Mostrando entradas con la etiqueta Ideologías. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Ideologías. Mostrar todas las entradas

jueves, 5 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] La muerte de la curiosidad es la de la educación



Foto de Santi Cogolludo para El Mundo


Algo pasa extraño está ocurriendo en las universidades cuando el alumno da por supuesto que su catálogo de convicciones es el ojo de la aguja por el que debe pasar la realidad. Y sí, la curiosidad extrema puede terminar con una biblioteca en llamas, pero con su muerte desaparece la mirada sobre el mundo que permite a libros, ideas o personajes históricos hablar con voz propia y no prefabricada. Claro que el precio a pagar por la curiosidad es la posibilidad de que alguien que no es de tu cuerda te sorprenda. Y hasta ahí podíamos llegar, escribe Jorge del Palacio, filósofo y  profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. 

Cuando termina el verano y toca volver a las aulas merece la pena releer el best seller del filósofo Allan Bloom The Closing of the American Mind. Para Bloom, inmortalizado por Saul Bellow en la novela Ravelstein, uno de los principales problemas de la educación universitaria en EEUU era que la mayoría de los estudiantes ya no buscaba ser educada en sentido clásico, sino salir con sus convicciones morales reforzadas. A Bloom le preocupaba la irrupción en los campus universitarios de la moda progresista que deslegitimaba el canon filosófico tradicional por considerarlo xenófobo, racista o imperialista. Hoy se puede decir otro tanto de algunas actitudes conservadoras.

No hay ningún problema en que los alumnos tengan convicciones morales e ideológicas. Ni en el hecho de que estas sean firmes y sólidas. Incluso los prejuicios ayudan a caminar. Pero algo pasa, sin embargo, cuando el alumno que llega a la universidad da por supuesto que su catálogo de convicciones es el ojo de la aguja por el que debe pasar la realidad. Y si la realidad no pasa, peor para ella.

Las carreras científicas suelen aguantar mejor el embate de la moralización del saber. Pero las Humanidades y las Ciencias sociales se encuentran a merced de la moda que discrimina el conocimiento con criterios ideológicos. El alumno conservador siente amenazado su credo anticomunista cuando descubre la amistad histórica de la derecha española con Fidel Castro, de Franco a Fraga. Le ocurre igual al socialista que se enfrenta a la colaboración del PSOE con la dictadura de Primo de Rivera. Lo saludable sería que ambos alumnos recogiesen el guante e intentasen entender la razón de esas paradojas. Descubrirían que el manual de ideologías no agota la política.

Sin embargo se está creando un ecosistema universitario donde la ideología es la única antorcha que ilumina lo que debe ser conocido. El problema de fondo ya no es solo su efecto sobre la polarización del debate público, sino que este moralismo está ahogando el verdadero motor del conocimiento: la curiosidad. La curiosidad extrema puede terminar con una biblioteca en llamas. Pero con su muerte desaparece la mirada sobre el mundo que permite a libros, ideas o personajes históricos hablar con voz propia y no prefabricada. Claro que el precio a pagar por la curiosidad es la posibilidad de que alguien que no es de tu cuerda te sorprenda. Y hasta ahí podíamos llegar.






La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 5225
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 29 de julio de 2017

[A vuelapluma] Sobre pertenencias, claridades y sanos escepticismos





No es la primera vez que algún amable lector de Desde el trópico de Cáncer me pregunta el por qué no expreso más a menudo mi opinión sobre los textos que subo al blog. Agradezco la intención de la pregunta pero creo que ya la he respondido en ocasiones anteriores: mi opinión no es relevante en la mayoría de los casos. No es falsa modestia, sino la pura verdad. Lo importante es lo que traslucen los textos que traigo hasta el blog, no lo que yo piense de ellos. Y creo, sinceramente, que de esos escritos, que al fin y al cabo no dejan de ser una selección subjetiva por mi parte, se desprende con bastante claridad cual es la "posición ideológica", si es que eso existe, del autor del blog. 

Yo la resumiría como un sano ejercicio de escepticismo (del lat. mod. scepticismus, der. del lat. mediev. scepticus 'escéptico': desconfianza o duda de la verdad o eficacia de algo, o doctrina de ciertos filósofos antiguos y modernos que consiste en afirmar que la verdad no existe, o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla). O lo que es lo mismo, de un optimismo impenitente constantemente chamuscado por la realidad.

Me da la impresión de que esa es también la postura que defiende John Carlin (1956), escritor y periodista británico, hijo de padre escocés y madre española, cuya actividad profesional se ha centrado preferentemente en los campos de la política y el deporte, en un reciente artículo en El País, con el que colabora de manera habitual. Su libro Playing the Enemy (en español titulado El factor humano), publicado en 2008, tuvo gran aceptación entre el público y la crítica literaria, e inspiró la afamada película Invictus, estrenada en 2009. Pasó los tres primeros años de vida en el norte de Londres, para trasladarse posteriormente a Buenos Aires (Argentina), ya que su padre fue destinado a la Embajada Británica en dicho país. De regreso a Inglaterra fue educado en un internado de Ludlow (Shropshire), cursando posteriormente estudios de Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford. 

El artículo de Carlin, que no tengo reparo alguno en reconocer que comparto plenamente en cuanto a los juicios que expresa sobre política, religión, pertenencias, afinidades, claridades y escepticismos, comienza con una famosa cita que viene al pelo: "¿Quién me puede decir quién soy?” (Rey Lear, Shakespeare). Quién lo tenga claro y quiera responder a Lear, por mí, adelante. Esta página permanece abierta.

Vi hace unos días un documental en Netflix titulado en inglés Keep Quiet, “callar” en español, dice Carlin. Se centra en Csanád Szegedi, un personaje húngaro que asciende al alto mando de un partido neonazi llamado Jobbik y funda su brazo paramilitar, la Guardia Húngara. Mucha bandera, mucho símbolo, mucho uniforme, mucho desfile. Y muchas consignas, todas ellas tan bestias como poco originales. El “futuro radiante” que anuncian pasa por la “¡muerte a los judíos!”, “los sucios judíos”.

Szegedi, que hoy tiene 34 años, se incorporó a Jobbik en 2003, fue elegido vicepresidente nacional del partido en 2006 y al Parlamento Europeo en 2009. En 2012 descubrió que era judío. Su abuela, la madre de su madre, le confesó un secreto que había callado desde la Segunda Guerra Mundial: era una sobreviviente de Auschwitz. Se lo probó a su estupefacto nieto mostrándole el número que le habían tatuado los nazis en el brazo izquierdo.

Szegedi abandonó Jobbik, asimiló su herencia matrilineal, se arrepintió públicamente de su antisemitismo, se hizo la circuncisión, se limitó a comer comida kosher y se convirtió a una secta ortodoxa de la religión judía. Ha visitado Auschwitz, ha visitado Israel, visita sinagogas por el mundo donde confiesa sus pecados y celebra su redención.

Como el documental demuestra, algo elemental en Szegedi le pidió subsumir su identidad individual en la identidad colectiva, hallar su dignidad y su relevancia en la lealtad a un grupo. No puede vivir sin códigos compartidos, sin reglas, sin bandera.

La lección del caso de Szegedi es aplicable a la mayor parte de la humanidad. O, mejor dicho, las dos lecciones. Primero, necesitamos pertenecer a algo, motivados seguramente por un antiguo impulso tribal que compartimos con los chimpancés, los leones, los elefantes y demás mamíferos. Segundo, y a diferencia de los animales, queremos darle sentido a la vida. Buscamos claridad, la claridad terrenal o cósmica que nos ofrece la ideología o la religión.

Pero lo primordial es el impulso de la pertenencia, encontrar nuestro equipo. Esto ocurre con todos, como con Szegedi, por pura casualidad, empezando por dónde nacimos y quiénes fueron nuestros padres (que por otra casualidad un día se conocieron y decidieron que se querían lo suficiente como para reproducir juntos). Es decir, son las circunstancias de la vida las que determinan, en primer lugar, el grupo con el que uno se asocia, sea este político o religioso. Después, solo después, damos el paso evolutivo que nos distingue de las demás especies y nos comprometemos con la doctrina del grupo en el que nos encontramos.

El tercer paso, el que ha derivado en la mayoría de los conflictos y guerras de la historia, consiste en adquirir el hábito mental de señalar como certeros los datos y los argumentos que sustentan nuestra doctrina y en cerrar los ojos, o desdeñar a los que la ponen en duda. La misma regla de tres se percibe en todos los casos, sea uno de la izquierda o de la derecha, musulmán o católico, nacionalista, peronista o terrorista.

Uno se convence de que su fe no solo es la buena, sino la única y la verdadera, cuando obviamente eso no puede ser. Las casualidades de la vida conducen a que uno opte por determinado bando; la inteligencia y su necesario cómplice, el autoengaño, son las armas con las que uno defiende su bastión. Y después, si hay mala suerte, nos matamos; después llega un Hitler o un Stalin, volcamos nuestra necesidad de pertenencia y de claridad en uno o el otro, y arranca la carnicería.

Hay excepciones a la regla. Hay algunos bichos raros. Gente que no aparta la vista de la insondable complejidad de cada persona y del inevitablemente confuso destino de la humanidad. Somos bastantes, la verdad. Yo tuve, debo reconocer, mi fase de pertenencia y de aparente claridad. Pero mi fe cristiana murió con mi padre cuando yo tenía 17 años. Desde entonces, ver que niños fallecen de enfermedades o en desastres naturales, o ahogados en el Mediterráneo o bajo las bombas de Estados Unidos o del ISIS me conduce a exclamar: no me hablen, por favor, de un Dios bondadoso que todo lo controla. Porque aunque exista, no me interesa. No pienso, ni como precaución contra el infierno, darle las gracias y alabarle.

Lo probé con la política. Como joven adulto trabajé seis años de corresponsal en Centroamérica, donde la izquierda revolucionaria estaba en guerra contra “el imperialismo yanqui” y sus sátrapas. Yo estaba con los sandinistas de Nicaragua y con el FMLN de El Salvador. Después, en Sudáfrica, con el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela. Hoy, aunque siga viendo el mundo más desde la izquierda que desde la derecha, me he pasado a la tribu de los escépticos.

¿Por qué? Porque vi cómo partidos o movimientos políticos con los que me había identificado traicionaron mi buena fe y cayeron en la eterna tentación de sacrificar sus ideales por el dinero y el poder. Pienso, entre otros, en el Congreso Nacional Africano, en el sandinismo de Daniel Ortega. Por eso, aparecen el chavismo bolivariano o la izquierda soñadora que representa el líder laborista británico Jeremy Corbyn, o el mesianismo light de Pablo Iglesias y se me encienden las alarmas. No me vuelco con ellos como hubiera hecho en otra etapa de mi vida. Y menos, por supuesto, con cínicos derechistas, burdos explotadores de los pobres como Putin o Trump.

Pero el escéptico no tiene por qué ser estéril, o aburrido, termina diciendo. Apuesto por la generosidad como valor máximo en la vida y apuesto por el humilde sueño de luchar para mejorar la condición humana poquito a poco. No creo en aquellos que prometen utopías en el cielo o en la tierra. Renuncio a la claridad y, salvo que esté hablando de Trump o de Lionel Messi, no me creo ni a mí mismo cuando la propongo. Por eso soy incapaz, aunque a algunos les ofenda, de reprimir el impulso a reírme de lo tontos que somos. Buena suerte y buen verano, termina diciendo John Carlin. Pues eso, les deseo lo mismo.



Manifestación del grupo neonazi húngaro Jobbik



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3681
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 21 de julio de 2017

[A vuelapluma] Interpretaciones sobre la República





Los años convulsos que van desde 1931 hasta 1936 se han convertido en una lucha partidista de interpretaciones, escribe en El País Javier Moreno Luzón, catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

La convulsa Segunda República española, entre abril de 1931 y julio de 1936, se ha convertido en uno de esos asuntos históricos enfangados en continuas batallas políticas y culturales, comienza diciendo. Parte de un pasado que no termina de pasar, refleja las preocupaciones de los sucesivos bandos en conflicto y sella sus identidades partisanas. Lo cual afecta, de manera inevitable y no siempre positiva, a los historiadores. Como se ha señalado a propósito de la revolución soviética de 1917, cuéntame qué opinas de la República y te diré quién eres.

En ese breve periodo democrático se dan cita algunos elementos clave en cualquier interpretación acerca de la España contemporánea. Antecedente inmediato de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco, a él se acercan quienes intentan dilucidar por qué aquí no cuajó la democracia y a qué fuerzas hay que atribuir la responsabilidad en la tragedia. Naturalmente, las izquierdas y las derechas acusan a los predecesores de sus contrarias y absuelven a los propios. Una pugna histórico-política que se ha enconado en las últimas décadas y ha enrarecido el clima historiográfico hasta extremos antes inimaginables.

Para empezar, bajo la bota franquista se permitían pocas dudas: la República no era más que la culminación de una historia desgraciada, la del liberalismo español, que había traicionado las esencias nacionales y se había entregado a revolucionarios y separatistas, lo cual justificaba el levantamiento militar de 1936. En aquellos tiempos grises, los escasos historiadores que se ocupaban de la época y no se dedicaban a la propaganda vivían fuera del país. Entre ellos figuraban defensores de los republicanos y socialistas que habían diseñado el programa —educativo, social y agrario, civilista, secularizador— de 1931, pero también observadores moderados que guardaban las distancias.

Conforme se abrió paso la democracia en los setenta, el panorama cambió de forma substancial, pues desde entonces proliferaron las publicaciones y los coloquios, los cursos y los programas de radio y televisión, mientras el ambiente político animaba a no repetir los errores pretéritos y pasar página. Aquel florecimiento historiográfico, que con altibajos duró más de dos decenios, no sólo multiplicó las contribuciones, sino que puso asimismo a los académicos autóctonos al mismo nivel que los hispanistas. Se asentaron enfoques que aconsejaban contemplar la etapa en toda su complejidad y no tener a la República por un mero plano inclinado hacia la contienda. Y, cosa notable, fue posible el diálogo entre gentes de ideologías distintas, que no confundían su proximidad a una u otra tendencia con la fe ciega en sus bondades.

Sin embargo, a finales de los noventa, cuando la historia se transformó de nuevo en arena de combate político, ese entendimiento se vino abajo. Abrieron fuego pseudohistoriadores que recuperaron viejas tesis de regusto franquista: las izquierdas tuvieron la culpa de todo y la guerra comenzó no en 1936, sino en 1934, cuando se sublevaron contra un Gobierno en el que entraban los católicos. La democracia no era tal y Franco salvó a España del comunismo. Lo burdo de sus argumentos, acorde con sus métodos de investigación, no impidió que vendieran muchos libros y llenasen grandes espacios mediáticos. El público de derechas seguía ahí, dispuesto a comprar, con ropajes diferentes, las diatribas ya conocidas.

Por otro lado, los movimientos para la recuperación de la memoria histórica reivindicaron la herencia republicana, la de los perdedores de la guerra, demandaron reparaciones y proyectaron hacia atrás una visión idealizada de la República. Más que comprender qué había ocurrido, se trataba de enarbolar emblemas progresistas, lo mismo que en las manifestaciones contra los Gobiernos del Partido Popular ondeaban por miles las banderas tricolores. Según estas versiones, los partidos y sindicatos de izquierda se habían comportado como demócratas irreprochables y merecían más y mejores homenajes. Como si republicanos, socialistas, nacionalistas, anarquistas y comunistas hubieran remado siempre juntos y en la misma dirección.

Las posturas se radicalizaron cuando, ya entrado nuestro siglo, el Gabinete socialista, decidido a integrar el legado republicano en la España constitucional, impulsó una ley de reparaciones que, aunque prudente, desató una intensa pugna. Nada la ejemplificó mejor que la batalla simbólica de esquelas en la prensa, en la que cada cual recordaba a sus muertos. Y así estamos. Los conservadores repiten, día sí y día también, que hay que mantener cerradas las heridas, al tiempo que incumplen la ley y contraponen la Transición modélica al caos republicano. Por su parte, las nuevas izquierdas elogian al pueblo de 1931 y al que frenó al fascismo en 1936. La súbita crisis de la Monarquía les hizo soñar con una Tercera República, espejo de la Segunda, pero su despertar no ha borrado las trincheras cavadas en torno a las respectivas legitimidades.

Entre tanto, la historiografía se ha enriquecido con un sinfín de artículos, libros y congresos, impulsada a menudo por profesionales españoles que se mueven con soltura en las universidades europeas. Se han refrescado temas clásicos, como las biografías, las elecciones o las reformas; y también se atiende a otros actores, desde las mujeres hasta los guardias civiles, al tiempo que la historia cultural ilumina los discursos, las movilizaciones o la violencia política. Los estudios locales ya no son localistas, sino que emplean el microscopio para desentrañar fenómenos de largo alcance.

No obstante, concluye diciendo, los especialistas en la República tienden hoy a alinearse en facciones enfrentadas a cara de perro. Poco queda de los foros donde un general vencedor podía conversar con un antiguo exiliado. Ahora lo habitual es descalificar a quienes sostienen otras posiciones, porque se supone que su militancia progresista les impide ver la realidad o porque cualquier melladura en los mitos republicanos se juzga como un retorno a las ideas del franquismo. No basta con discutir las opiniones de los otros, sino que además hay que tacharles de deshonestos. Abundan los albaceas de personajes y causas del pasado, mientras algunos medios instrumentalizan las investigaciones universitarias para alimentar la controversia. Hasta ha entrado en escena, con un toque surrealista, la Fundación Francisco Franco. La política maniquea pervierte el conocimiento de la historia, y este, como la calidad de nuestros debates, sale perdiendo.



Un grupo de españolas votando en las elecciones de 1933



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3657
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)