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sábado, 16 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Libres



Manifestantes en la Puerta de Sol de Madrid, tiempo ha...


"La vida siempre se reanuda después de un desastre, -escribe en el A vuelapluma de hoy [¡Un mundo nuevo, pero libre! La Vanguardia, 6/5/2020] el historiador Santi Vila-, quizá con otra flora y con otra fauna, pero se reemprende. Los que sobreviven lloran a los muertos, pero sobreviven, y tienen el deber de hacerlo, de procurar aprender de la experiencia vivida y de promover una sociedad mejor. Además, la buena noticia es que de entre todos los seres vivos, la resiliencia y la capacidad de adaptación de los humanos destacan especialmente. Como nos muestran con nitidez las lecciones de la historia, las grandes crisis extraordinarias y extremas son el momento propicio para acelerar procesos históricos, que fuera de contextos de guerra o de grandes desastres naturales costarían décadas de consensuar y de implementar. Lo recuerda el octogenario neurólogo y psiquiatra Boris Cyrulnik en su último libro, Escribí soles de noche, justo ahora traducido por Gedisa: después de la peste negra de 1348, ciertamente murió la mitad de la población, tan verdad como que la escasez de mano de obra tocó de muerte definitivamente la servidumbre feudal y convirtió a muchos payeses vinculados a la tierra en hombres libres. También la II Guerra Mundial fue apocalíptica y disruptiva: entre 55 y 60 millones de muertos, militares y civiles, de todo el planeta. Tan cierto como que de aquella experiencia buena parte de Occidente salió con un nuevo sistema de seguridad social y de pensiones, universal, del todo inalcanzable políticamente antes de la guerra. ¡Pero cuidado! Porque así como las circunstancias extremas precipitan innovaciones y reformas, en estos periodos de transición también se acostumbran a suspender y lesionar temporalmente derechos y libertades fundamentales. Por razones de seguridad admitimos restricciones en la movilidad, el derecho de reunión, intervenciones sobre los precios, la propiedad o la propia intimidad. En nombre del bien común, que por cierto siempre tiene voces voluntariosas dispuestas a representarlo, algunos incluso creen necesario limitar la crítica al Gobierno y la discrepancia política. Son tiempos para estar unidos, dice siempre el papanatas oficialista de turno, incómodo con los heterodoxos y los críticos de los que le pagan.

En estas circunstancias extremas y disruptivas es cuando los ciudadanos tenemos que estar más alerta y exigir ser tratados como adultos. Porque, como advierte lúcidamente Yuval Noah Harari, muchas de las restricciones a las libertades civiles que se adoptan teóricamente de forma temporal, a menudo, como se ha demostrado en Israel, vienen para quedarse y, además, como el monstruo de Frankenstein, en general acaban escapando al control de sus creadores. Que el Gobierno reconozca sin ambages que una unidad de la policía monitoriza el comportamiento de la ciudadanía en las redes sociales para evitar noticias falsas que generen alarma social es tan loable como inquietante. Porque como admiten sus portavoces castrenses, siempre menos dotados para la retórica matizada que los políticos, la línea que separa la persecución del mentiroso y del difamador de la que denuncia a heterodoxos y disidentes es muy fina. No menos preocupante tienen que resultar las ideas de algunos de nuestros gobernantes catalanes, hasta hace muy poco abanderados de nuevas libertades colectivas, por cierto, y que ahora se nos muestran entusiasmados con la posibilidad de implementar a golpe de decreto los nuevos avances de la tecnología de la vigilancia, ya sean cámaras de reconocimiento facial, controles sistemáticos de la temperatura, carnets sanitarios o medidas de geolocalización de infectados, con aplicaciones telefónicas tan inofensivas como las que advierten a la policía y a los propios ciudadanos de si se nos acerca un apestado o de cuál ha sido su última agenda relacional.

Una ciudadanía madura y responsable tiene que plantar cara a las ocurrencias de estos nuevos aprendices de ingeniería ­social. Porque si la tentación totalitaria siempre ha estado presente en las sociedades modernas, con la revolución tecnológica experimentada estos últimos años es más peligrosa que nunca. Una verdadera caja de Pandora. En una democracia de calidad, dejémoslo claro, como nos está enseñando Suecia, nunca la apelación al bien común, a la seguridad ni a la salud pública tendrían que justificar un daño tan grande a derechos fundamentales. Porque durante este año, ciertamente habremos vivido una verdadera crisis disruptiva, quizá el final de toda una época, que tiene que ser vivida como la oportunidad de construir un mundo nuevo. Podemos protagonizar un nuevo momento fundacional a escala planetaria, con la recuperación del valor de la amistad, de la familia y de la comunidad; con una nueva conciliación de la vida laboral y personal, con teletrabajo y reparto del trabajo; con renta básica universal y con la erradicación del consumismo. Tenemos que hacer todo eso e imaginar, por qué no, que podemos ganar, por fin, la batalla de la inmortalidad, que ni un solo hombre se morirá nunca más de viejo, de enfermedad o de hambre. Tenemos que hacer estas cosas y las que todavía no sabemos ni imaginar, pero las tenemos que hacer con una ciudadanía libre, implacable con los nuevos enemigos de la democracia, que de hecho son los de siempre".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 18 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] Los idus de marzo





El pasado día 15, los "idus" de marzo, Juan Luis Cebrián, presidente de El País y del Comité Editorial del Grupo Prisa, escribía en ese diario un artículo sobre la publicación del libro De héroes y traidores por el que fuera consejero de la Generalidad de Cataluña, Santi Vila. El libro de Santi Vila, comenta Cebrián, es una purga de su corazón como respuesta a las afrentas de los suyos, o de los que un día lo fueron, que le tacharon pública y privadamente de cobarde y traidor por no sumarse a la Declaración Unilateral de Independencia de su gobierno. 

Hoy es el día de los idus de marzo, comienza diciendo Cebrián, una fecha que durante mucho tiempo estuvo dedicado en el calendario romano a las buenas noticias, hasta que el azar lo convirtiera en el día de los traidores, ya que César cayó asesinado en tal fecha por sus lugartenientes. Y no debe ser casual que el exconsejero de la Generalidad catalana Santi Vila, único dimisionario del último gobierno de Puigdemont, haya elegido esta misma semana para el lanzamiento de su libro De héroes y traidores, en el que desvela su memoria personal sobre la deriva independentista en la comunidad autónoma. De inmediato me atrajo el título del libro, y no tanto la personalidad del autor, al que por otra parte considero uno de las personas más respetables de cuantas han chapoteado en el charco de la política catalana. La Historia de la Traición, así con mayúsculas, se encuentra intrínsecamente ligada a la del poder y la evolución del contencioso catalán, según se narra en la obra, mucho tiene que ver con las desavenencias, agravios, perjurios y deslealtades que han corroído las filas del soberanismo. De modo que los idus de marzo constituyen la mejor ocasión para reflexionar sobre ello.

Tesis central del libro, con la que concuerdo, es que la falta de un pensamiento liberal en España es el origen de todos los desajustes en nuestra convivencia cada vez que tiene lugar un experimento democrático. Pero la simple narración de los hechos recientes pone de relieve que el fracaso del procès, que amenaza ahora con producir un retroceso general en la calidad de nuestra democracia, tiene mucho más que ver con las manías, obsesiones, y ambiciones desmesuradas de un puñado de líderes mediocres, que con la flagrante ausencia de un proyecto político para Cataluña en manos de los independentistas. A mi ver la obra de Vila es sobre todo una purga de su corazón como respuesta a las afrentas de los suyos, o de los que un día lo fueron, que le tacharon pública y privadamente de cobarde y traidor por no sumarse a una Declaración Unilateral de Independencia (DUI). Trata por su parte, en cierta medida, de exculpar a unos y otros protagonistas, ni traidores ni héroes, o quizá las dos cosas según las circunstancias y momentos, dando a entender que la lucha entre los ideales y lo posible justificaría los despropósitos cometidos por sus compañeros de viaje. Sus intentos de reivindicar personalmente a Puigdemont, presentándole como un prisionero de las circunstancias, a Mas, como el político realista desbordado por los acontecimientos, o al propio Pujol, cuya codicia criminal estaría compensada por sus aciertos en la gobernación, forman parte por lo demás de un argumentario puesto al día por muchos líderes del separatismo catalán, que exhiben su condición de buenas personas, como si eso les eximiera de las responsabilidades penales. “Soy un buen hombre”, le dijo Oriol Junqueras al magistrado Llarena, como si lo que se juzgara fuera su condición moral y no su vulneración de las leyes. Tales actitudes, que algunos califican de ingenuas, son en realidad una demostración del pensamiento pre-político y casi medieval de quienes las ejercen. En según qué casos pueden ser también la prueba de un ánimo pusilánime a la hora de afrontar las consecuencias de los propios actos.

La traición es el quebranto de la lealtad debida, y también la ingratitud de los amigos, de la que obviamente se duele Vila. Pero es igualmente, y en este caso sobre todo, un delito contra la seguridad del Estado. A espera del pertinente juicio, y respetando su presunción de inocencia, puede asegurarse sin miedo a error que el expresidente Puigdemont y determinados pequeños secuaces son traidores al Estado, a la Constitución y al Estatuto de Cataluña, por más que el autor del libro trate de evitar una opinión al respecto. Es por eso por lo que les persigue la justicia, y sus cualidades humanas, su generosidad o educación, sus aficiones místicas o sus obras de caridad no atenúan en absoluto su eventual responsabilidad criminal. Siempre hay un gangster bueno en todas las películas. Echo a faltar en una obra que trata de traidores y héroes, o ni de lo uno ni de lo otro según quien la firma, esta consideración. La historia del procés es en definitiva una historia de traidores, pero no solo en el sentido moral o sentimental del término sino en el muy estricto de la definición de las leyes.

Solo desde esta asunción se puede emprender con buen tino el camino de las reformas y la recuperación de la tercera vía a la hora de definir el futuro de Cataluña y de toda España en la línea que Santi Vila sugiere. Coincido con él en que el inmovilismo de Rajoy y el despertar de la España profunda, alentado irresponsablemente por la derecha carpetovetónica, son también muy culpables de la esperpéntica situación que se vive en Cataluña; pero es imposible suponer equidistancia alguna entre los errores de unos y los delitos de los otros. El autor parece reconocerlo cuando escribe que “…el espíritu de la Transición española a la democracia hizo posible la superación de la dictadura y las mejores cuatro décadas de libertades y progreso jamás conocidas en la historia de la península Ibérica”. Pero no solo el espíritu, sino sobre todo la letra de la Constitución, que es la ley que ampara nuestras libertades, y no tanto de la península Ibérica, como de España, un Estado-nación cuya identidad, y la de sus ciudadanos, incluye a Cataluña desde que se fundó.

La Transición española definió por eso, entre otras cosas, un proyecto para Cataluña que ahora amenaza con truncarse por la confrontación entre pasiones y extremismos de uno y otro signo. Pero no es la sociedad, pese a tantas manipulaciones y demagogias a la que se ve sometida, lo que está en crisis, sino la arquitectura institucional y el liderazgo de quienes aspiran a ocupar el poder, agitadores de “el filibusterismo de los intereses concretos” en acertada y benévola expresión de Vila, que solo olvida la moderación del lenguaje a la hora de describir la personalidad de Marta Rovira como irascible y fanatizada, y a la que acusa de aullar en los mitines. En ese magma de vanidades, miserias, vergüenzas e inconfensables posturas, anida la otra especie de traidores por la que se duele Santi Vila; un panorama caracterizado por la cobardía moral, y que enseñorea no solo el mundo de la política, sino el del trabajo, las relaciones familiares o el del simple compañerismo. El filibusterismo de los pequeños egoístas, los compañeros de partido o de pupitre en el aula, los amigos que no lo eran o los colegas del café, que desaparecen en los momentos de dificultad o descubren que el mal ajeno puede ser la oportunidad del propio éxito, frente a los que relucen “los amigos de verdad, los que me ayudaron a pagar la fianza y salir de la cárcel”, que son los que “pueden contar conmigo”. Es como si Santi Vila hubiera leído a William Hazlitt, en El placer de odiar cuando dice que los amigos de toda la vida son como “las comidas muchas veces repetidas: desagradables y desabridas”, y decidiera por eso, lo que no espero, abandonar para siempre la vida política.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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