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domingo, 19 de mayo de 2019

[DOMINICAL] La ciencia y sus controversias





Astrónomo y director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN), Rafael Bachiller rememora en un reciente artículo algunas de las más representativas controversias de la historia de la ciencia para destacar la importancia que el debate entre diferentes autores ha tenido en el desarrollo del método científico.

La Historia de la ciencia, comienza diciendo Bachiller, siempre se ha desarrollado plagada de grandes y pequeñas controversias. Y no me refiero aquí a los debates entre conocimiento científico e ideas no científicas, pues éstas realmente no son controversias científicas. Me refiero a los desacuerdos omnipresentes entre los propios científicos, los que aluden a diferentes interpretaciones de datos y de resultados de medidas, los que se refieren a qué conceptos o ideas encuentran apoyo en la evidencia que puede observarse en la naturaleza o en el laboratorio.

Un ejemplo clásico de gran controversia científica es la que sostuvo el sabio y explorador Alfred Wegener sobre la deriva de los continentes. Hacia 1911 este visionario alemán quedó intrigado por las similitudes entre fósiles, de animales y de plantas, hallados a ambos lados del Atlántico, lo que le impulsó a iniciar una cuidadosa compilación de coincidencias entre organismos de los distintos continentes. La ciencia ortodoxa de la época explicaba estos casos suponiendo que, en algún tiempo, las grandes masas terrestres habían estado conectadas por puentes de tierra que se habían hundido después. Pero Wegener se dio cuenta de que el perímetro de la plataforma continental (que es ligeramente diferente del perfil costero) del oeste de África encajaba bien con el del este de Sudamérica y, más aún, que las plataformas continentales de la Antártida, Australia, India, Madagascar y Sudáfrica, como las piezas de un rompecabezas, encajaban entre sí casi exactamente. Comenzó así a elaborar la idea de que los continentes actuales habían estado agrupados en el pasado en un supercontinente único al que denominó Pangea. Durante cuatro años compiló argumentos en favor de su teoría y redactó el magnífico libro El origen de los continentes y los océanos que fue publicado en 1915.

La ciencia ortodoxa acogió estos argumentos de manera hostil y Wegener se vio obligado durante décadas a desarrollar más y más argumentos en favor de su teoría. Finalmente sería la exploración exhaustiva de los fondos oceánicos a partir de 1950 lo que aportaría una prueba contundente en favor de la teoría de la deriva continental. Se comprendió entonces que continentes y fondos oceánicos forman parte de unas entidades mayores denominadas placas tectónicas y se descubrió que las placas tectónicas flotan y se desplazan sobre la capa inferior de la Tierra (la astenosfera), creando regiones de gran actividad sísmica y volcánica en las zonas en que concurren dos placas. En total, esta controversia, que quedó restringida al ámbito científico, había durado medio siglo y la resolución definitiva de la disputa vino de la mano de los nuevos datos que resultaron concluyentes.

Pero no todas las controversias quedan delimitadas al marco de la ciencia, sino que el medio social interviene a menudo en el debate. Quizás el ejemplo más clásico de este tipo de desacuerdo es el que se refiere a la teoría heliocéntrica enunciada por Copérnico en su libro De Revolutionibus Orbium Coelestium publicado póstumamente en 1543. No hace falta recordar cómo la Iglesia católica participó muy activamente en esta polémica. Por ser partidario de esta nueva teoría, Galileo fue procesado y condenado por la Inquisición y Giordano Bruno fue quemado en la hoguera tras enunciar unas ideas visionarias (hoy certificadas como correctas) de que el Universo podía contener innumerables estrellas similares al Sol y que estas estrellas podían estar acompañadas de muchísimos mundos habitables semejantes a la Tierra. Nuevamente estos litigios se zanjaron con la aportación de nuevos datos más concluyentes: observaciones astronómicas que demostraron de manera patente la validez de las nuevas ideas.

Los debates entre científicos a veces se extienden a sus instituciones, a sus mecenas o a sus defensores y pueden llegar a tener un gran alcance público. Así sucedió con el encarnizado debate que mantuvieron Newton y Leibniz a finales del siglo XVII sobre el invento del cálculo infinitesimal. Fue Leibniz quien primero desveló sus trabajos sobre el tema (denominado cálculo diferencial) en 1684. Mientras que Newton no publicó los suyos (que él denominaba método de fluxiones) hasta tres años después en sus famosos Principia. En la primera edición de este libro histórico, Newton se refería cordialmente a sus intercambios previos con Leibniz que se habían prolongado durante una década, unas alusiones que el genio inglés hizo suprimir en ediciones posteriores de la obra, tras el desencadenamiento del gran debate. Un tal John Wallis, matemático británico conocido tanto por sus dotes en criptografía como por su exacerbado chauvinismo, comenzó a envenenar el ambiente al asegurar que Leibniz había copiado el método de Newton. El gran matemático de Basilea Johann Bernouilli respondió airadamente a tales alusiones saliendo en defensa de Leibniz. Y la polémica pronto se convirtió a un intercambio de ataques directos entre Newton y Leibniz.

Resulta descorazonador constatar cómo estos dos grandes genios de las matemáticas vivieron muchos años amargados por esta polémica que desbordó a sus personas para alcanzar a instituciones como la Royal Society (que se limitó a defender a Newton) y a pensadores ajenos a este tema concreto, como Voltaire, que escribió apasionadas páginas en favor del sabio inglés. Hoy se reconoce que el cálculo infinitesimal fue desarrollado de manera simultánea e independiente por ambos científicos que utilizaron formalismos diferentes, pero equivalentes entre sí.

Ha habido controversias muy técnicas, como la de la edad de la Tierra que enfrentó a Lord Kelvin, que había calculado en 1860 una edad planetaria de menos de 100 millones de años, con los seguidores de Darwin que argumentaban que el Planeta debía ser mucho más viejo. El debate se resolvió con el descubrimiento de la radioactividad en 1896, lo que permitió estimar la edad del Planeta en 4.500 millones de años. Pero muchas otras controversias han sido menos técnicas, y ello ha permitido la participación de un gran sector de la sociedad. Por ejemplo, la posible relación entre inteligencia y raza ha sido debatida tanto en los medios académicos como en el ámbito popular, desde que a principios del siglo XX se introdujo el test para determinar el cociente intelectual. La interpretación de los resultados de realizar dicho test a diferentes colectivos se prestó a variadas interpretaciones durante décadas. Además de los posibles sesgos en su aplicación, aún hoy sigue subyaciendo la ambigüedad en definiciones de los términos raza e inteligencia, que adolecen de falta de objetividad. Así pues, esta controversia muy posiblemente surge de un planteamiento insuficientemente científico.

Actualmente muchas controversias no se refieren al conocimiento científico propiamente dicho, sino a sus aplicaciones y a su traslación al ámbito social. Organismos modificados genéticamente, la producción de energía nuclear y el tratamiento de sus residuos, los posibles efectos de las ondas electromagnéticas, la conveniencia de utilización de las vacunas, son algunos de los temas que suscitan encendidos debates, a veces violentos, que a menudo se desarrollan en ámbitos alejados del mundo de la ciencia. Son debates en los que intervienen actores de índole muy diferente al científico: asociaciones de ciudadanos, empresas con intereses económicos directos, partidos políticos, agrupaciones religiosas y otros tipos de organizaciones sociales.

Uno podría pensar que a los científicos les gusta debatir y pelearse, y que es su carácter peculiar y apasionado el que crea las numerosas controversias de la historia de la ciencia. Sin embargo, hemos visto cómo hace tiempo que las controversias científicas no están restringidas al ámbito estrictamente técnico. No obstante, conviene subrayar que el debate está en el meollo del método científico que, incansablemente, busca la verificación de las hipótesis y de las teorías mediante la observación y la experimentación sistemáticas. La controversia es un auténtico motor del progreso científico, un acreditado procedimiento para obtener nuevos conocimientos. Como bien expresó Ortega y Gasset "ciencia es todo aquello sobre lo cual siempre cabe discusión".


Dibujo de Javier Olivares para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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sábado, 11 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] El futuro imprevisble





No se alarmen ustedes que no hablo del futuro, machaconamente incierto aunque no tenebroso, de España, y lo que es más importante, de los españoles. Hablo del futuro del Universo, o para ser precisos, lo escribe en el diario El Mundo, Rafael Bachiller, astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (ING). Y es que los físicos saben bien ya desde hace un siglo que estrictamente hablando el futuro no es predecible. No es que nos falten datos suficientes de las condiciones iniciales para calcular la evolución de un sistema; es que, según las leyes de la naturaleza, el futuro es imprevisible intrínsecamente. 

Aprender a ser mortal, comienza diciendo Bachiller, es el significativo subtítulo de un libro del filósofo Javier Gomá -Aquiles en el gineceo (O aprender a ser mortal), Pre-textos- que sostiene que lo más distintivo del ser humano es su segura mortalidad y que no existe nada más grandioso en lo humano que la aventura de vivir y envejecer y la conciencia de la propia mortalidad (y aquí pone énfasis en la distinción entre muerte y mortalidad). Modestamente añado yo: ¿quizá esta conciencia de la mortalidad pudiera extenderse a la de nuestra civilización, a la de todas las civilizaciones y, por qué no, al universo en su conjunto? 

Para examinar posibles respuestas a tal pregunta, para aprender a ser mortal en sentido más amplio o cósmico, no nos queda más alternativa que adentrarnos en las arenas movedizas de la predicción del futuro. Y es que los físicos sabemos bien, ya desde hace un siglo, que estrictamente hablando el futuro no es predecible. No es que nos falten datos suficientes de las condiciones iniciales para calcular la evolución de un sistema; es que, según las leyes de la naturaleza, el futuro es imprevisible intrínsecamente. El principio de incertidumbre de Heisenberg expresa los límites impuestos por la realidad para conocer con precisión la posición y el movimiento de las partículas subatómicas. Tan solo podemos estimar la probabilidad de su presencia en un punto dado del espacio-tiempo. Así, las condiciones iniciales de cualquier sistema están dominadas por innumerables incertidumbres infinitesimales que harán que su comportamiento sea literalmente caótico.

Además, conocer las características de sus componentes no nos permite calcular cómo será la evolución de un sistema complejo, en el que las interacciones entre ingredientes es otro elemento básico. Por ejemplo, a partir de las propiedades de los gases hidrógeno y oxígeno resulta prácticamente imposible deducir el comportamiento del agua. Sin embargo, en sistemas macroscópicos, en los que es posible ignorar su compleja estructura subyacente, y en los que los cambios tienen lugar de manera lenta y progresiva, sí que es posible hacer predicciones fiables. Por ejemplo, es fácil conocer el tiempo que tardará un vehículo en llegar a su destino cuando conocemos la distancia y la velocidad. Incluso es fácil calcular la fecha de los eclipses futuros y el paso de los cometas periódicos. De hecho, el ser humano hace predicciones continuamente, aunque no siempre con el mismo fundamento y acierto. Economistas, meteorólogos, corredores de Bolsa, e incluso farsantes de toda calaña (como astrólogos y otros adivinos) ganan su vida tratando de saber qué es lo que nos deparará el porvenir. Pero hay muchos futuros. 

En su obra Mapas del tiempo, David Christian sugiere estructurar los tiempos venideros en tres escalas temporales sucesivamente más amplias. El futuro inmediato se extendería sobre decenas de años, el futuro medio sobre siglos o milenios y, finalmente, el futuro lejano abarcaría millones o miles de millones de años. La primera escala, el futuro inmediato, es particularmente importante, pues el ser humano tendría la posibilidad de influir en los acontecimientos previstos para ese lapso de tiempo. Tratar de imaginar qué sucederá en las próximas décadas - adelantarse, por ejemplo, al cambio climático, al gravísimo deterioro ecológico, a las guerras y otros conflictos potenciales- debería hacernos tomar medidas encaminadas a prolongar, a sostener, según la terminología de moda, nuestro futuro como civilización. Por eso es importante estudiar las tendencias demográficas, controlar el consumo de las materias primas y desarrollar los métodos de obtención de energía más eficaces y perdurables. Para el futuro medio, sobre escalas de varios siglos o milenios, las predicciones se hacen tan sumamente especulativas que quizá no merezca mucho la pena dedicarles esfuerzo. Ciertamente las tendencias tecnológicas -por ejemplo, en ingeniería genética, en inteligencia artificial, o en el desarrollo de nuevas fuentes de energía, como la fusión del hidrógeno- pueden darnos una idea del impacto que tales innovaciones pueden acabar teniendo en el devenir de la humanidad, pero las posibilidades teóricas que se abren son prácticamente infinitas. 

Difícilmente puede ayudar en las predicciones el mirar hacia los milenios pasados pues el desarrollo tecnológico es ahora exponencial y resulta muy poco plausible imaginar para el futuro largos períodos de estancamiento como los que acaecieron en el pasado. Gracias a las nuevas y futuras tecnologías, la Tierra podría acabar acogiendo a unos 10.000 o 15.000 millones de seres humanos progresivamente más sanos, más longevos y con excelentes condiciones de vida. Después cabría quizás pensar en la colonización de otros cuerpos del sistema solar (principalmente Marte) pero, como digo, entramos en un terreno de enorme incertidumbre, en el que -además- los acontecimientos catastróficos, como la caída de un asteroide, o inesperados, como el eventual contacto con civilizaciones extraterrestres (si existiesen), empiezan a tener mayores probabilidades.

Para el futuro lejano, las predicciones vuelven a ser mucho más fiables, pues la astrofísica y la cosmología tienen hoy un nivel de conocimiento que nos permite prever, con poco margen de error, lo que sucederá en nuestro entorno en unos miles de millones de años. Sabemos, por ejemplo, que al Sol le quedan unos 5.000 millones de años de vida y que acabará estallando en forma de una gigante roja. Será el fin para la Tierra tal y como la conocemos hoy: los océanos se evaporarán y las condiciones se harán insoportables para toda forma de vida. Quizá sea posible prolongar la vida en el sistema solar emigrando a las lunas de Júpiter o Saturno, pero al final cuando el Sol quede sin energía, tampoco aquello será habitable. Por otra parte, quizá antes de que el Sol estalle, dentro de unos 3.200 millones de años, la colisión de la Vía Láctea con la galaxia Andrómeda, que se dirige por el espacio hacia nosotros a toda velocidad, ya haya ocasionado algún desastre, pues podría suceder que, en la colisión, la Tierra saliese despedida de su órbita para tomar un rumbo errático. El Universo sobrevivirá a la muerte del Sol, pero al cabo de 100 billones de años el hidrógeno, combustible primordial en las estrellas, se habrá consumido, y las estrellas irán convirtiéndose en astros inertes: enanas blancas, estrellas de neutrones y agujeros negros. 

A más largo plazo, cabe prever que el universo se convierta en un oscuro gas, muy poco denso, constituido por fotones y partículas subatómicas muy ligeras en el que se encuentren inmersos innumerables agujeros negros. Ese universo futuro, apagado y tenue, continuará su expansión de manera indefinida, diluyéndose cada vez más en el fin de los tiempos. Decía Gomá que el individuo es la forma más excelente de los entes y que "la muerte representa la destrucción objetiva de esa dignidad individual y un empobrecimiento objetivo del mundo, que se convierte en algo injusto". Pero, afirma también el filósofo, ese indigno morir, que a todos y a todo nos aguarda, se ve compensado por una mortalidad indefinidamente prorrogada. Creo que es éste un clavo de esperanza ardiente al que a todos nos conviene asirnos.



Dibujo de Javier Olivares para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

jueves, 15 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] Posverdad, relativismo y ciencia





Estamos en plena era de la posverdad, escribe en El Mundo Rafael Bachiller, astrónomo y director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN). Nos alertó hace ya 14 años el escritor estadounidense Ralph Keyes en un libro de mucho impacto (The post-truth era: dishonesty and deception in contemporary life), comienza diciendo. Desde entonces, el concepto ha ido ganando popularidad hasta que el Diccionario Oxford designó el término «posverdad» como palabra del año en 2016. A los científicos este término nos llena de perplejidad y asombro. Por lo que yo humildemente comprendo, la posverdad designa la distorsión de manera emocional de un hecho o de una prueba objetiva. Se trata pues de verdades a medias, falsas ideas o incluso puras mentiras que circulan de manera impune por nuestra sociedad. En términos políticos, la posverdad se refiere a ciertas interpretaciones emocionales de hechos que son proporcionadas por los políticos sin que sean contrastadas por nadie, ni denunciadas por parte del medio social que las tolera. Por ejemplo, la negación del cambio climático por parte de algunos políticos (Trump), se realiza a pesar de la abrumadora evidencia científica que corrobora la realidad del cambio y su origen en la actividad humana. Y este negacionismo es seguido emocionalmente, de manera irreflexiva, por un sector de la sociedad con ideología afín a la del político en cuestión. 

Es muy tentador justificar la posverdad en términos del relativismo filosófico. Desde Aristóteles, muchas generaciones de filósofos se han preguntado si la verdad absoluta existe y si el hombre puede llegar a conocerla. En el siglo XVII, Locke ya distinguía entre la realidad objetiva y la percepción subjetiva de la mente humana. En su célebre experimento de los cubos de agua, Locke pedía a un sujeto que introdujese su mano izquierda en un cubo de agua helada y su mano derecha en otro cubo con agua muy caliente. A continuación, Locke pedía al mismo sujeto que introdujese sus dos manos en un cubo de agua templada. Naturalmente, la mano izquierda sentía que el agua de este tercer cubo estaba muy caliente, mientras la mano derecha sentía que estaba muy fría. Locke concluía así que una misma mente podía percibir la misma realidad objetiva de formas muy diferentes. Por tanto, y con mayor razón, las mentes de diferentes sujetos podrán experimentar la misma realidad de manera completamente distinta. Según Locke, el conocimiento es siempre subjetivo pues se alcanza gracias a las sensaciones y a la reflexión. La sensación está determinada por la percepción a través de nuestros cinco sentidos, mientras que la reflexión viene de nuestras asociaciones de ideas, memoria y capacidad de raciocinio. 

También Kant admitía que no podemos conocer la realidad de manera completamente objetiva, pues nuestro conocimiento siempre estará determinado por cómo nuestra mente percibe las cosas y por cómo las formula. El filósofo de Königsberg consagró gran parte de su vida a estudiar la naturaleza de la realidad y creó toda una teoría deontológica basada en la capacidad humana para razonar, es esta capacidad única la que nos lleva a obrar bien o mal de acuerdo con un código moral. Para Kant, ni los deseos ni las emociones proporcionan una base racional para tomar decisiones acertadas. 

Nietzche se preocupó por estudiar la relación entre la verdad objetiva y el lenguaje, en el contexto de cómo el hombre origina y desarrolla los conceptos. Tales conceptos son la herramienta para lograr una uniformidad en la descripción de la naturaleza, lo que facilita la comunicación. 

El que yo considero mayor filósofo del siglo XX, Bertrand Russell, desarrolló la teoría de la correspondencia epistemológica como el establecimiento de una biyección entre los hechos y los enunciados. Pero el problema, ya expresado por Nietzche, es que la relación de los conceptos y las palabras que designan a los objetos con los objetos en sí no proporciona una descripción perfectamente definida, las palabras pueden ser vistas como metáforas que guardan cierta componente de arbitrariedad. Además la cultura ha ido asociando términos y signos a los objetos y estas asociaciones también pueden afectar a la representación mental de la realidad.

Con todo, yo no creo que pueda utilizarse la filosofía como una justificación de la posverdad. Bien al contrario, la filosofía se ha esforzado a lo largo de los siglos por comprender los sesgos que afectan a nuestra manera de percibir o de razonar, a los obstáculos que pueden interponerse en nuestros intentos por alcanzar la verdad objetiva.También podría argumentarse que, para la ciencia, la verdad parece ser algo siempre provisional. Y es que, efectivamente, la descripción científica del mundo está sometida a un escrutinio permanente y las teorías científicas que describen la realidad son consideradas aproximaciones sucesivas, descripciones progresivamente más precisas. Así la mecánica de Newton puede ser vista como una primera aproximación de la teoría de la gravitación, mientras que la teoría de la relatividad general Einstein tiene una mayor precisión y es capaz de explicar fenómenos físicos sobre un mayor rango de dimensiones físicas. 

A veces la provisionalidad de la verdad científica es criticada duramente. Nos quejamos de que los científicos dicen un día que la mantequilla o los huevos son malos para la salud y al poco tiempo dicen lo contrario. Sin embargo, este escrutinio permanente de la verdad científica solo debería considerarse de manera positiva, pues refleja la dificultad y el esfuerzo del mundo de la ciencia por alcanzar el mayor acercamiento posible a la verdad. El científico no tiene ningún escrúpulo por reconocer que un estudio previo fue insuficiente y que debemos cambiar nuestras conclusiones a la vista de nuevos datos. Todo lo contrario: es su método de trabajo. Es cierto que un estudio pretendidamente científico argumentó un día sobre una supuesta relación entre la vacunación y el autismo. Pero no es menos cierto que ese estudio fue completamente rebatido por muchos otros estudios y los autores del primero fueron separados sin contemplaciones del mundo de la ciencia y de la práctica de la medicina. No hay ningún argumento hoy que justifique la no vacunación. Es sorprendente que esas ideas se extiendan para pasar a formar parte de una absurda posverdad.

Con el método científico, que incluye la experimentación, el hombre es capaz de ofrecer la descripción más objetiva posible de la realidad. En el experimento de los cubos de agua con el que Locke ilustraba el relativismo, un científico introduciría un termómetro en cada uno de los cubos y mediría la temperatura para dar así la descripción más objetiva posible, y por tanto imparcial, de esa realidad física. Aunque su verdad sea siempre provisional, el científico siempre posee la información más fiable posible. Su descripción de la realidad es más objetiva que la que puede ofrecer otros tipos de conocimiento como el arte, las religiones u otros tipos de creencias. la obligación del científico es pues facilitar la información más fiable posible de acuerdo con el estado actual del conocimiento contrastado. El cambio climático, la vacunación, los alimentos transgénicos, la homeopatía, las técnicas de adivinación, los extraterrestres,... 

La ciencia tiene hoy las ideas muy claras sobre estos y muchos otros temas. Vemos pues cómo los científicos nos encontramos en plena época de lucha contra la posverdad. Resulta descorazonador que, en pleno fragor de la batalla, tras escoger "posverdad" como palabra del año 2016, el siempre acertado Diccionario Oxford haya declarado palabra del año 2017 a un término muy relacionado con el primero, fake news o falsas noticias, un fenómeno que dota de nuevas dimensiones a esta plaga de posverdad.

Si la obligación del científico es proporcionar información fiable, la obligación del político es dejarse de mandangas de posverdad para elaborar sus políticas públicas sobre la información proporcionada por la ciencia, ésta es la base más firme y fiable sobre la que fundamentar sus decisiones.



Dibujo de Santiago Siqueiros para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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