Mostrando entradas con la etiqueta Política de género. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Política de género. Mostrar todas las entradas

miércoles, 29 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] Las pioneras





La cultura española no se lo puso fácil a las primeras literatas. Pronto comprendieron que su tiempo no había llegado, pero ejercieron de formidables quitanieves luchando por abrirse camino en medio de una cerrada misoginia, comenta en El País Anna Caballé Masforroll, escritora y crítica literaria, que el próximo septiembre publica en Taurus su libro Concepción Arenal. La caminante y su sombra

Caballé comienza su artículo contando lo que Rüdiger Safranski dice en su libro sobre la amistad entre Goethe y Schiller: que cuando Madame de Staël anunció al primero su próxima visita a Weimar, prevista para las Navidades de 1803, con el propósito de conocer al gran hombre, Goethe corrió consternado a casa de Schiller: ¿qué pretendía aquella notable mujer con su visita? Los dos amigos experimentarían un gran alivio cuando se fue, tres meses después de su llegada. Germaine Staël tampoco se mostró muy entusiasta de sus conversaciones con los dos grandes poetas alemanes: no encontró en Weimar ninguna de las cosas que le interesaban: algo de amor, poder o el brillo de la gran ciudad. Sin embargo, con aquella y otras visitas al país germano armaría un gran libro, De l’Allemagne, decisivo en el conocimiento y la admiración de franceses y españoles por la nueva cultura germánica. Interesa subrayar aquí el estupor de Goethe: ¿quién quería sostener una conversación intelectual con una mujer, fuera de París, donde las mujeres sí lograron abrir durante la Ilustración un espacio de cultura maravilloso gracias a sus preciados salones? Mary Wollstonecraft se había hecho eco ya de los cambios que se avecinaban en su ensayo Vindicación de los derechos de la mujer, analizado recientemente por Charlotte Gordon en una biografía donde se considera aquella figura excepcional en relación a su hija, Mary Shelley.

Desde luego, la cultura española no se lo puso fácil a las primeras literatas que creyeron en los nuevos ideales que inflamaron el romanticismo, a excepción de Juan Eugenio Hartzenbusch, su principal apoyo. Hartzenbusch, el hombre que amaba a las mujeres. Muy pronto, aquellas pioneras comprenderían que su tiempo no había llegado, pero, en todo caso, ejercieron de formidables quitanieves luchando por abrirse camino con sus obras en medio de una cerrada misoginia. A la que firmaría más adelante con el seudónimo de Fernán Caballero, su padre, el influyente Nicolás Böhl de Faber, furioso con las ideas defendidas por Wollstonecraft, le escribió: “El día que quemes sus Rights of Women será para mí un gran día”. Y es que su joven hija Cecilia, deseosa de recibir la bendición paterna, le había consultado qué opinaba sobre el ensayo que tanto citaba y admiraba su madre, la también literata gaditana Francisca Larrea. Para el cónsul alemán, el libro no podía ser más dañino: “La esfera intelectual no se ha hecho para las mujeres. Dios ha querido que el amor y el sentimiento sean su elemento. Cuando Ícaro se acercó demasiado al sol, cayó al agua, y lo mismo sucedió a madame Wollstonecraft. ¿Por qué son desgraciadas todas las mujeres sabias? ¿Por qué se las detesta? ¿Por qué se las ridiculiza, por lo menos?”. La forma de reaccionar a esa hostilidad generalizada que solo la tenacidad del feminismo ha conseguido disolver, al menos en amplios sectores de la sociedad, determinaría la trayectoria de cada literata. En general, limitaron su talento para evitar choques, se recluyeron en el misticismo o bien aceptaron una masculinización impuesta que las sumía en la mayor confusión sobre sí mismas. Cuando Nicasio Gallego subrayó el “varonil vigor” de la literatura de Gertrudis Gómez de Avellaneda, ella respondería expresando sus dudas: “Yo no lo sé, creo que ningún hombre ve ciertas cosas como yo las veo, pero no niego que nunca descollé por cualidades femeninas”. Se entiende que las cualidades en las que estaba pensando eran el gusto por el hogar o las labores de aguja, pues la maternidad, aunque fugaz, sí fue intensamente vivida por la novelista cubana.

El caso más interesante en el conflicto que se plantea en el siglo XIX entre razón (hombre) y naturaleza (mujer) es el que ofrece Concepción Arenal, la pensadora (declino la palabra también en masculino) más importante del siglo XIX. Para poder abrirse camino intelectualmente se deshizo de corsés y crinolinas adoptando una cómoda indumentaria masculina en su juventud que le permitió acceder, mal que bien, a las aulas universitarias y trabar sólidas amistades. Sus ensayos sobre la moralidad pública, la necesidad de una sociedad civil concebida como contrapoder, el derecho de gentes o la urgencia de una reforma penitenciaria mostraban a las claras una inteligencia brillante, dominada por la lucidez. Sin embargo, su influencia sería mínima y no se contó con ella cuando tímidamente se abordaron las primeras reformas en el mundo penal. Vestirse de hombre no era suficiente, solo incrementaba su excentricidad y que la señalaran con el dedo. Arenal adoptó un aspecto que transmitía una gran severidad, pero era solo un escudo protector ante la maledicencia. Por ello defendió el derecho de las mujeres a intervenir activamente en la sociedad: “¿Cómo una mujer ha de ser empleada de aduanas? Solo pensarlo da risa. Pero una mujer puede ser jefe del Estado”. Era su razonamiento, porque no hay lógica que justifique tan absurdo criterio: una mujer puede ser madre de Dios, pero no puede dedicar su vida al sacerdocio. Tampoco le servirían de mucho los dos ensayos. En su tiempo se aceptó que su extraña vocación por la filosofía era fruto de una inteligencia masculina en un cuerpo de mujer, y así lo repetía la prensa una y otra vez, escribiendo con asombro sobre su talento viril, y desentendiéndose al mismo tiempo de la fuerza de sus ideas. La soledad moral de Arenal iría en aumento hasta darse casi por vencida en los últimos años. Casi, porque siguió trabajando y publicando hasta el final. Una vez desaparecida, de su política del espíritu, destinada a despertar a las élites liberales, no han quedado más que un par de frases. Pero sus correspondencias con el pensamiento de Martha Nussbaum son asombrosas: ambos se fundan en la empatía (que Arenal llamaba compasión) y tiene que ver con la idea de que es posible conectar con los otros, por diferentes que sean. No solo es posible, es un deber ético el intentarlo, y con ello se fomenta una cultura cívica y verdaderamente democrática. De ahí su frase, inspirada en el Tartufo de Molière, “odia el delito y compadece al delincuente”.

Es posible que ahora, en plena reescritura de la tradición cultural, se vea con un cierto hartazgo la presencia femenina, pero está respondiendo a la necesidad de romper con un orden —intelectual, científico, artístico, moral y económico— que ignoraba a la mujer como albergue del logos (la expresión es de María Zambrano, vista por los poetas de su generación como una pedante insufrible). Piénsese en lo que puede ocurrir si a una niña le destruimos su voluntad, sus propósitos, sus preferencias y aficiones cuando no se ajusten a un modelo determinado. Si le negamos su derecho a saber y minimizamos su talento, exigiéndole, además, que su físico sea el que nos conviene a nosotros. ¿Qué obtendríamos de toda esa presión? Pensar en ella ayuda a comprender de dónde venimos.



Dibujo de Raquel Marín para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt





Entrada núm. 4566
elblogdeharendt@gmail.com
"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

miércoles, 29 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Guerra de sexos





Tanto la izquierda como la derecha yerran en el diagnóstico y en la solución. La derecha no ve que las diferencias entre hombres y mujeres son más producto de la sociedad que de los genes; la izquierda resta importancia a la diferencia biológica, comenta en El País Víctor Lapuente Giné, profesor de Ciencias Políticas en la universidad sueca de Gotemburgo, y uno de mis columnistas preferidos.

Si hay pocas mujeres en los puestos directivos de grandes empresas o en profesiones tecnológicas, comienza diciendo, ¿es porque sufren discriminación? ¿o simplemente porque hombres y mujeres somos diferentes? Es un debate candente en todo el mundo. El detonante fue el despido de un empleado de Google que cuestionó las políticas de discriminación positiva de la empresa. Afirmó que esas medidas para facilitar la incorporación de mujeres eran autoritarias e ignoraban montañas de evidencia científica sobre las divergencias innatas entre hombres y mujeres.

Pero, en el éxito electoral de Trump y otros políticos defensores del “hombre blanco”, latía ya la frustración de muchos ciudadanos contra unas élites progresistas que estarían exagerando los problemas laborales de las mujeres. Que el objetivo de Hillary Clinton, abogada multimillonaria de buena familia, fuera romper el techo de cristal que impedía a las mujeres llegar a la Casa Blanca fue percibido en el Medio Oeste americano como un desprecio para quienes estaban padeciendo el techo de plomo de la desindustrialización. A su vez, esta actitud contra Clinton irritó a las clases educadas de las costas americanas.

En España, las cuotas femeninas, el caso Juana Rivas, o incluso algunos desagradables coletazos del juicio a la horripilante “manada de Pamplona” también han hecho que discusiones sobre cómo nuestro marco legal debe proteger a las mujeres hayan desembocado en espirales de insultos entre posiciones enconadas.

Se ha desatado una guerra ideológica sobre políticas de género. Por un lado, los progresistas restan importancia a las diferencias biológicas. Cualquier desproporción laboral entre mujeres y hombres es fruto de la discriminación. Por ello, proponen que los gobiernos impongan cuotas femeninas a empresas y administraciones.

Por el otro, los liberal-conservadores defienden que hombres y mujeres somos biológicamente distintos. Desde la más tierna infancia, a los niños les gustan más las cosas y a las niñas, las personas. Con lo que ellas eligen profesiones relacionadas con el cuidado y las relaciones sociales, como las ciencias médicas y sociales. Y ellos, carreras tecnológicas. La derecha se opone a alterar ese orden natural con discriminaciones positivas. Sería ir contra el Dios que nos ha hecho a nosotros de barro y a ellas de una costilla.

Tanto la izquierda como la derecha yerran en el diagnóstico y en la solución. Cegada por su determinismo biológico, la derecha no ve que las diferencias entre hombres y mujeres son más producto de la sociedad que de los genes.

La naturaleza marca. La probabilidad de que, evolutivamente, hombres y mujeres —que presentamos notables variaciones genéticas y hormonales— seamos psicológicamente idénticos es casi nula. Sería un milagro que, con un material tan distinto, hombres y mujeres acabáramos prefiriendo lo mismo en las mismas proporciones. Los estudios científicos lo corroboran. Los chicos tienen un mayor interés en ingeniería, ciencia y matemáticas, y las chicas en arte y ciencias sociales. Las mujeres tienden a experimentar más emociones negativas, como culpa, vergüenza o ansiedad; pero también son más benevolentes y universalistas. Además, algunas divergencias entre los sexos se detectan al poco de nacer, cuando los bebés no han sido aún expuestos a una sociedad sexista.

Esta evidencia parece inapelable, pero es problemática. Las diferencias entre hombres y mujeres son por lo general estadísticamente significativas, pero sustantivamente pequeñas. Es decir, no explican las notables brechas entre hombres y mujeres en muchas profesiones. Asimismo, tratar el sexo como una categoría dicotómica es reduccionista, porque somos multidimensionales. Por ejemplo, que muchas chicas prefieran las ciencias sociales a carreras tecnológicas no se debe a que ellas sean peores en matemáticas sino a que las estudiantes buenas en matemáticas son, al mismo tiempo, excelentes en habilidades lingüísticas. En contraste con los chicos, que son más incapaces de ser buenos en ambas dimensiones.

Y los hábitos sociales pueden alterar las predisposiciones naturales. Por ejemplo, la diferencia en aptitudes matemáticas entre chicos y chicas es más baja en las regiones de la antigua Alemania Oriental, donde el régimen comunista legó una cultura de mayor igualdad de género, que en las de la Alemania Occidental.

En definitiva, las enormes distancias laborales entre mujeres y hombres no responden tanto a la biología como a nuestras costumbres. Desgraciadamente, seguimos socializando a niños y niñas de forma diferente, con actitudes, y juguetes, que reproducen los estereotipos de género.

Pero, al mismo tiempo, la izquierda, ofuscada por su determinismo social, no ve que, en la búsqueda de la igualdad, algunos contextos sociales acaban perjudicando a los hombres. Por ejemplo, mientras en biomedicina las mujeres necesitan ser 2,5 veces más productivas que los hombres para obtener la misma evaluación de méritos, en otros contextos científicos las candidatas femeninas pueden tener una ventaja de 2 a 1 sobre los candidatos masculinos.

Y ambos bandos ideológicos también se equivocan en su actitud maniquea hacia las cuotas. A pesar de las críticas de muchos liberal-conservadores, la introducción de cuotas en algunas empresas o partidos políticos ha ayudado a las mujeres en un doble sentido. Primero, da a las jóvenes modelos a seguir en profesiones que parecían reservadas para los hombres. Segundo, la comparación entre unas organizaciones que adoptan cuotas y otras que no facilita un debate basado en la evidencia y no en la estridencia.

Y, a diferencia de lo que opinan muchos progresistas, que los gobiernos impongan unas cuotas femeninas concretas puede ser contraproducente. Por ejemplo, Noruega ha buscado la igualdad de género con regulaciones duras, como sanciones a las empresas que no tengan un 40% de mujeres en sus consejos de administración. Pero esas medidas apenas han alterado el escaso poder efectivo de decisión de las mujeres ni su práctica ausencia en los puestos directivos más importantes. Por el contrario, Suecia ha optado por vías más sutiles, pero a la larga más efectivas, enfatizado más una socialización igualitaria en las escuelas y concienciando sobre la diversidad en el ámbito laboral, en lugar de medidas coercitivas. Empresas, partidos e instituciones suecas experimentan con distintas cuotas y fórmulas para fomentar la igualdad de género. Se comparan y aprenden.

La derecha debe entender que muchas pautas de comportamiento social discriminan a las mujeres. Y la izquierda que no es machista analizar científicamente los efectos de las medidas de discriminación positiva.

Unos y otros han utilizado las diferencias de género para continuar con su enfrentamiento dogmático. ¿Por qué lo llaman sexo cuando quieren decir odio al adversario político?



Dibujo de Eulogia Merle para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt





Entrada núm. 4056
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)