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sábado, 11 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] El futuro imprevisble





No se alarmen ustedes que no hablo del futuro, machaconamente incierto aunque no tenebroso, de España, y lo que es más importante, de los españoles. Hablo del futuro del Universo, o para ser precisos, lo escribe en el diario El Mundo, Rafael Bachiller, astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (ING). Y es que los físicos saben bien ya desde hace un siglo que estrictamente hablando el futuro no es predecible. No es que nos falten datos suficientes de las condiciones iniciales para calcular la evolución de un sistema; es que, según las leyes de la naturaleza, el futuro es imprevisible intrínsecamente. 

Aprender a ser mortal, comienza diciendo Bachiller, es el significativo subtítulo de un libro del filósofo Javier Gomá -Aquiles en el gineceo (O aprender a ser mortal), Pre-textos- que sostiene que lo más distintivo del ser humano es su segura mortalidad y que no existe nada más grandioso en lo humano que la aventura de vivir y envejecer y la conciencia de la propia mortalidad (y aquí pone énfasis en la distinción entre muerte y mortalidad). Modestamente añado yo: ¿quizá esta conciencia de la mortalidad pudiera extenderse a la de nuestra civilización, a la de todas las civilizaciones y, por qué no, al universo en su conjunto? 

Para examinar posibles respuestas a tal pregunta, para aprender a ser mortal en sentido más amplio o cósmico, no nos queda más alternativa que adentrarnos en las arenas movedizas de la predicción del futuro. Y es que los físicos sabemos bien, ya desde hace un siglo, que estrictamente hablando el futuro no es predecible. No es que nos falten datos suficientes de las condiciones iniciales para calcular la evolución de un sistema; es que, según las leyes de la naturaleza, el futuro es imprevisible intrínsecamente. El principio de incertidumbre de Heisenberg expresa los límites impuestos por la realidad para conocer con precisión la posición y el movimiento de las partículas subatómicas. Tan solo podemos estimar la probabilidad de su presencia en un punto dado del espacio-tiempo. Así, las condiciones iniciales de cualquier sistema están dominadas por innumerables incertidumbres infinitesimales que harán que su comportamiento sea literalmente caótico.

Además, conocer las características de sus componentes no nos permite calcular cómo será la evolución de un sistema complejo, en el que las interacciones entre ingredientes es otro elemento básico. Por ejemplo, a partir de las propiedades de los gases hidrógeno y oxígeno resulta prácticamente imposible deducir el comportamiento del agua. Sin embargo, en sistemas macroscópicos, en los que es posible ignorar su compleja estructura subyacente, y en los que los cambios tienen lugar de manera lenta y progresiva, sí que es posible hacer predicciones fiables. Por ejemplo, es fácil conocer el tiempo que tardará un vehículo en llegar a su destino cuando conocemos la distancia y la velocidad. Incluso es fácil calcular la fecha de los eclipses futuros y el paso de los cometas periódicos. De hecho, el ser humano hace predicciones continuamente, aunque no siempre con el mismo fundamento y acierto. Economistas, meteorólogos, corredores de Bolsa, e incluso farsantes de toda calaña (como astrólogos y otros adivinos) ganan su vida tratando de saber qué es lo que nos deparará el porvenir. Pero hay muchos futuros. 

En su obra Mapas del tiempo, David Christian sugiere estructurar los tiempos venideros en tres escalas temporales sucesivamente más amplias. El futuro inmediato se extendería sobre decenas de años, el futuro medio sobre siglos o milenios y, finalmente, el futuro lejano abarcaría millones o miles de millones de años. La primera escala, el futuro inmediato, es particularmente importante, pues el ser humano tendría la posibilidad de influir en los acontecimientos previstos para ese lapso de tiempo. Tratar de imaginar qué sucederá en las próximas décadas - adelantarse, por ejemplo, al cambio climático, al gravísimo deterioro ecológico, a las guerras y otros conflictos potenciales- debería hacernos tomar medidas encaminadas a prolongar, a sostener, según la terminología de moda, nuestro futuro como civilización. Por eso es importante estudiar las tendencias demográficas, controlar el consumo de las materias primas y desarrollar los métodos de obtención de energía más eficaces y perdurables. Para el futuro medio, sobre escalas de varios siglos o milenios, las predicciones se hacen tan sumamente especulativas que quizá no merezca mucho la pena dedicarles esfuerzo. Ciertamente las tendencias tecnológicas -por ejemplo, en ingeniería genética, en inteligencia artificial, o en el desarrollo de nuevas fuentes de energía, como la fusión del hidrógeno- pueden darnos una idea del impacto que tales innovaciones pueden acabar teniendo en el devenir de la humanidad, pero las posibilidades teóricas que se abren son prácticamente infinitas. 

Difícilmente puede ayudar en las predicciones el mirar hacia los milenios pasados pues el desarrollo tecnológico es ahora exponencial y resulta muy poco plausible imaginar para el futuro largos períodos de estancamiento como los que acaecieron en el pasado. Gracias a las nuevas y futuras tecnologías, la Tierra podría acabar acogiendo a unos 10.000 o 15.000 millones de seres humanos progresivamente más sanos, más longevos y con excelentes condiciones de vida. Después cabría quizás pensar en la colonización de otros cuerpos del sistema solar (principalmente Marte) pero, como digo, entramos en un terreno de enorme incertidumbre, en el que -además- los acontecimientos catastróficos, como la caída de un asteroide, o inesperados, como el eventual contacto con civilizaciones extraterrestres (si existiesen), empiezan a tener mayores probabilidades.

Para el futuro lejano, las predicciones vuelven a ser mucho más fiables, pues la astrofísica y la cosmología tienen hoy un nivel de conocimiento que nos permite prever, con poco margen de error, lo que sucederá en nuestro entorno en unos miles de millones de años. Sabemos, por ejemplo, que al Sol le quedan unos 5.000 millones de años de vida y que acabará estallando en forma de una gigante roja. Será el fin para la Tierra tal y como la conocemos hoy: los océanos se evaporarán y las condiciones se harán insoportables para toda forma de vida. Quizá sea posible prolongar la vida en el sistema solar emigrando a las lunas de Júpiter o Saturno, pero al final cuando el Sol quede sin energía, tampoco aquello será habitable. Por otra parte, quizá antes de que el Sol estalle, dentro de unos 3.200 millones de años, la colisión de la Vía Láctea con la galaxia Andrómeda, que se dirige por el espacio hacia nosotros a toda velocidad, ya haya ocasionado algún desastre, pues podría suceder que, en la colisión, la Tierra saliese despedida de su órbita para tomar un rumbo errático. El Universo sobrevivirá a la muerte del Sol, pero al cabo de 100 billones de años el hidrógeno, combustible primordial en las estrellas, se habrá consumido, y las estrellas irán convirtiéndose en astros inertes: enanas blancas, estrellas de neutrones y agujeros negros. 

A más largo plazo, cabe prever que el universo se convierta en un oscuro gas, muy poco denso, constituido por fotones y partículas subatómicas muy ligeras en el que se encuentren inmersos innumerables agujeros negros. Ese universo futuro, apagado y tenue, continuará su expansión de manera indefinida, diluyéndose cada vez más en el fin de los tiempos. Decía Gomá que el individuo es la forma más excelente de los entes y que "la muerte representa la destrucción objetiva de esa dignidad individual y un empobrecimiento objetivo del mundo, que se convierte en algo injusto". Pero, afirma también el filósofo, ese indigno morir, que a todos y a todo nos aguarda, se ve compensado por una mortalidad indefinidamente prorrogada. Creo que es éste un clavo de esperanza ardiente al que a todos nos conviene asirnos.



Dibujo de Javier Olivares para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





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"Atrévete a saber" (Kant)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)
"Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

lunes, 1 de agosto de 2016

[A vuelapluma] Sobre la dignidad y la felicidad humanas





Retomo la rutina cotidiana del blog después del paréntesis de julio recurriendo de nuevo a los filósofos, esos personajes extraños y extraordinarios que a veces remueven nuestras conciencias con sus ocurrencias. De ellos, suelo decir yo que hay que escucharlos siempre aunque sea para llevarles después la contraria. 

Lo hago hoy lunes, primero de agosto, trayendo hasta ustedes un reciente artículo publicado por Javier Gomá Lanzón (1965), escritor, filósofo, jurista y filólogo español titulado "Qué es la dignidad"noción filosófica influyente y transformadora, dice, que sin embargo, carece de un filósofo a la altura de su importancia pues ni siquiera el impresionante Diccionario de filosofía de Ferrater Mora, añade, le concede una entrada a lo largo de sus cuatro tomos.

La "dignidad" se usa con profusión en toda clase de contextos a guisa de fundamento teórico de tratados, organizaciones internacionales, Constituciones, declaraciones de derechos, leyes y resoluciones judiciales, sigue diciendo, pero invariablemente su esencia se presupone o su entendimiento se confía al buen sentido, quedando, por eso mismo, a la espalda y pendiente de definir. Incluso, ya en nuestro siglo, continúa, ha inspirado el movimiento social de los indignados sin que estos hayan sentido la necesidad de precisar antes, siquiera elementalmente, qué es aquello cuya ausencia enciende su ira y su protesta.

Kant distinguió, precisa, entre lo que tiene precio y lo que tiene dignidad. Tienen precio aquellas cosas que pueden ser sustituidas por algo equivalente, en tanto que aquello que trasciende todo precio y no admite nada equivalente, eso tiene dignidad. Solo el hombre posee con pleno derecho, incondicionalmente, esa cualidad de incanjeable, fin en sí mismo y nunca medio, aquello inexpropiable que hace al individuo resistente a todo, incluso al interés general y al bien común: el principio con el que nos oponemos a la razón de Estado, protegemos a las minorías frente a la tiranía de la mayoría y negamos al utilitarismo su ley de la felicidad del mayor número.

La dignidad, dice más tarde, es idea de larga genealogía intelectual, pero solo en la Ilustración se configura como propiedad inmanente de lo humano, sin más fundamento que la humanidad misma, a la luz del convencimiento, expresado por Tocqueville, de que ahora “nada sostiene ya al hombre por encima de sí mismo”. Somos los hombres quienes nos reconocemos unos a otros la dignidad; es decir, mutuamente nos concedemos por convención un valor incondicional… no sujeto a convenciones, pero ese concepto ilustrado de dignidad experimenta una mutación extraordinaria en el siglo XX a consecuencia de su democratización, porque en Kant la dignidad todavía conserva resabios aristocráticos al presentarla dependiente de nuestra racionalidad moral, que excluye en la práctica muchos casos, mientras que el concepto democrático obra una especie de universalización de esa distinción aristocrática a todo sujeto existente creando una aristocracia de masas.

La dignidad democrática, dice, se recibe por nacimiento y otorga a su titular derechos sin mérito moral alguno por su parte, válidos incluso aunque desmienta esa dignidad de origen con una odiosa indignidad de vida. Es irrenunciable, imprescriptible, inviolable, aquello que siendo inmerecido merece un respeto y coloca en cierto modo al resto de la humanidad en situación de deudora. Es única, universal, anónima y abstracta, por lo que prescinde de las determinaciones (cuna, sexo, patria, religión, cultura o raza) en las que se fundaban el surtido variado de las antiguas dignidades. Es, en fin, una dignidad cosmopolita, la misma por igual para todos los hombres y mujeres del planeta. Pues ahora nos parece una verdad evidente que nadie es más que nadie y que, como dijo Juan de Mairena, “por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre”. Pero aunque inviolable, la dignidad sigue siendo hoy violada mil veces cada día, añade. La diferencia con otros tiempos estriba en que ahora, en este estadio democrático de la cultura, ya nadie puede hacerlo sin envilecerse. La repugnancia que nos inspiran los cotidianos atropellos nos despierta un sentimiento aún más vivo de nuestro propio valor. Y cuanto más seguros estamos de esa dignidad originaria, tanto más trágicamente tomamos conciencia de la mayor de las indignidades, la absoluta, esa que no es de naturaleza personal ni social, sino metafísica: la muerte. Qué paradójica condición la nuestra, dotada de dignidad de origen y abocada extrañamente a una indignidad de destino que afecta tanto al pobre como al rico, al ignorante como al sabio, al célebre como al anónimo, al afortunado tanto como al desventurado, todos igualmente agitados por este dramatismo universal de la doliente epopeya humana.

Demasiado conscientes de esta indignidad metafísica última, la felicidad como tal es una posibilidad que ha quedado clausurada para nosotros, los contemporáneos, concluye. Por encima de ser feliz está el ser individual. Siempre quedará a nuestro alcance, en cualquier circunstancia, por difícil que se presente, el obrar conforme a esa dignidad que ya hemos intuido y probado. Lo nuestro ya no es ser felices, sino ser dignos de ser felices, aunque de hecho no podamos serlo. Lo nuestro es dotar a nuestra vida individual de una forma insustituible, para que así nuestra muerte sea verdaderamente un atropello intolerable. Que resulte manifiesto para el mundo que nuestra muerte constituye una objetiva pérdida, una destrucción absurda y sin sentido, una visible injusticia. La máxima que debería guiar nuestras vidas a partir de ahora debería ser: “Compórtate de tal manera que tu muerte sea escandalosamente injusta”.



Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos...



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 19 de mayo de 2015

Las edades del hombre: Juventud, experiencia, mortalidad y recuerdo



Aquiles educado por Quirón


Reconozco que cuando me pongo sentimental, algo que afortunadamente no me pasa muy a menudo, resulto un latazo. Sobre todo para conmigo mismo. Me acaba de ocurrir hace unos momentos, que leyendo unas páginas de "Aquiles en el gineceo o aprender a ser mortal" (Taurus, Madrid, 2014), del filósofo Javier Gomá, me ha dado por pensar en mis padres, mis abuelos y parientes y amigos que ya no están aquí. ¿Qué pensaran mis hijas, mis nietos, mis amigos y conocidos de mí cuándo ya no ande por estos andurriales de la vida? La pregunta es un tanto retórica y carece de sentido porque no podré saberlo, pero aunque la sola idea de la eternidad resulte monstruosamente aburrida, el hecho de que nadie muera del todo mientras le recuerden con cariño aquellos que nos quisieron y a los que quisimos, resulta consolador.

Dice Gomá en el libro citado más arriba que antes de embarcar para Troya cruzando las anchas extensiones del océano, cada joven del mundo imagina, inexperto, todo el proyecto de su vida futura, formulándose como Kant, la primera y fundamental de todas las preguntas: ¿qué me cabe esperar? Quien carece de experiencia y desconoce que esta es sustancialmente negativa -dice- y que se manifiesta como resistencias que la realidad, tozuda, opone a nuestros deseos, incluso a los más bellos y justos, supone que todas las posibilidades de lo humano tienen cabida en ella. El futuro se despliega a sus pies y la vida es su única posesión. ¿Cómo será esta?, se pregunta. Observa en los demás hombres, adultos y ancianos, el ejemplo de trayectorias parciales, inacabadas, cuando no simplemente rotas, y él, reaccionando contra la fragmentación humana de la que es testigo, quiere dominar su propio destino.

Realmente, continúa diciendo Gomá, la juventud es inexperta, pero es también la edad menos ingenua de cuantas hay, pues en ella predomina una lucidez tan intensa que el joven, con frecuencia, se siente viejo, que lo sabe todo, aun sin necesidad de haber vivido.

Sin duda, dice, no lo sabe todo. Pero es cierto que esa edad ociosa sin oficio ni beneficio, es un momento privilegiado para pensar en todo. ¿Cuándo se manifiesta esa totalidad en el caso de la vida humana?, se pregunta. No hemos de reputar a nadie feliz, dice con Solón, mientras viva, sino que debemos esperar al final de su existencia, pues es al morir cuando el sujeto entrega su esencia, que no es otra cosas que el ejemplo que ha ido cincelando durante todos los años anteriores en la materia del tiempo. 

Durante todos los años de su habitar sobre la tierra, sigue diciendo, el hombre incuba en su seno la promesa de un ejemplo que va creciendo y solo se detiene y asume su forma definitiva cuando aquél muere. Es difícil que un sujeto conozca a otro -un padre, un amigo- añade,  mientras ambos el conocedor y el conocido todavía viven. El ritmo de las obligaciones ordinarias, la vulgaridad de las situaciones, el norte del egoísmo humano, la inseguridad de las apreciaciones en la experiencia diaria impiden una disposición apta para dicha percepción. Pero tras la muerte, resplandece ese ejemplo ya completo y despojado de sus accidentes. 

Con frecuencia, dice, ignoramos que el término griego para designar la verdad -"aletheia"- significa no-olvido -"a-lethos", esto es, recuerdo. Conocer la verdad de un hombre en sentido estricto, es pues, recordar su ejemplo cuando ya ha dejado de existir, momento en que adquiere un relieve y una nitidez extraordinarios. De ahí que nos conmovamos hasta la desesperación, continúa diciendo, cuando desaparece un ser querido, pues al morir contemplamos por primera vez su ser verdadero, lo amamos definitivamente y desearíamos por encima de todo poder decírselo, pero entonces es ya demasiado tarde. Todo conocimiento es póstumo.

Aplicado a la vida de un hombre entendida como un texto, prosigue diciendo más adelante, el joven que en sus ensoñaciones trata de leer antes de ser escrito el libro de su vida, proyecta inevitablemente sobre su propio futuro una unidad perfecta de sentido. Siendo el contenido de esa libro la lenta elaboración de un ejemplo, que quedará fijado con su muerte y será rememorado en su "laudatio" por los que le conocieron y recibieron su impronta, la expresada anticipación de la perfección, supone, en consecuencia, la hipótesis de un ejemplo perfecto pleno de sentido. Pertenece por tanto a la naturaleza de la juventud imaginarse su edad adulta como la progresiva realización de un ejemplo perfecto. La secreta aspiración de ese joven, concluye, sería no solo leer su futura "laudatio", sino también escribirla sobre la "tabula rasa" del tiempo disponible para así dominar su destino con la misma exactitud que el poeta es señor de sus versos. ¿Que escribiría en su propio sermón funerario si, adoptando una posición originaria, estuviera en su mano redactar cada uno de sus párrafos?

Como colofón, les invito a leer la reseña que del libro de Gomá realizara en Revista de Libros hace ya un tiempo el también filósofo Antonio Valdecantos. Merece la pena, se lo aseguro.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




Juventud gozosa




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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

sábado, 9 de mayo de 2015

"Juego de Tronos": Una parábola de la política española



Los Inmaculados




Permítanme, por favor, antes de entrar en materia, una pequeña fabulación basada muy libremente en la afamada serie televisiva "Juego de Tronos", basada a su vez, ignoro si libremente o no porque no la he leído, en la novela "Canción de Hielo y Fuego" del escritor estadounidense George R.R. Martin. He visto de un tirón las tres primeras temporadas, así que lamento profundamente estar un poco retrasado en el desarrollo de la trama y que mi fabulación política al respecto se vaya a quedar un poco corta. En todo caso, para lo que pretendo, creo que voy sobrado de inspiración. Y lamento también no compartir el juicio del señor Monedero de que prefiere Galeano a "Juego de Tronos". Pienso, sinceramente, que el señor Monedero, en su purismo ideológico, se equivoca. Como casi todos los puristas, en todo. Dicho sea de paso... 

Al final de la tercera temporada de "Juego de Tronos", los Inmaculados, al mando de la indomable Daenerys Targaryen, y los Pueblos Libres, dirigidos a su vez por Mance Ryder, se aprestan a dar batalla a dos de los más poderosos señores de los Siete Reinos: los Lannister y los Stark. 

Simplificando mucho, y que Dios me perdone el atrevimiento, yo diría que los Inmaculados y los Pueblos Libres son respectivamente, en la política española de este agitado año electoral de 2015, Ciudadanos y Podemos. Los dos, es decir, Inmaculados y Pueblos Libres, están y se creen libres de polvo y paja en la corrupta y convulsa situación de guerra civil entre las familias que cortan el bacalao en los Siete Reinos. Simplificando de nuevo, porque la verdad es que hay más familias en juego, podemos poner de teloneros a los Baratheon (IU), los Tyrell (UPyD) y los Greyjoy (nacionalistas varios), así que, sigo simplificando, los que cortan el bacalao de verdad de la buena, son los Stark (PSOE) y los Lannister (PP), estos últimos bajo el mando, teórico, del simplón y cruel  rey Joffrey Baratheon (Mariano Rajoy) que en realidad es un incestuoso Lannister por parte de mamá y papá, aunque el que manda de verdad es su abuelo Tywyn Lannister (los Poderes Fácticos).

Los Inmaculados de Daenerys Targaryen (Albert Rivera) y los Pueblos Libres de Mance Ryder (Pablo Iglesias), se enfrentan a los Stark (descabezados en la serie al final de la tercera temporada, así que tendremos que encarnar a su único vástago varón vivo, Jon Nieve -ilegítimo, dicho sea de paso- en Pedro Sánchez) y los Lannister, los auténticos malos de la peli (encarnados, de momento, y por necesidades del guión, en Mariano Rajoy).

Inmaculados y Pueblos Libres (Ciudadanos y Podemos) han ganado prestigio en sus primeras escaramuzas (elecciones al parlamento europeo y al andaluz), pero a la hora de enfrentarse a decisiones estratégicas (derrocar a los Lannister) prefieren hacer tactismo puro y duro, jodiendo a los únicos que podrían ser sus aliados naturales, los Stark (PSOE), en lugar de enfrentarse unidos a los Lannister (PP). ¿Por qué? Pues no lo sé, la verdad, yo solo soy un aprendiz de fabulador y no un teórico político, aunque en la intimidad, y sin mayor fundamento, presuma de ello. 

Y ahora vamos con un poco de digresión teórico-política, de la mano de un gran estudioso de las ciencias sociales.  No es obligatorio leerla porque es un poco extensa, pero les aseguro que merece la pena y les ayudará a comprender la fábula anterior en todas sus complejidades.

¿Puede y debe hablarse hoy de izquierdas y derechas en el seno de la política democrática? Y en caso de que fuera así ¿cómo definir en la época actual esos términos? Esas fueron las preguntas que hace veinte años le hicieron al filósofo italiano Norberto Bobbio (1909-2004), profesor de filosofía en la universidad de Turín y senador vitalicio de la república italiana, a la par que uno de los más grandes pensadores políticos contemporáneos, a las que él respondió con la nitidez y pedagogía de un gran maestro y gran ciudadano en su libro "Derecha e izquierda. Razones y significados de una distinción política" (Taurus, Madrid, 1995). 

Frente al fascismo y al nazismo, dice en su libro citado, hubo que comportarse como extremistas, escogiendo entre resignarse y resistir. Y no dudo que fueron los extremistas entonces los que llevaron la razón. Pero en una sociedad democrática -añade- y pluralista, donde existen varios grupos en libre competición, con reglas de juego que deben ser respetadas, mi convicción es que tienen mayor posibilidades de éxito los moderados. Guste o no guste -continúa más adelante- las democracias suelen favorecer a los moderados y castigar a los extremistas. Se podría también sostener que es un mal que así ocurra. Pero si queremos hacer política, y estamos obligados a hacerla según las reglas de la democracia, debemos tener en cuenta los resultados que este juego favorece. Quien quiere hacer política día a día debe adaptarse a la regla principal de la democracia: la de moderar los tonos cuando ello es necesario para obtener un fin, el llegar a pactar con el adversario, el aceptar el compromiso cuando este no sea humillante y cuando sea el único medio de obtener algunos resultados. 

Siempre he dado al término izquierda -dice Bobbio- una connotación positiva, incluso ahora que está siendo cada vez más atacada, y al término derecha una connotación negativa, a pesar de estar hoy revalorizada". Para Bobbio -dice el profesor Joaquín Estefanía en la introducción del libro- la parte central de su pensamiento político fue la distinción esencial entre derecha e izquierda, que no es otra que la diferente actitud que las dos partes muestran sistemáticamente frente a la idea de igualdad. 

Si para la izquierda la igualdad es el fin de toda política, la libertad es el medio de toda política de izquierdas. De la conjunción entre libertad e igualdad extrae el filósofo italiano un espectro político de cuatro categorías: a) La extrema izquierda jacobinista de los movimientos y doctrinas a la vez igualitarios y autoritarios. b) El centro-izquierda del socialismo liberal y la socialdemocracia, de movimientos y doctrinas liberales y a la vez igualitarios. c) El centro-derecha de los partidos conservadores, de movimientos y doctrinas liberales y a la vez desigualitarios. d) La extrema derecha: fascismo y nazismo, de movimientos y doctrinas a la vez antiliberales y antigualitarios.

La distinción entre izquierda y derecha sigue siendo válida hoy día. Y no solo ha existido una izquierda comunista -dice Bobbio-, ha existido también una izquierda, y todavía existe, dentro del horizonte capitalista. La distinción tiene una larga historia que va más allá de la contraposición entre capitalismo y comunismo. Existe todavía y no solo, como ha dicho alguien en broma, en las señales de tráfico, concluye Bobbio. 

¿Es verdad o no es verdad -se pregunta- que lo primero que nos planteamos cuando intercambiamos opinión sobre un político es si es de derechas o de izquierdas? La pregunta tiene sentido, dice, y desde luego entre las posibles respuestas está también la de que el personaje en cuestión no sea ni de derechas ni de izquierdas. ¿Pero como es posible -añade- no darse cuenta de que la respuesta "ni sí ni no" solo es posible si los términos "izquierda" y "derecha" tienen un sentido y quien plantea la pregunta y quien la contesta saben, aunque sea vagamente, cuál es? ¿Cómo se puede opinar sobre si un objeto es blanco o negro si no tenemos la menor idea sobre la diferencia entre los dos colores?


Mientras existan hombres cuyo empeño político sea movido por un profundo sentido de insatisfacción y de sufrimiento frente a las iniquidades de las sociedades contemporáneas -afirma Bobbio-, hoy quizá de una manera menos combativa que en épocas pasadas, se mantendrán vivos los ideales que han marcado desde hace más de un siglo todas las izquierdas de la historia. 


Hay quien ha sostenido -dice más adelante- que el rasgo característico de la izquierda es la no violencia; que la renuncia a utilizar la violencia para conquistar y ejercer el poder es lo que caracteriza al método democrático en política. Por eso, y para justificar el lugar que los valores supremos de la igualdad y la libertad han jugado en la historia política de Europa en el siglo XX, valores que siguen más vigentes que nunca, dice Bobbio, se animó a escribir el libro. 


Derecha e izquierda, dice, son términos antitéticos, recíprocamente exclusivos y conjuntamente exhaustivos: exclusivos, añade, en el sentido de que ninguna doctrina ni ningún movimiento pueden ser al mismo tiempo de derechas o de izquierdas; exhaustivos, porque una doctrina o movimiento únicamente puede ser de derechas o de izquierdas. 


No existe disciplina alguna, continúa, que no esté dominada por alguna diada omnicomprensiva: en sociología, la de sociedad-comunidad; en economía, la de mercado-planificación; en derecho, entre lo privado y lo público; en filosofía entre trascendencia-inmanencia; y en política, entre derecha e izquierda, que si bien no es la única, dice, si es cierto que podemos encontrarla en todas partes.


En estos últimos años, añade, se ha venido diciendo repetidamente, hasta convertirse en un lugar común, que la distinción entre izquierda y derecha ya no tiene razón alguna para seguir utilizándose. En el origen de esos planteamientos se encontraría, dice, la llamada crisis de las ideologías. Pero las ideologías están más vivas que nunca. Las ideologías del pasado han sido sustituidas por otras nuevas, o que pretenden pasar por nuevas. El árbol de las ideologías siempre está reverdeciendo, y tal y como ha quedado demostrado en muchas ocasiones, continúa, no hay nada más cargado de ideología que afirmar que las ideologías están en crisis. Y quien diga que no es ni de izquierdas ni de derechas es siempre de derechas.


En todo caso, dice, reducir la diferencia entre izquierda y derecha a la pura expresión de pensamiento ideológico sería una simplificación injusta, pues también ambos conceptos implican programas contrapuestos respecto a muchos problemas. Contraste, pues, no solo de ideas, sino también de intereses y valoraciones, concluye. 


Las opiniones políticas no se discuten, dice Bobbio, se aceptan o se niegan, sin más. Conviene tenerlo claro, añade, porque cuando hablamos de contraposición entre extremismo y moderación estamos planteando sobre todo una cuestión de método; pero cuando hablamos de los valores de la derecha o la izquierda estamos planteando sobre todo una cuestión de fines. 

Y cuando lo hacemos de igualitarismo -dice más adelante-, o sea, de la nivelación de toda diferencia, hablamos de un límite extremo de la izquierda que es más ideal que real. La igualdad de la que habla la izquierda es casi siempre una igualdad "secundum quid" (es decir, una igualdad respecto a algo), pero nunca es una igualdad absoluta. 

Los conceptos de "derecha" e "izquierda", continúa diciendo, no son conceptos absolutos. Son conceptos relativos. No son conceptos sustantivos y ontológicos. No son calidades intrínsecas del universo político. Son "lugares" del espacio político que pueden designar diferentes contenidos según los tiempos y las situaciones. De ahí, añade, que el hecho de que derechas e izquierdas presenten una oposición quiera decir simplemente que no se puede ser al mismo tiempo de derecha y de izquierda. Pero no quiere decir nada sobre el contenido de las dos partes contrapuestas, por lo cual el extremismo de izquierdas traslada la izquierda a la derecha, y el extremismo de derechas traslada la derecha a la izquierda. 

El criterio más frecuentemente adoptado para distinguir la derecha de la izquierda, sigue diciendo, es de la diferente actitud que asumen los hombres que viven en sociedad frente al ideal de la igualdad, ideal este que es junto al de la libertad y la paz uno de los fines últimos que se proponen alcanzar y por cuales están dispuestos a luchar. Es por eso que el concepto de igualdad es relativo, no absoluto. Es relativo por lo menos en tres variables: a) los sujetos entre los cuales nos proponemos repartir los bienes o gravámenes; b) los bienes o gravámenes que repartir; y c) el criterio por el cual repartirlos. O lo que es lo mismo: igualdad sí, pero ¿entre quién, ¿en qué?, ¿basándose en qué criterio?

Estas premisas son necesarias porque cuando se dice que la izquierda es igualitaria y la derecha no -añade Bobbio-, no se quiere decir en absoluto que para ser de izquierdas sea preciso proclamar el principio de que todos los hombres deben ser iguales en todo, independientemente de cualquier criterio discriminatorio. En otras palabras, afirmar que la izquierda es igualitaria no quiere decir que sea también igualitarista. Una doctrina o un movimiento igualitarios, tienden a reducir las desigualdades sociales y a convertir en menos penosas las desigualdades naturales. Cosa distinta es el igualitarismo, cuando se entiende como "igualdad de todos en todo". Esa sería no solo una visión utópica -a la cual, hay que reconocerlo, se inclina más la izquierda que la derecha- sino, peor, una mera declaración de intenciones a la cual no parece posible dar un sentido razonable. 

Las desigualdades naturales existen, sigue diciendo Bobbio, y si algunas de ellas se pueden corregir, la mayor parte de esas mismas desigualdades no se pueden eliminar. Y respecto a las desigualdades sociales, añade, si algunas se pueden corregir e incluso eliminar, muchas, especialmente aquellas de las cuales los mismos individuos son responsables, lo único que se puede intentar es no fomentarlas.

Políticamente, dice, se puede llamar igualitarios a aquellos políticos que, aunque no ignorando que los hombres son tan iguales como desiguales, aprecian mayormente y consideran más importante para una buena convivencia lo que los asemeja que lo que los diferencia. Por el contrario, los no igualitarios serían, en cambio, aquellos que partiendo del mismo jucio de hecho, aprecian y consideran más importante para conseguir una buena convivencia la diversidad que la uniformidad. 

Los igualitarios -añade más adelante- parten de la convicción de que la mayor parte de las desigualdades que los indignan y querrían hacer desaparecer son sociales y, como tales, eliminables; los no igualitarios, por el contrario, parten de la convicción opuesta, que las desigualdades son naturales y, como tales, ineliminables.

Para Bobbio el ideal igualitario y el no igualitario puede personificarse ejemplarmente en el contraste de pensamiento entre Rousseau y Nietzsche, precisamente, por la distinta actitud que el uno y el otro asumen con respecto a la naturalidad y artificialidad de la igualdad y de la desigualdad. En el "Discurso sobre el origen de la desigualdad", dice, Rousseau parte de la consideración de que los hombres han nacido iguales, pero la sociedad civil, o sea, la sociedad que se sobrepone lentamente al estado de naturaleza, los ha convertido en desiguales. Para Nietzsche, por el contrario, los hombres son por naturaleza desiguales (y para él es un bien que lo sean porque, además, una sociedad formada sobre la esclavitud como era la griega, y justamente en razón de la existencia de los esclavos, era una sociedad avanzada para su tiempo) y solo la sociedad con su moral de rebaño, con su religión de la compasión y la resignación, los ha pretendido convertir en iguales. 

La conclusión de esa disputa, continúa, no puede ser más radical: en nombre de la igualdad natural, los igualitarios condenan la desigualdad social; en nombre de la desigualdad natural, los no igualitarios condenan la igualdad social.

La regla de oro de la justicia, sigue diciendo, es tratar a los iguales de una manera igual y a los desiguales de una manera desigual, pero para que eso no resulte una mera fórmula vacía hay que responder previamente a una pregunta: ¿Quiénes son los iguales y quiénes son los desiguales? 

La igualdad como ideal sumo o incluso último de una comunidad ordenada, justa y feliz, añade más adelante, se acopla habitualmente con el ideal de la libertad, considerado este también como supremo o último. Y ninguno de los dos es separable del otro; son las dos caras de una misma moneda: no hay igualdad posible sin libertad; pero la libertad tampoco es realizable sin un cierto grado de igualdad. Pero al mismo tiempo es preciso, sigue diciendo, hacer una observación elemental que habitualmente no se hace: los dos conceptos de libertad y de igualdad no son simétricos: mientras la libertad es un estatus de la persona, la igualdad indica una relación entre dos o más entidades. O como dice George Orwell, citado por Bobbio, "todos los hombres son iguales, pero algunos son más iguales que otros". 

Si uno de los criterios para distinguir la derecha de la izquierda, concluye, es la diferente apreciación con respecto a la idea de igualdad, y el criterio para distinguir a los moderados de los extremista (tanto en  la derecha como en la izquierda) es su diferente actitud con respecto a la libertad, se podría distribuir el espectro en el que se ubican las doctrinas y movimientos políticos en cuatro espacios: a) en la extrema izquierda estarían los movimientos a la vez igualitarios y autoritarios (como el comunismo histórico); b) en el centro-izquierda, las doctrinas y movimientos a la vez igualitarios y libertarios (como el socialismo liberal y la socialdemocracia); c) en el centro-derecha las doctrinas y movimientos a la vez libertarios y no igualitarios (los partidos liberales y conservadores) ; y d) en la extrema derecha, las doctrinas y movimientos antiliberales y antigualitarios (como el fascismo y el nazismo). 

El comunismo fracasó históricamente, dice al final de su libro, pero el desafío que lanzó permanece. Bastaría, continúa diciendo, con desplazar la mirada de la cuestión social del interior de cada Estado (de la que nació la izquierda en el siglo XIX), hacia la cuestión social internacional, para darse cuenta de que la izquierda no solo no ha concluido su propio camino sino que apenas lo ha comenzado. 

Como colofón, cita Bobbio las palabras de uno de sus maestros, el también filósofo Luigi Einaudi, que entiendo me permiten cerrar definitivamente el excurso que he hecho en esta entrada que dice así: "Las dos corrientes (liberalismo y socialismo) son respetables, y aunque adversarias, no son enemigas; porque las dos respetan la opinión de los demás y saben que existe un límite para la realización del propio principio. El optimum no se alcanza en la paz forzada de la tiranía totalitaria; se toca en la lucha continua entre los dos ideales del liberalismo y del socialismo (libertad e igualdad), ninguno de los cuales puede ser vencido sin daño común". 

Concluyo esta fabulación teórico-política tan sui géneris y personal, llamando al diálogo sincero y sin cuestiones previas de todas las fuerzas de izquierda y de centro izquierda para desalojar al PP del poder. Si no lo hacemos, no nos lamentemos luego. Porque lo que voten los ciudadanos va a Misa. En eso consiste la democracia. Y no vale decir que el pueblo no sabe lo que vota porque son los dueños del quiosco y nadie tiene derecho a pedirles cuentas de lo que hacen con sus votos. Y menos que nadie los responsables políticos que con su ineptitud, irresponsabilidad y mendacidad se han ganado a pulso su desprecio. 

Y es que resulta, como dice con mucha más elegancia y precisión filosófica Javier Gomá en su libro "Ejemplaridad Pública" (Taurus, Madrid, 2009): "en virtud de la dignidad democrática, a cada ciudadano se le reconoce autonomía moral y competencia cívica para buscar la felicidad a su manera y elegir, según su criterio, lo que más le conviene en los asuntos públicos y privados, sin que ningún otro ciudadano pueda pretender, en consideración a sus dones naturales, su posición social, sus méritos o sus conocimientos superiores a los del resto, el ejercicio de una tutela sobre los demás y sobre las decisiones relevantes atinentes a su vida". Y votar a quién considere más conveniente es una de ellas.

La cuestión es así de simple: La Moncloa no va a caer como Jericó por muchas vueltas que demos a su alrededor. O vamos todos juntos: Inmaculados, Pueblos Libres y Starks, y el que quiera añadirse, o tenemos Lannisters para rato en Desembarco del Rey.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Los Pueblos Libres





Entrada núm. 2231
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Derechos Humanos: Reflexiones en su Día Mundial del 2014









A mi amiga Germana Roy, con inmenso cariño

Tal día como hoy de hace sesenta y seis años, el 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de la recien creada Organización de las Naciones Unidas, reunida en París, aprobaba y promulgaba solemnemente la Resolución 217A (III) que contenía la Declaración Universal de Derechos Humanos. Su elaboración, encomendada a una comisión especial de dieciocho miembros presidida por Eleanor Roosevelt, la viuda del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, duró dos años. La redacción final de la resolución, conocida como Proyecto Ginebra, por la ciudad donde se ultimó, corrió a cargo del francés René Cassin. Fue aprobada sin ningún voto en contra y ocho abstenciones.


Aunque algunos remontan su origen remoto al denominado "Rollo de Ciro", por el emperador persa de ese nombre del siglo VI a.C., sus antecedentes más inmediatos son, con toda evidencia, la Declaración de Derechos de Virginia de 1776 y la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa de 1789. 

La Declaración Universal de Derechos Humanos de Naciones Unidas supuso, a tres años del final del más sangriento conflicto bélico sufrido nunca por la humanidad, un aldabonazo moral de primer orden. Hay un precioso librito de la historiadora y profesora estadounidense Lynn Hunt: "La invención de los derechos humanos" (Tusquets, Barcelona, 2011), que parte de la necesidad de explicar el hecho de que los Padres Fundadores de la gran nación norteamericana pudieran sostener como evidente el principio de que todos los hombres son creados iguales en una sociedad en que la desigualdad era una realidad apabullante. Para ello, parte de la tesis de que a partir de la segunda mital del siglo XVIII nuevas formas de leer crearon nuevas experiencias individuales que, a su vez, hicieron posibles nuevos conceptos sociales y políticos que volvieron evidente a la gente normal nuevas formas de comprender y a partir de ello nuevos tipos de sentimientos. Para Lynn Hunt, dice el profesor Roberto Luis Blanco Valdés al reseñar su obra en Revista de Libros (mayo, 2011), la respuesta a esa pregunta está en aproximarse al estudio y comprensión de esos nuevos derechos "evidentes" en una sociedad tan dispar a partir de la aparición de nuevos sentimientos de empatía derivados de la lectura de libros epistolares como los de Rousseau, Richardson o Adan Smith, todos ellos producto de la Ilustración, en los que la empatía por el sufrimiento y el dolor ajeno enseñaron a sus lectores a pensar en "los demás" como sus iguales y semejantes haciendo brotar en ellos el sentimiento de la existencia de unos derechos humanos "evidentes" a pesar de todas las desigualdades e injusticias reales también evildentes. De ahí que las revoluciones americana y francesa, y sus consiguientes "declaraciones de derechos", puedan considerarse los antecedentes directos de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948.

Sesenta y seis años después de esa Declaración el balance no cabe calificarlo sino de positivo. aunque mucho más lento de lo que habría cabido esperar. Organizaciones de defensa de los derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, ponen cada año en sus respectivos informes anuales, el dedo en una llaga que no acaba de cerrarse. El informe de Amnistía Internacional 2013, organización con la que me siento orgullo de colaborar asiduamente, expone en datos y cifras el número de Estados que en ese año torturaron a sus ciudadanos, reprimieron la libertad de expresión, toleraron juicios injustos, encarcelaron a presos de conciencia, llevaron a cabo ejecuciones, cometieron homicidios ilegales y desalojaron de sus casas a hombres mujeres y niños. El informe de Human Rights Watch, por su parte, se centra este año en el examen de las lagunas que en la defensa de los derechos humanos evidencian los Estados de la Unión Europea, concretamente en materias como inmigración y asilo, discriminación, intolerancia y lucha antiterrorista, sacándole los colores a Estados como Alemania, España, Francia, Grecia, Hungría, Italia, Países Bajos, Polonia, Reino Unido o Rumanía.

A la vista de todo ello parece lícito preguntarse si existe un progreso moral real de la humanidad. Uno de los que dice que sí y que no al mismo tiempo es el profesor Javier Gomá Lanzón, que en un artículo de hace unos años en Revista de Libros (agosto 2008) concluía aseverando: "la misma civilización que ha sabido progresar moralmente ganando a la opresión una más amplia esfera de libertad, ha usado esa libertad ampliada, en una medida no despreciable, para la inmoralidad más perversa, haciendo descender al hombre a unas profundidades de abyección y envilecimiento imposibles de predecir. De lo que se sigue, en fin, que si desde la perspectiva de la libertad cabe confirmar la existencia comprobada de un progreso moral, desde la del contenido de esa libertad y de su ejercicio efectivo sería casi un sarcasmo mantener semejante aserto. De ahí, añade, el matizado sí y no a la pregunta que se suscitó al principio".

Uno de los que dice que sí, que ese progreso moral existe y que vivimos en el mejor de los mundos posibles contra toda evidencia, es el prestigioso psicólogo estadounidense Steven Pinker en su libro "Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones" (Paidós, Barcelona, 2013). A analizar ese libro y la veracidad de los datos en él expuestos, le dedicaron sendos artículos en mayo de 2013 en Revista de Libros Juan Antonio Rivera y mucho más recientemente en El País del pasado 7 de diciembre Marc Bassets. La conclusión a la que llegan, y yo con ellos,  es que, efectivamente, a la vista incontrovertible de los datos que se exponen es muy probable que vivamos en el mejor de los mundos posibles, pero que esa verdad que los datos acreditan, en mi opinión, y como ya dije hace unos días comentando en las redes sociales el artículo de Rivera, el corazón no la percibe.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt








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