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lunes, 18 de junio de 2018

[PENSAMIENTO] Contra la Ilustración



La Escuela de Atenas (Rafael de Sanzio, 1512)


Como "Las contradicciones de un conservador heterodoxo", subtitulaba el profesor de la Universidad de Valencia, Mikel Arteta, doctor en Filosofía Política, su artículo en Revista de Libros en el que reseñaba el libro Ser conservador y otros ensayos escepticos (Madrid, Alianza, 2017) del filósofo británico Michael Oakeshott. Lo leí a finales de abril pasado y me pareció merecedor de subirlo al blog. Les animo a continuar su lectura.

Quizás Oakeshott, concluye su reseña el profesor Arteta, acepte un método para descubrir leyes o verdades científicas, pero no parece preocupado por la justicia de las leyes que construimos entre todos y para todos. Y aquí chocará con el racionalista del mejor legado ilustrado. Sin duda, ambos coincidirán en que aprendemos de las tradiciones en que crecemos. Pero esta constatación desnuda no permite saber si lo aprendido (ciegamente) es bueno o malo, justo o injusto. Lo importante sería poder al menos aprender (justificada y conscientemente) de los momentos históricos en que fracasa la tradición. Sólo entonces la historia será magistra vitae: salta la alarma, se cuestiona lo que acríticamente se asumía (verbigracia, un paradigma económico tras una crisis; el nacionalismo tras Auschwitz) y se produce un aprendizaje social intencional que, como el constitucionalismo democrático, quedará plasmado institucionalmente. ¿Es acaso imposible? ¿Indeseable? 

Es este uno de los libros más conocidos del gran filósofo británico Michael Oakeshott (1901-1990), señala Arteta, cuyo prestigio irá siempre ligado a una filosofía política de posguerra que arracimó a autores de la talla de Leo Strauss, Friedrich Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin o John Rawls. Si, para The Guardian, Oakeshott constituye «quizás el filósofo político más original de la centuria», para The Daily Telegraph fue «el mayor filósofo político en la tradición anglosajona desde Mill o incluso Burke». Justos o excesivos, estos elogios se refieren en buena medida a esta obra, que difícilmente dejará de reeditarse.

Michael Oakeshott fue educado en un colegio mixto donde se cultivaban a la par la responsabilidad social y el individualismo. Estudió Historia y Ciencia Política en Cambridge; y en 1925 se trasladó a Alemania para estudiar Teología. Tras combatir en la Segunda Guerra Mundial, y realizar un breve paso por Oxford, relevó a Harold Laski en su cátedra de Ciencia Política de la London School of Economics hasta 1968.

Hijo de su tiempo, su obra nos invita a huir de extremismos ideológicos; esos que hicieron empantanar a un mundo que, por más martillazos que le den, no encaja en rígidos esquemas. Y la tarea no es sencilla, pues, tal y como nos advierte, nuestra cultura está dominada por el racionalismo, maestro en rígidos esquemas, y en martillazos. Asumido esto sin fatalismos, pero precaviéndose, defenderá una política prudencial, es decir, del sentido común. Nos encontramos, en fin, ante un conservador, pero un conservador escéptico, liberal incluso. Heterodoxo, en cualquier caso. Un hombre de hábitos sencillos: cuentan que alguien dijo en su entierro que le habría gustado «porque no ha tenido nada de extraordinario».

Rationalism in Politics and Other Essays fue publicado por primera vez en 1962, y en él se recopilaban ya estos cuatro ensayos independientes pero bien avenidos, publicados previamente en revistas académicas. Oakeshott no es un filósofo sistemático, y aunque los ensayos están atravesados por un hilo reconocible, la lógica argumental no resulta siempre fácil de reconstruir. En cualquier caso, la secuencia expositiva del libro cobra sentido atendiendo a la intención del autor: el primer ensayo, cuyo objetivo es criticar «El racionalismo en la política», ofrece una exposición bastante exhaustiva de las tesis de Oakeshott. El segundo («La torre de Babel») y el tercer ensayo («La educación política») vienen a desarrollar algún punto tratado en el primero; colegir, en el último ensayo, que hay que «Ser conservador», cae por su propio peso. The Independent calificó todo esto como la más «elocuente y profunda defensa filosófica del conservadurismo que el presente siglo haya producido», y comparó a Oakeshott con Michel de Montaigne (uno de sus grandes admirados, junto a David Hume) por su «compostura, humor, discreción y moderación».

Comienza el libro perfilando al racionalista: «un enemigo de la autoridad y del prejuicio» (p. 34), receloso del hábito (esa acción irreflexiva que desde temprano canaliza nuestras interacciones), y tan empeñado en reflexionar sobre la adecuación de cada una de sus acciones a los ideales morales, que acaba segando la hierba bajo sus pies.

Cada generación, de hecho, cada administración, debería ver desplegada ante sí la sábana blanca de la posibilidad infinita. Y si por algún casual esta tabula rasa hubiera sido pintarrajeada por los irracionales garabatos de los ancestros guiados por la tradición, entonces la primera tarea del racionalista debe ser la de dejarla bien limpia; como destacó Voltaire, la única manera de tener buenas leyes es quemar todas las existentes y empezar de nuevo (p. 39).

Este adanismo se consagró con el giro copernicano abierto por Descartes y Bacon. Buscando esquivar los errores a que nos condena la «razón natural», ambos emprenden una «purga de la mente». Edifican un método, una técnica de investigación con reglas aplicables mecánica y universalmente (pp. 54-55 y 57).

Desde entonces, el racionalista persiste en filtrar toda sustancia de la tradición por el tribunal de la razón. Tanto menosprecia la práctica que ha intentado reducir cada arte a principios y reglas formales contenidas en un libro virtual. Concretamente, el arte político quedará reducido a rácanas ideologías: «una reducción formalizada del supuesto substrato de verdad racional contenido en la tradición» (p. 38).

Hoy, en todas partes, una administración racional (pp. 35-37) planifica y gestiona aplicando las técnicas de su propio libro a rajatabla. Pero, como denuncia con tino el autor, los ideales (y las reglas derivadas) plasmados en el libro no conforman una teoría que antecede a la práctica, sino que son producto de la práctica humana: el pensamiento reflexivo infiere regularidades y realiza abstracciones desde la práctica (p. 111). Por eso, insistir sólo en la técnica, perdiendo de vista que la experiencia (política en este caso) es su condición de posibilidad, supone literalmente descabezar la tradición y torpedear la reflexión.

No es que el racionalismo elimine los hábitos (consustanciales a toda «vida moral»), sino que, al repudiarlos, alumbra una «forma de vida moral» que nos genera un perpetuo desgarro y nos impide pensar, practicar y disfrutar convenientemente de dichos hábitos (p. 115). Esa forma de vida, tan celebrada, es, en realidad, «una desgracia» que condena a cualquier sociedad a la anomia. Pero es una desgracia con la que habremos de lidiar, pues arraiga en lo hondo de nuestra tradición: ya en el mundo grecorromano fueron perdiendo vitalidad los antiguos hábitos y la cristiandad dejó de ser una forma de vivir para pasar a abrazar ideales morales. ¿Por qué? Por la «necesidad de traducir el modo de vida cristiano a una forma que pudiera ser apreciada por quienes, teniendo que aprender el cristianismo como una lengua extranjera, tenían necesidad de una gramática» (pp. 119-122).

Profundizando en este chispazo analítico, se atreve con algunas abstracciones interesantes sobre la necesidad histórica del racionalismo político (pp. 67-74). Resulta que, en tres ámbitos distintos, se requirió impartir educación política ad hoc a quienes no habían sido educados en la práctica política (durante las dos generaciones que hacen falta para manejar bien cualquier arte). Ofreciendo reglas, Maquiavelo pudo atender a gobernantes sin tradición de serlo. En otro orden, las clases sociales necesitaron una guía que paliase su falta de educación. Oakeshott ve con buenos ojos ofrecerles un resumen de la tradición política, algo insuficiente pero necesario (p. 139). Entre dichos resúmenes destaca el Segundo Tratado del Gobierno Civil, de John Locke; pero otros, como los de Jeremy Bentham y William Godwin, serían pura secta racionalista deseosa de encubrir «todo rastro de hábito político y tradición en su sociedad con una idea puramente especulativa». En tercer lugar, cabría pensar en toda una sociedad, como la estadounidense, que fue llamada a ejercer la iniciativa política por su cuenta y sin previo aviso, dando paso al alumbramiento de una civilización de hombres hechos a sí mismos de manera autoconsciente, racionalistas por circunstancia y no por reflexión, que no necesitan persuadirse de que el conocimiento se inicia con una tabula rasa y que ni siquiera consideran la mente libre como el resultado de alguna purga artificial cartesiana, sino como el regalo de Dios Todopoderoso, como dijo Jefferson (p. 72).

En conclusión, la sociedad, el político o el gobierno racionalista es el que solamente pone su empeño en una «política empírica», desnutrida de toda práctica. Esta es, paradójicamente, una política de la fe, aferrada a la «perfección» y a la «uniformidad»: el racionalista cree que «no puede haber lugar para preferencias que no sean racionales, y [que] todas las preferencias racionales coinciden necesariamente» (p. 41). Por eso está más ilusionado por crear nuevos acuerdos, cincelando a la sociedad a imagen de los principios, que por cuidar de los ya existentes. Y, en este sentido, incluso Caminos de servidumbre, de Friedrich Hayek, sería pura ideología racionalista: un «plan para resistir toda planificación puede ser mejor que lo contrario, pero pertenece al mismo estilo de política» (p. 64).

En su lugar, Michael Oakeshott abraza una política del escepticismo: conservador será quien, sin mayores anhelos, se ocupe de los acuerdos políticos que constituyeron su sociedad. Conocerá al detalle, a fuer de leer buenos resúmenes de la tradición y de la práctica, los recursos que ofrece su tradición; pero no intentará usarlos para construir una sociedad armónica y se conformará con parchear los conflictos que nunca dejarán de ir surgiendo. Gobernar, para él, será «arbitrar» o «moderar» (pp. 192-193).

Con un pensar alegre y una prosa que huele a británica desde la primera página, se nos invita a una narración que prescinde de determinaciones y categorías rígidas, con afirmaciones que vuelven sobre sus pasos no pocas veces, ofreciéndonos contornos reconocibles pero flexibles, frente a los cuales se puede entrar a discutir sin cavar trincheras. Hagámoslo.

Primero. Advertiremos que entre los dos tipos puros de política que acabamos de exponer hay un continuum, un necesario mestizaje desde el cual se tiende más a una o a otra. Pero, en beneficio de su argumentación, Oakeshott trata de ocultarlo muchas veces para así hacer del racionalista un «muñeco de paja», esto es, una caricatura cuyo racionalismo no se compadece con las sucesivas críticas a la razón que cualquier racionalista, si de verdad profesa amor a la razón, debería haber hecho suyas. Desaparecido queda ese racionalista que, según Karl Popper, es «alguien para quien es más importante aprender que tener razón; alguien dispuesto a aprender de los demás, no sólo asumiendo las opiniones de los otros, sino dejando con gusto que otros critiquen sus ideas mientras él critica con gusto las ideas ajenas. El énfasis recae aquí en la noción de crítica, o, para ser más precisos, discusión crítica».

Segundo. Oakeshott apunta con tino y gracia a un síndrome de época, un racionalismo sociológico, por llamarlo de algún modo, que ha terminarlo por fagocitarlo todo:

Lo que en el siglo XVII era L’Art de penser hoy se ha convertido en Tu mente y cómo usarla, un plan de expertos mundialmente famosos para el desarrollo de una mente instruida por una parte del precio habitual. Lo que era el Arte de vivir se ha convertido en la Técnica del éxito, y las iniciales y más modestas incursiones de la soberanía de la técnica en la educación han florecido en el Pelmanismo (p. 59).

Difícilmente podríamos reprochar su crítica de un fenómeno que eleva al paroxismo el conocimiento técnico. Pero, sibilinamente, se excede al identificar una dinámica «racionalizadora», que en buena medida nos trasciende (y que ya fue denunciada por Max Weber y, a su modo, todavía antes, por Karl Marx, el mayor demonio ideológico/racionalista), con las pretensiones del racionalista. Se diría que intenta desacreditar al racionalismo para allanarse el camino y darnos pinceladas de su propia ideología liberal: el gobierno conservador no debe dirigir la acción de los ciudadanos ni soñar con un punto final (racional) del conflicto político. Parece que unas ideologías le disgustan más que otras porque, a despecho de lo que afirma, su propuesta no queda tan lejos de la de Hayek.

A la hora de la verdad, nuestro heterodoxo conservador flirtea con un liberalismo individualista y descarnado. Partiendo de un individuo que no está obligado a justificar sus preferencias («no somos niños en statu pupillari», p. 193), Oakeshott defenderá un Estado mínimo («árbitro») que, para gobernar con «neutralidad», rehúye generalidades como el «bien público» o la «justicia social» (p. 198).

Tercero. Aferrado a este raro individualismo, asegura que «ser conservador es estar a la altura de nuestra propia fortuna, vivir en sintonía con nuestros propios medios, conformarse con aspirar a un grado de perfección acorde con uno mismo y a sus circunstancias» (p. 165). Pero lo que en el ámbito de la vida buena de cada cual (ética) podría asociarse con un carácter virtuoso, da lugar en política a una concepción descorazonadora. Siguiendo esta lógica, Oakeshott se niega a concebir la política como «la sombra que arroja la economía», realza la importancia de la «institución de la propiedad privada» y considera que «la principal (quizás la única) actividad específicamente económica apropiada para el gobierno es el mantenimiento de una moneda estable» (p. 199). Se entiende, por la época en que escribe, su recelo ante el gran Estado. Pero si esta es la única tarea económica que el conservador reservaría al Gobierno (hoy delegada normalmente en bancos centrales para evitar estropicios del pasado), cabe preguntarse dónde queda el resto de la política económica: promoción de exportaciones, protección puntual de la competencia en sectores estratégicos, reconversiones, regulación del mercado de trabajo, fiscalidad, financiación y redistribución, así como otras medidas que, por cierto, ponen coto al alcance de la propiedad privada. Reducir tanto la dimensión económica de la política parece, más que una postura «neutral», una forma de no cuestionar la legitimidad del poder político (la justicia de la ley) y de fiar su legitimación al vínculo tradicional, no siempre exento de injusticias.

Cuarto. Nuestro filósofo puede alcanzar muchas de sus conclusiones gracias a un presupuesto previo, que aflora tras apuntillar a René Descartes y Francis Bacon: «la formulación precisa de normas de investigación pone en peligro el éxito de la investigación al exagerar la importancia del método» (p. 62). Cabría replicar que un racionalista no caricaturizado ya sabe que la reflexión sin tradición es «vacía»; y, puesto que no hay teoría que no brote de la práctica, tal racionalista nunca menospreciará dicha práctica (ni ignorará la costumbre, ni pretenderá prescindir de ¿nuevas? convenciones) para elaborar métodos que le permitan conocer mejor lo investigado con el fin de investigar mejor. Pero, como también sabe o sospecha que la tradición sin reflexión es «ciega», ese racionalista dudará, por ejemplo, de que lo moral (lo que todos tenemos por justo) esté mucho más cerca del hábito puro que de la reflexión. Asumiendo que la tradición navega a la deriva, el racionalista intentará dar con criterios y erigir métodos no sólo para descubrir verdades (falsables) que nos quedaban ocultas, sino también para moverse procedimentalmente hacia lo justo (revisable) desde una tradición cualquiera, pues en un grado u otro todas las verdades albergan puntos ciegos. En otras palabras, nadie puede guiarse en la vida sólo por medio de un romo método, pero resultaría peligroso desprendernos de procedimientos con los que filtrar nuestros sesgos y tomar distancia reflexiva frente a lo cotidiano. Al final se trata de dónde queramos poner el acento.

Quizás Oakeshott acepte un método para descubrir leyes o verdades científicas, pero no parece preocupado por la justicia de las leyes que construimos entre todos y para todos. Y aquí chocará con el racionalista del mejor legado ilustrado. Sin duda, ambos coincidirán en que aprendemos de las tradiciones en que crecemos. Pero esta constatación desnuda no permite saber si lo aprendido (ciegamente) es bueno o malo, justo o injusto. Lo importante sería poder al menos aprender (justificada y conscientemente) de los momentos históricos en que fracasa la tradición. Sólo entonces la historia será magistra vitae: salta la alarma, se cuestiona lo que acríticamente se asumía (verbigracia, un paradigma económico tras una crisis; el nacionalismo tras Auschwitz) y se produce un aprendizaje social intencional que, como el constitucionalismo democrático, quedará plasmado institucionalmente. ¿Es acaso imposible? ¿Indeseable?





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Harendt






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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

miércoles, 5 de julio de 2017

[Pensamiento] La trastienda moral de las ideas políticas



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512, Museos Vaticanos)


George Lakoff (Berkeley, 1941) es un investigador norteamericano de lingüística cognitiva. Es profesor de lingüística en la Universidad de California en Berkeley. Fue unos de los fundadores de la Semántica generativa en lingüística en la década de 1960, de la Lingüística cognitiva en los 70, y uno de los investigadores de la Teoría neural del lenguaje durante la década de 1980. Ha sido profesor en las universidades de Harvard y Michigan y en el Center for Advanced Study in the Behavioral Sciences en Stanford, y desde 1972 en la Universidad de California en Berkeley. y luego comparte estudios con el filósofo venezolano Rodolfo Alonzo y con el catedrático uruguayo Miles Ricardi. Lakoff fue miembro fundador del Instituto Rockridge, una organización dedicada a la investigación y la educación, sin ánimo de lucro, orientada especialmente a la reforma social desde una perspectiva progresista. Es también miembro del comité científico de la Fundación IDEAS española.

El profesor de la Universidad de Valencia Mikel Arteta, doctor en Filosofía Moral y Política, reseñaba hace unos días en Revista de Libros una de las últimas publicaciones de Lakoff vertidas al español: Política moral. Cómo piensan progresistas y conservadores (Capitán Swing, Madrid, 2016). Espero que les resulte interesante.

«El ser humano no puede acceder de manera inmediata a su modo de pensamiento más profundo. Han sido necesarios muchos estudios en ciencia cognitiva para determinar los detalles de nuestras visiones morales del mundo. [...] Pese a los muchos cambios acaecidos desde 1996, las visiones del mundo básicas y sus mecanismos siguen ejerciendo un papel importante. Quien siga la actualidad política se topará con ellas a diario»: así pone George Lakoff punto y final al epílogo de la reedición, en 2016, de su ya clásico libro Política moral. Cómo piensan progresistas y conservadores, señala Arteta al comienzo de su reseña. Adscrito a la ciencia cognitiva (que define como el «análisis interdisciplinar de la mente», que «explora el funcionamiento de la visión, la memoria, la atención, el lenguaje y el razonamiento en la vida diaria») y, concretamente, a la lingüística cognitiva (preocupada por la conceptualización, el razonamiento y el lenguaje en la vida diaria), Lakoff parte de que nuestras inclinaciones políticas son deudoras de visiones morales del mundo. Heredamos y aplicamos estas visiones de forma inconsciente, mediante un sistema de conceptos cuya relación interna se nos escapa, pero que enmarca nuestro pensamiento a un nivel ideológico, es decir, ni reflexivo ni empíricamente contrastado. Surgirán de ese poso dos principales sistemas morales: el conservador y el progresista. E, interiorizados éstos, sucede que cuando lo registrado por nuestros sentidos no encaja con nuestro circuito neuronal, con la visión del mundo que arroje nuestro sistema moral, «el cerebro modifica lo registrado, dentro de lo posible, para que se ajuste» (p. 11). Primera toma de contacto con el ensayo y ya se sabe uno sentenciado.

Muy lejos de ser perfectas máquinas racionales capaces de tasar información, contrastar datos y evaluar prudentemente argumentos y contraargumentos, señala más adelante, nos apresuramos a achicar la disonancia cognitiva, a huir de la complejidad y a confeccionarnos un mundo aprehendido a la medida de nuestros prejuicios: así, a pesar de ingentes estudios, pueden los conservadores negar, impasibles, el calentamiento global; y, los liberales, seguir creyendo en las bondades de la razón y poniendo grandes expectativas en la deliberación a pesar de las pesimistas advertencias de neurólogos y científicos cognitivos. Segunda toma de contacto y resulta que unos yerran por defecto y otros por exceso; pero no debería ocultársenos que la virtud entre dos vicios no necesariamente equidista de los extremos.

En suma, afirma, si los datos han de ser tomados en serio por un oyente, y afectarlo, más vale enmarcarlos con las categorías y semántica propias de su marco cognitivo. Así podrá el emisor de turno hacer avanzar su mensaje en foro público, sin apenas resistencia, pues se valdrá de lo que llamamos «sentido común». Sentido que de neutral y común no tiene nada, y sí mucho de parcial y sutilmente sesgado. En fin: común por extendido. Hacer a los estadounidenses conscientes del trasfondo de postulados morales inconscientes que rigen sus respectivos juicios políticos: ése es el objetivo del libro.

Una lectura optimista colegiría, pues, que desnudando aquello que hay detrás de lo que un conservador o un liberal-progresista tienen por «sentido común» podría llegar a desactivarse el muro de inconmensurabilidad que separa a unos de otros y que, de no derribarse, los mantendrá impermeables a datos y argumentos, comenta más adelante. Una lectura algo más pesimista obligaría, no obstante, a concluir que, si queremos convencer de algo a nuestros interlocutores, más nos valdrá no fiarnos de las «pretensiones de validez» (ni de las que trascienden a nuestros propios juicios y asertos, ni de las que presuponemos al interlocutor), dejar de lado la calidad argumentativa (a la que fía su destino la democracia deliberativa) e invertir esfuerzos (y dinero en think tanks) en circundar al interlocutor concreto y levantar los muros que delineen los moldes morales a los que mejor se adhieran las ideas que queramos transmitir. Veamos, recomponiendo siete pasos de su argumentación, con cuál de las dos lecturas entona más Lakoff.

1. El toque de corneta del estudio empírico lo dará la revelación de las incongruencias que los liberales detectan en los conservadores y viceversa, señala con ironía. Resulta un «rompecabezas» para los republicanos que los liberales defiendan al trabajador mientras ponen palos en las ruedas del desarrollo protegiendo el medio ambiente. Tampoco entienden los liberales que los republicanos se quejen del derroche del Gobierno en políticas asistenciales sin poner luego reparos en endeudarse para financiar/subvencionar a grandes empresas.

2. A partir de advertencias similares, afirma, Lakoff se propone demostrar que existen, aun cuando ni lo sospechamos (él lograría escapar al común desconocimiento desde la atalaya metódica donde la mirada se torna neutral), elementos que vertebran, en cada caso, las diferentes posturas políticas de liberales y conservadores:

¿Qué tiene que ver la oposición al aborto con la oposición al ecologismo? ¿Por qué oponerse al aborto conlleva muy a menudo oponerse también a la discriminación positiva, al control de armas o al salario mínimo? [...] ¿Por qué a los conservadores les gusta hablar de disciplina y dureza, y a los liberales de necesidades y ayudas? (p. 37).

La hipótesis de partida, comenta, será que para dar cuenta de la vertebración basta con inferir/reconstruir los dos «modelos centrales» de familia. En el modelo del Padre Estricto, el padre es el responsable de la protección familiar y la autoridad; la madre dispensará cuidados y los hijos respetarán y obedecerán. El modelo del Progenitor Atento, por el contrario, prioriza el amor, la empatía y la «atención».

3. Pero dichos modelos, sigue diciendo, no ahorman directamente nuestro razonamiento moral, sino que lo rigen de forma mediada. Antes, en su raíz más honda, la moral arraiga en una experiencia universal: dado que todos buscamos la felicidad, el acto moral será el que fomente el bienestar y evite dolor a los demás. Y, partiendo de ahí, el pensamiento moral complejo se desarrollará siempre por medio de metáforas conceptuales (convenciones por las que conceptuamos un ámbito de la experiencia en los términos de otro) que dan barra libre a la imaginación.

Imbuidos de moral judeocristiana, una de las metáforas más básicas sobre las que todos (los estadounidenses, al menos) echarían a rodar su razonamiento moral es la que anuda Bienestar y Riqueza, afirma. El bienestar sería ganancia y el malestar, en general, una pérdida o coste. Y esta metáfora fundante nos permitiría aplicar a su vez la metáfora de la Contabilidad Moral: quien hace el mal acumula deuda; quien hace el bien, crédito moral. La conducta apropiada consistiría, pues, en cuadrar los libros morales.

Obsérvese que, dentro de la lógica impuesta por la Contabilidad Moral, es posible tratar de «cuadrar los libros» de formas bien distintas, dice más adelante. Donde un conservador apostaría por la Retribución, que asienta el «ojo por ojo», el liberal sería más proclive a la Restitución, que apunta al deber positivo de resarcirse de la deuda contraída. Dando continuidad a esta oposición cabría, por ejemplo, contraponer al Trabajo como Recompensa (el conservador tiene al empleador como autoridad legítima y concibe el salario como recompensa) el Trabajo como Intercambio, donde empleador y empleado intercambian, en plena lógica liberal, dinero por trabajo. Es decir, en función del modelo escogido irá cerrándose de un modo u otro el libro de Contabilidad Moral e irá aplicándose a su vez de distinta manera el principio de Equidad: desde el reparto igualitario de cargas al establecimiento proporcional de responsabilidades y necesidades.

4. Así está, señala Arteta, ya preparado el autor para desarrollar los dos modelos morales que ordenan de forma muy distinta similares elementos y que dejan tras de sí un marcado campo semántico en torno a los cuales pivotarán múltiples pero previsibles variaciones.

El «modelo central» de la moral del Padre Estricto cree en la Recompensa y el Castigo, afirma, lo que entraña una idea de la naturaleza humana («conductismo popular»). La idea de base es pesimista: la disciplina y la autoridad son necesarias porque tendemos a corrompernos. Por eso la competición es un elemento moral clave: sin ella, la disciplina cejaría, el talento se desperdiciaría y la sociedad degeneraría. La meritocracia y la jerarquía son fundamentales y así lo acuña el Orden Moral: Dios sobre el humano, el humano sobre la naturaleza, los adultos sobre los niños y los hombres sobre las mujeres. La Fortaleza Moral, en forma de perseverancia, es la virtud frente a las amenazas externas; ante las internas (vicios), la Pureza Moral nos pertrecha de templanza y sacrificio. Ante el Mal, como conjunto de amenazas externas e internas, hay que librar una guerra, erradicando la debilidad. La educación conservadora se basará en esto. Y para el adulto, ya disciplinado, sólo contará el Interés Propio Moral, reedición vulgarizada de una «mano invisible» que nos permite vincular el impulso egoísta con el fin moral que nunca se perdió de vista: si todo el mundo es libre de perseguir su propio interés, habrá más oportunidades para que todos puedan verse satisfechos.

Del mismo modo, continúa diciendo, se reconstruye un modelo central con la moral del Progenitor Atento, el modelo prototípico del razonamiento liberal, al que atribuye un sello femenino (asoma, sin mencionarse, la «ética del cuidado» que Carol Gilligan asoció con el desarrollo moral del sexo femenino). El cuidado (y, por tanto, no una reciprocidad que necesariamente desemboca en la Contabilidad Moral, cabría advertir a Lakoff, a costa de emborronar su teoría) dotará al niño tanto de la capacidad de cuidarse como de cuidar. Pero, en este caso, la obediencia, la competición y el castigo dejan paso a la atención: el niño aprende a través del apego a los progenitores, que velan por él con empatía. Se parte de otra concepción de la naturaleza humana, que requerirá de los padres atesorar Fortaleza Moral para ser buenos modelos. Sus expectativas deben ser realistas y la obediencia habrán de ganársela con autoridad moral. La comunicación resultará fundamental para que el niño tome conciencia de su individualidad y, al mismo tiempo, de su responsabilidad social.

5. Establecido el aparato teórico, señala, se da un quinto y sencillo paso, echando mano de una recurrente metáfora en la política estadounidense –la de la Nación como familia- para así poder proyectar el sistema moral a las ideologías políticas. Consecuentemente, los conservadores propugnan «la moral del Padre Estricto» mientras que los liberales promueven conductas empáticas y de equidad como exige la «moral del Progenitor Atento».

Partiendo de modelos ideales que nos condenan a razonamientos heterónomos, no sorprenderá que cada cual se tenga por ciudadano ejemplar y visualice en el otro al «demonio prototípico» (pp. 194 y ss.), comenta. En el epílogo a esta edición, previa a las elecciones norteamericanas, sólo se menciona a Trump para encuadrar su discurso exacerbado contra los inmigrantes mexicanos en el marco de la jerarquía moral conservadora. Su impúdico supremacismo, demoníaco para la mitad de la población, no hizo sospechar ni siquiera a Lakoff que pudiera ganar las elecciones. Sin embargo, la balanza se reequilibró precisamente porque, como apuntaba ya la edición de 1996, Hilary Clinton lleva veinte años siendo el típico perfil transgresor del orden conservador: mujer engreída, pacifista y proabortista, defensora del «bien común», influyente por su marido y defensora del multiculturalismo (p. 197).

6. Ahora ya puede cotejarse la hipótesis de partida, comenta, comprobando la coherencia de los modelos metafóricos en función de su capacidad de dar cuenta de las propuestas que liberales o conservadores defienden en bloque. Toda la cuarta parte del libro milita en el empeño de confirmar la coherencia de las distintas posturas, acercando su nueva luz a las polémicas sobre prestaciones sociales, impuestos, orfanatos, gasto militar, inmigración, déficit, delincuencia y pena de muerte, medio ambiente, guerras culturales o aborto. Resulta, por ejemplo, que un conservador crítico del Big Government y sus políticas asistenciales (prestaciones para quienes considera que no han sido disciplinados -pobres, solteras embarazadas, etc.-) aceptaría ampliar el déficit si es para beneficiar al ejército o para subvencionar a supuestos empresarios hechos-a-sí-mismos. ¿Por qué unos gastos sí y no otros? No por cinismo, sino porque el ejército, pese a contar con un importantísimo sistema social, se rige a ojos de todos por el Orden Moral. Y porque falazmente se asume (post hoc ergo propter hoc) que quienes han alcanzado el éxito lo cosecharon por méritos propios y hoy son ejemplares merecedores de recompensa.

Una de las últimas en advertir del peligro de este último marco cognitivo, sigue diciendo, fue Mariana Mazzucato en El Estado emprendedor: creer en el empresario de garaje que medra como «self-made-man», hoy implica desconfiar (de) y maniatar al Estado en su faceta de emprendedor. Mazzucato demuestra que casi nunca son tan emprendedores los empresarios como los pintan. En los últimos tiempos, rara vez ameritan la consideración y reconocimiento que los conservadores les profesan, pues resulta que el «capital riesgo público» arriesga mucho más que ellos (como «capital riesgo privado»), por más que sigan idealizados, como «animal spirits», en el mito capitalista. Es decir, ante la inherente incertidumbre de toda innovación (es posible gastar grandes sumas sin alcanzar el éxito del descubrimiento), son las inversiones del Estado, en saco roto si hace falta, las que asumen el riesgo del fracaso. Si acaso la inversión privada llega después, cuando la innovación existe y puede aplicarse productivamente. Cuando apenas hay riesgo. En lugar de generar innovación y productividad, las grandes empresas (que luego son adoradas y subvencionadas) aparecen cada vez más para rentabilizar lo que el Estado ha descubierto gracias al dinero de todos. Consecuentemente, alimentar la idealización del «inventor de garaje» consigue que el retorno de la inversión pública acabe en manos privadas; y encima se reduce el presupuesto del Estado para realizar el resto de sus funciones, incluido su papel emprendedor, para el que no tiene sustituto real.

No obstante, afirma Arteta, como consecuencia del marco mental impuesto, por pobres que sean los conservadores, se alinearán con las grandes empresas, convencidos de la pertinencia de su reproche al Gobierno por la excesiva presión fiscal y la burocracia. Las metáforas cumplirán su función ideológica, pero lo que desasosiega es pensar que de nada serviría al conservador leer detenidamente a Mazzucato, recabar hechos, tumbar falacias.

7. Finalmente, comenta, (quinta parte del libro), para cerrar la teoría, Lakoff mapea las variaciones políticas que de cada modelo central podrían extraerse, haciendo uso de «categorías radiales» que multiplican las alternativas sin romper la coherencia intrasistémica: un libertario, por ejemplo, no sería una categoría aparte, sino sólo un conservador muy pragmático (al buscar antes el interés propio y servirse para ello de la autodisciplina, alterna la jerarquía de principios conservadores), que pone el foco en la no injerencia del Gobierno. Si coincide con los liberales en la defensa de los derechos civiles, será por motivos y con fines distintos.

En toda esta argumentación, comenta después, con la claridad expositiva que adorna al analítico, George Lakoff opera como científico social, adoptando una perspectiva de observador para dar coherencia a los marcos cognitivos de sus conciudadanos (muchos de los cuales resultarán ajenos a los europeos: el modelo del Padre Estricto apenas es reconocible, mientras que «el maltrato infantil es un gran problema en los Estados Unidos, como lo son también el descuido y el abandono de menores», p. 299) y mostrarnos por qué hay argumentos que nunca calan en función de la adscripción política. Pero no pocas piezas del sistema parecen encajarse antes con el martillo pilón que con el fino y preciso bisturí: uno puede aplicar un sistema moral distinto en según qué casos, a disponer; y todo podría explicarse por variaciones respecto del modelo central, abriéndonos, mediante un amplio juego de combinaciones, a una ilusión de libertad que nos viene vedada desde la temprana exposición de los modelos centrales. Si algo puede reprochársele al sistema expuesto es el alcance explicativo que pretende arrogarse; si con tales orejeras se perfilara nuestro razonamiento moral, inútil habría sido el esfuerzo de Lakoff por adscribirse al método científico. Su credibilidad quedaría impugnada por sus propias premisas, pese a sus esfuerzos por disimular su querencia liberal.

No obstante, señala, no cabe desdeñar el potencial crítico de una teoría que hace explícitos los marcos ideológicos de los que somos deudores. Si la libertad ha de ser algo, será la reflexión sobre nuestras propias determinaciones... o condicionamientos. Sólo reflexivamente podríamos rebajar la tensión en sociedades que caricaturizan al rival en su «estereotipo patológico», polarizándose en extremo. De ahí su pertinente propuesta de educación moral en las escuelas para enseñar los dos modelos de familia, señalar las críticas que se hacen el uno al otro y mostrar sus respectivas virtudes (p. 268).

Es dudoso, por supuesto, dice más adelante, que para suscitar una reflexión radical baste con explicitar en clase las metáforas de base sin analizar si se ajustan a los hechos o son ideología, si permiten aprehender la realidad o la acaban emborronando. Pero este problema sólo se advierte respecto del conservador «principio de autodefensa del sistema», por el que quizás los padres «estrictos» tratarían de impermeabilizar a sus hijos respecto de ideas que relativicen sus convicciones. Pero entonces sí responde Lakoff sin pestañear: pide intransigencia a favor de la tolerancia. ¿Dogmatismo? No. Resulta, pese a todo, que hay razones más allá de marcos y metáforas.

Esto parece confirmarse, afirma, en los tres últimos capítulos (sexta parte del libro). Arremangado («yo no soy un relativista moral. Soy un liberal comprometido», p. 359), Lakoff busca cómo meter la cuña por debajo de los marcos mentales establecidos para sostener, con pretensión de convencernos (cayendo en lo que se conoce como «autocontradicción performativa»), que el marco liberal contiene menos inconsistencias que el conservador gracias a la Empatía, que lo obliga a contrastar las consecuencias de sus actos con la realidad. Cita estudios psicológicos que demostrarían que el apego afectivo genera individuos con mayor autoestima, más disciplinados, reflexivos y vivos, mientras que el castigo severo puede crear seres agresivos y con dificultades para tomar decisiones ante las adversidades. Y recurre a la ciencia cognitiva para demostrar que la moral del Padre Estricto contradice los mecanismos de la mente humana: para que el modelo autoritario sea efectivo, no debería quedar resquicio de duda acerca del significado de los mandatos/reglas a cumplir y la sanción debería mostrarse efectiva como móvil del acatamiento. Pero, por las impurezas y sesgos de la comunicación, esto rara vez sucede; sin ulteriores explicaciones, el castigo se percibirá recurrentemente como arbitrario y carecerá del efecto deseado.

Desgraciadamente, sigue diciendo, dado el alcance teórico conferido a los marcos discursivos que encorsetan el razonamiento metafórico, estos últimos argumentos no parecen pasar de metaargumentos que, como mucho, habría de tener en cuenta el liberal que aspira todavía a convencerse para luego persuadir. No sirven directamente para convencer. Pura paradoja. Por eso, pese a su mejor fundamento, el liberalismo quedaría en desventaja por su fe ilustrada:

La mayoría de liberales, afirma, da por hecho que las metáforas no son más que palabras y retórica, que podrían empañar los asuntos debatidos o que son la pasta de que estaría hecha la neolengua orwelliana [...]. Esta idea es falsa, empíricamente falsa, y si los liberales se ciñen a ella les será muy complicado construir un discurso que presente una poderosa respuesta moral al discurso conservador (p. 410).

Pese al exceso pesimista, concluye el profesor Arteta su artículo, (lejos de derribar muros de incomunicación con argumentos, el emisor sólo podría sortearlos moldeando sus mensajes a la medida del receptor: lo ha ensayado con éxito Steve Bannon, miembro de Cambridge Analytica y jefe de campaña de Donald Trump, aplicando el Big Data a determinados perfiles de votantes para personalizar las estrategias de captación de voto), son muchas las apreciables aportaciones de un ensayo que no ha podido encontrar mejor momento para ser reeditado. ¡Algo tiene que explicar el triunfo de Donald Trump! Como nos aclaró Clint Eastwood en campaña, había que enderezar a esta «generación de nenazas». Y así, mientras el flamante presidente intenta que «Estados Unidos vuelva a ser grande otra vez» rompiendo compromisos internacionales, va quedando claro el desprecio al inmigrante, al musulmán, a la mujer y a la naturaleza, de la que no dudaría en explotar la minería del «hermoso carbón». Falta hacía para muchos un Padre Estricto que reapuntalara el Orden Moral. ¿Cómo convencerles de lo contrario?





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3608
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)