anhelo, esa desesperación por tener un disco especifico de la que gozábamos los habitantes del siglo XX. Hoy ya no es posible desear oír una canción, no hay que esperar, podemos escucharla un instante después de desearla, y el deseo sin el tiempo de espera no existe, se convierte en una gestión, en un trámite.

Los libros, igual que la música, estaban asociados al soporte físico que los contenía: una portada, el peso, el olor...

En el siglo XX, la entrañable actividad de escuchar música tenía lugar bajo el yugo de la materia; por ejemplo, la única forma de llevarla contigo a la intemperie era en un casete, que necesitaba una aparatosa máquina de reproducción que funcionaba con baterías que nunca duraban lo suficiente. Aquellos años estaban marcados por la pérdida trepidante de energía, todas las fuentes se agotaban rápidamente, no había posibilidad de recargarlas, y la única forma de escuchar música sin la zozobra de que en cualquier momento se interrumpiera la pieza era con un enchufe a la pared.

Las pilas que se vaciaban de energía y no podían volver a recargarse eran un recordatorio continuo, una alegoría, de lo perecedera que es la vida; no sería difícil que los aparatos que hoy forman parte de nuestra cotidianidad, cuyas baterías se recargan cada vez que se agotan, hayan sembrado en nosotros la alegoría contraria: la ilusión de que la vida puede perpetuarse cuando se recarga con la energía que promueven los hábitos saludables.

Pero la materia que ataba a la música tenía un capítulo más sutil. Cada vez que escucho una de esas piezas que llevan dentro la armonía del universo, no solo disfruto de la música, también vibro con el recuerdo de ese objeto material que hoy llamaríamos soporte físico; porque antes la música estaba asociada al objeto que la contenía, a la cubierta, al trabajo gráfico, a las fotografías, a la funda que protegía el disco, y al disco mismo, que tenía siempre una etiqueta en el centro con los títulos de las canciones, o con un complemento gráfico que redondeaba el concepto general de la obra; todo eso era parte indisociable de la experiencia de oír música.

Lo mismo pasa con los libros, uno recuerda la historia que leyó, la voz del narrador que la cuenta, las particularidades de su estilo, pero también la portada del libro, su peso, su olor, la época, las circunstancias y el sillón en el que fue leído. Todo este universo memorioso y sensorial ha sido erradicado por el libro electrónico, de la misma forma en que Spotify, además de arrebatarnos el derecho de desear largamente un disco, nos escatima esa experiencia física que en el siglo XX era parte de la música.

En la Edad Media, la música estaba asociada con las matemáticas y la astronomía; la figura que representaba el movimiento matemático de los cuerpos celestes era la música de las esferas, una música universal que desde luego influye también en nosotros y que es, sin duda, esa luz que oía el poeta.

En la Universidad medieval se instruía a los alumnos con el quadrivium, un sistema de conocimientos que los ayudaba a aproximarse a los misterios del universo. Quadrivium quiere decir encrucijada, cruce de caminos, que eran las cuatro materias que se enseñaban para lograr esa aproximación: aritmética, geometría, astronomía y música.

El quadrivium nos enseña, a los habitantes del siglo XXI, el lugar que ocupaba la música en la vida de nuestros antepasados; sin la música no podía entenderse el funcionamiento del universo, la música era una de las cuatro vías para entender qué somos, y, desde este punto de vista, a la luz del quadrivium, no se entiende por qué hemos terminado confinando a la música, esa materia fundamental para entender el universo, en el rincón de los pasatiempos. Hoy, la música no es más que otra de las formas de la ociosidad, la usamos para llenar el tiempo libre, sin saber que es la llave de la armonía secreta del universo. Qué insensatez vivir sin esa llave.




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sábado, 28 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Abran las cajas negras



Software de análisis de movimiento humano en Pekín, China. Reuters


Creer que por sí mismas las máquinas van a tomar decisiones justas es el equivalente hoy al clásico error liberal de pensar que los mercados se regulan solos, escribe le periodista Ana Fuentes.

En el Senado francés, comienza dicendo Fuentes, se está debatiendo estos días si se debe exigir por ley que la Administración explique los algoritmos que utiliza en sus aplicaciones. Miles de estudiantes se quejan de que la plataforma que gestiona su admisión en la enseñanza superior, Parcoursup, ha sido programada con criterios sesgados. Supuestamente, favorece a los estudiantes con más información y, en definitiva, con más recursos. Y, aunque hace dos años que la Ley Digital exige la transparencia algorítmica en Francia, esta no se da ni por parte del Gobierno ni de las empresas.

Omnipresentes e invisibles, los algoritmos determinan cada vez más nuestro día: qué películas nos propone Netflix o cuánto nos cuesta una reserva de hotel. Gracias a ellos se pueden gestionar cantidades enormes de información de manera más eficiente. Pero también pueden terminar discriminando por cómo han sido programados. Un ejemplo que da Marta Peirano en El enemigo conoce el sistema es el de David Dao, un pasajero al que sacaron a rastras de un avión en abril de 2017. Había pasado todos los controles de seguridad en el aeropuerto de Chicago y estaba esperando el despegue cuando las azafatas llegaron a echarle. Se negó y los agentes de seguridad terminaron sacándolo por la fuerza. United Airlines había vendido demasiados billetes y sobraba alguien. Un algoritmo había determinado que fuera Dao y no otro el expulsado. Él no era tan valioso para la aerolínea como un titular de la tarjeta de viajero frecuente. ¿Usaron también datos socioeconómicos, religiosos o raciales? Se desconoce, porque el algoritmo es secreto.

Problema: la transparencia siempre suena bien como valor exigible, pero habrá situaciones en las que no se pueda explicar un algoritmo. Para empezar, no es sencillo obligar a las empresas a poner su código a disposición del público; sería violar su propiedad intelectual y aniquilar la innovación. Pero, además, algunos son árboles de decisión sencillos, basados en reglas ordenadas. Otros son redes neuronales que no controlan ni quienes los han programado. Sus autores solo pueden probarlos una y otra vez hasta que entienden que las máquinas están haciendo lo que deben hacer.

Una de las posibles soluciones es pedir que se rindan cuentas, no ante los ciudadanos, sino ante una autoridad independiente, quizá supranacional, sin ánimo de lucro y formada por expertos. Están naciendo iniciativas como OdiseIA en España para analizar el impacto de la inteligencia artificial y asesorar al sector público y privado. Pretenden crear un sello de calidad para quienes cumplan ciertos estándares de transparencia. Es el momento de poner la ética en la agenda. Creer que por sí mismas las máquinas van a tomar decisiones justas es el equivalente hoy al clásico error liberal de pensar que los mercados se regulan solos.





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