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viernes, 10 de julio de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Irazoki y las gotas contadas





"Las aberraciones de la historia [Irazoki y las gotas contadas, Revista de Libros, 2/6/2020] comenta el escritor y crítico literario Rafael Narbona- merman nuestra fe en el hombre, pero cada vez que surge la voz de un poeta fieramente humano se restablece nuestra confianza, revelándonos que la ternura y la inteligencia hacen retroceder a las pasiones más indignas. Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) es un hombre bueno y eso se transparenta en su poesía, luminosa, humilde y esperanzadora. La excelencia moral no es siempre garantía de excelencia artística, pero cuando ambas virtudes convergen el resultado es altamente inspirador. El contador de gotas es la última entrega de una trilogía que comenzó con Los hombres intermitentes y continuó con Orquesta de desaparecidos. Se trata de un tríptico autobiográfico, donde una suave melancolía convive con un acendrado optimismo vital. Irazoki nunca ha caído en la trampa del pesimismo. Conoce el dolor, pues ha sufrido accidentes y pérdidas, pero nada le ha hecho repudiar la vida. Su concepto de la existencia excluye lo sobrenatural. No hay ninguna referencia a Dios. Nunca deplora la finitud. Como diría su entrañable amigo Fernando Aramburu, «un paseo por la vida es suficiente». Irazoki es un poeta intimista y con grandes dotes de introspección, pero nunca le ha dado la espalda a  la realidad. Su voz se ha alzado contra el terrorismo de ETA, cuidando la memoria de las víctimas. Su coraje cívico nunca se ha oscurecido con sentimientos de rencor o revancha. Simplemente, se ha distanciado de los corazones endurecidos que han bañado de sangre su tierra natal, escarneciendo su tradicional espíritu de paz y acogida.

El contador de gotas comienza con una cita de Ramón Eder: «Sin compasión no hay cordura». Irazoki manifiesta desde la primera línea su perspectiva humanista. No hay equilibrio ni armonía sin piedad y solidaridad. Nuestros semejantes no son un escenario de fondo, sino una llamada permanente a la fraternidad. Irazoki inicia su viaje al pasado con las letras del alfabeto: «las letras del abecedario dormitan contra una tapia de mi cerebro». Las palabras son la llave de los recuerdos, la clave que hace inteligible lo que vivimos, la puerta que franquea el paso a la memoria. Irazoki se remonta hasta el principio: «Nací en una familia de campesinos y pastores feos que enamoraron a mujeres de gran belleza». La feliz conjunción de «belleza y desarmonía extremas» alumbró invariablemente el mismo fruto: «una mansedumbre que plantaba árboles». Fundidos con la tierra, los antepasados de Irazoki crecieron como árboles cargados de frutos: «El atuendo de mis ancestros incluía esquejes de roble, castaño o haya». El abuelo abandonó el pastoreo trashumante. Sus dos hijos mayores emigraron a América y, a su regreso, trajeron semillas de tabaco, sin reparar en que las lluvias y las granizadas no favorecían su cultivo. El abuelo no se arredró y logró que las semillas fructificaran con tamaños desiguales, evidenciando la diversidad de la vida. «Cada hebra de tabaco era una bomba de surrealismo». Cada bocanada, provocaba fenómenos insólitos: las pupilas crecían, la estatura disminuía. El abuelo se transformó en «un tallo transparente». Gracias al tabaco, Irazoki y su hermana crecieron como «borrachos sobrios», evitando los abismos que devoraron a otros jóvenes de su generación. Sus neuronas solo necesitaban la imaginación para bailar y vagar por el mundo.

Tras demorarnos en el pórtico de El contador de gotas, ya sabemos lo que nos espera: un árbol frondoso donde lo fantástico y lo cotidiano se funden, un poliedro de infinitas caras que atrapan imágenes del pasado y de un posible porvenir, un templo donde la naturaleza y el hombre se expanden interminablemente. Personalmente, me ha recordado los mejores momentos del realismo mágico, pero sin ningún preciosismo que lastre las palabras, cargándolas con un empalagoso almíbar. Zoki —me permito llamarle así, pues siempre he sentido su obra como algo muy cercano— es enemigo de la retórica, algo previsible en un tenaz adversario del fanatismo moral y político. Su niñez estuvo poblada por ilusionistas, otoños, soledades, espejos, intrusos, silencios, disfraces, oscuridades, aguadores, desiertos, zorros —ese «poeta maldito» que camina «atado a su soledad omnívora»—. Infancia de poeta, pero también de atleta que hacía subir el balón a una velocidad vertiginosa por un campo de fútbol. Una mala caída frustró su carrera deportiva, dejando una huella permanente en su cuerpo. La desgracia, lejos de llenarlo de amargura, hizo crecer su humanidad. Una humanidad que ya se había rebelado contra los prejuicios en nombre de los cuales se menospreciaba a los emigrantes o se desconfiaba de los gitanos.

Irazoki aprendió muy pronto a amar la diversidad. La promiscua alegría de las ciudades ahuyentó cualquier delirio de pureza racial. Frente al ensimismamiento de los esencialismos, apostó por la apertura a lo incierto y plural. Al igual que Albert Camus, se topó con las primeras certezas en un campo de fútbol. En el terreno de juego se aprende coraje, alegría y resignación. Despedirse de él por una mala caída es doloroso, pero es una buena experiencia para entender que la vida es una sucesión de adioses. La poesía reemplazó al fútbol: Blas de Otero, César Vallejo, Nazim Hikmet, Emily Dickinson. La belleza de las letras no apagó el fervor por las proezas deportivas. Sus ojos advirtieron que los ciclistas de la Vuelta a España eran «dioses manchados» que subían por «las cuestas» del deseo. Las peripecias de un pelotón son minuciosas analogías de la vida. En ellas, hay soledad, gregarismo, fatalidad.

El paso de los años desnudó el mundo real. El «hábito inmóvil» del racismo hacia los que no encajaban en el mito de la patria vasca declaraba intrusos a las  familias de Andalucía, Extremadura, Galicia, Asturias. Los partidarios del odio subían por una escalera hasta llegar a «una cima sin preguntas». Eran los cazadores de «palabras, pensamientos, ideas, incertidumbres». Con el corazón hundido en el resentimiento, hablaban con «frases encarceladas», esgrimiendo «las rejas de sus teorías». Irazoki abrazó a uno de esos corazones, pero descubrió que solo era «una piedra llena de odio». Buscó entonces otros interlocutores: Verlaine, Julio Ramón Ribeyro, Lautréamont, París. Irazoki completó su aprendizaje en las ciudades. La irrupción del amor le arraigó aún más a la vida. No en vano El contador de gotas está dedicado a Bárbara Loyer, su compañera. Compuesto en París entre 2016 y 2019, recoge un tiempo de gozo y de heridas, de recuerdos y proyectos. El pasado, lejos de ser un fardo, labra el porvenir. Irazoki sabe que el poeta es todos los hombres. Sus palabras le permiten infiltrarse en las vidas ajenas. No es una apropiación, sino un encuentro. El poeta «cuenta las gotas de los días vividos». Observa su yo y su yo le devuelve la mirada. Es imposible escribir y no sentirse escindido, desdoblado, multiplicado. El yo es realmente otro.

Irazoki rinde tributo a la música. Los músicos callejeros no son solitarios que esperan unas monedas, sino los artífices de la felicidad. La angustia se aplaca con sus notas. Sus interpretaciones son medicamentos que curan. El alma se alimenta de la belleza. Al heredar de sus familiares, Irazoki se desprendió de todo lo material para refugiarse en Los cantos de Maldoror. Se demolió por dentro para reconstruirse, masticando una pequeña bola de luz. El fruto fue una aguda conciencia ética. Irazoki no es un poeta didáctico, pero sí es un poeta comprometido. Comprometido con la causa del hombre y siempre en guerra con el totalitarismo. Lector de Ósip Mandelstam y Anna Ajmátova, ha vivido en sus carnes la lepra de la intolerancia. El silencio es la casa del poeta, pero el poeta no puede quedarse mudo cuando los pistoleros intentan sepultar la libertad. Irazoki evoca su primer paseo con Maite Pagazaurtundúa por San Sebastián. En las calles se respiraba miedo, complicidad con los asesinos, turbia equidistancia. Era el mismo aire opresivo que se respiró en la Alemania nazi, la Italia fascista y la Unión Soviética. Detrás, siempre el mismo mito: la identidad colectiva, un tótem que se nutre del egoísmo primario.

Irazoki rescata dos cuadernos de su juventud que contienen una serie de aforismos. Son frases ingeniosas que expresan un decálogo moral: desconfiar del idealismo; utilizar el ingenio para combatir las supersticiones, especialmente las que disfrutan de un amplio crédito; alejarse de los placeres que esclavizan la mente y el cuerpo; espantar el dogmatismo con preguntas; no transigir con la amargura; no permitir que la ambición material nos robe la vida; no complacerse con las propias lágrimas; sitiar el rencor. «Que el perdón —concluye Irazoki— sea más fuerte que la herida». Es indudable que el mundo sería un lugar mucho más habitable, cumpliendo estos preceptos. El contador de gotas es una bella utopía. No me importaría vivir entre sus páginas, donde todo es muy humano. Con su barba de ermitaño, Zoki podría confundirse con un santo laico, pero sé que a él no le agradaría la comparación. Su mirada no está en lo alto, sino en este mundo. Su paraíso es una calle de París iluminada por las notas de una balada de jazz".



El crítico literario Rafael Narbona



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 30 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Humanismo tecnológico



Filósofos griegos en el British Museum, Londres. Getty Images


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, del escritor José María Lasalle, en el que nos anima a profundizar en un humanismo tecnológico que digitalice a Protágoras y proclame que el ser humano es la medida de todas las cosas que pasan en la Red.

"La revolución digital necesita humanizarse -dice Lasalle-. Evolucionar hacia un diseño que restablezca la centralidad de lo humano como idea normativa. Una idea universal que haga medible a escala humana los efectos políticos, económicos y sociales de la transformación tecnológica. Hay que digitalizar a Protágoras y proclamar que el ser humano es la medida de todas las cosas que pasan en la Red. Y, de paso, hay que digitalizar también a Kant y defender que la persona es tecnológicamente un fin en sí mismo. 

La humanidad, entrado el siglo XXI, ha de pertrecharse frente a la amenaza de ser instrumentalizada y cosificada. Debe reivindicarse como protagonista y subordinar la tecnología a propósitos cívicos y humanísticos que saquen lo mejor de nosotros. Este es un empeño colectivo que exige una estrategia pública que sirva a un nuevo proyecto de emancipación humana que resignifique la revolución digital. Para lograrlo es urgente establecer una complicidad operativa con la cultura y el derecho. Algo que los griegos consiguieron hace 2.500 años. Entonces nos ofrecieron un relato sobre la técnica, a la que asociaban el entendimiento y la justicia que sustentan la creatividad humana. Un relato de responsabilidad que los dioses confiaron a los hombres, tal y como Platón abordó en el famoso mito de Prometeo.

Esto supone hoy día convertir el bienestar material y espiritual del ser humano en el propósito responsable de los cambios que impulsa la técnica. Un objetivo al servicio de la libertad y la equidad que debe fijar un perímetro de seguridad jurídica que proteja a la persona en su dignidad frente a las vulnerabilidades a las que se expone en un espacio digital que hasta el momento se ha desarrollado sin reglas ni derechos. Pero también un objetivo que ha de impulsar educativamente dispositivos universales de emancipación que favorezcan experiencias individuales y colectivas que desde la cultura refuercen la autonomía y la capacidad crítica del sujeto para responsabilizarse de su propio destino digital.

La estructura del mundo se ha hecho tecnológica. Incluso ha alterado el marco interpretativo de los poderes del entendimiento humano. Hasta el punto de configurar una nueva hegemonía cultural que condiciona nuestra forma de vivir y de organizarnos. No solo porque altera la ontología corpórea de la humanidad y las consecuencias morales de nuestras acciones, sino porque el horizonte mismo de nuestra identidad está expuesto al desafío de una nueva alteridad. Una otredad que se insinúa en el ambiente como una posibilidad realizable y que está asociada a la robótica o la inteligencia artificial. Un reto para el que, sin duda, debemos prepararnos no solo emocional y cognitivamente, sino también ética y legalmente.

Para afrontar estos desafíos, y otros más profundos que, por ejemplo, tienen que ver con la propia finitud humana, hace falta atribuir a la humanidad la responsabilidad de controlar la automatización del mundo. Tenemos por delante la tarea emancipadora de liberar a los seres humanos del estrés digital al que les somete un relato de maximización eficiente de dispositivos inteligentes que solo buscan asistirnos y, de paso, monitorizarnos de forma cotidiana en el ejercicio de nuestras decisiones. Administrado sin cortapisas por quienes monopolizan la economía de plataformas, el relato del capitalismo cognitivo bajo el que vivimos debe ser modificado. Al menos si queremos encontrar una salida al panóptico en el que hemos convertido la revolución digital que habitamos como simples usuarios de aplicaciones y consumidores de contenidos. Pero sobre todo si deseamos liberarnos de la dinámica extractiva de un modelo capitalista que nos reduce a huellas digitales de nosotros mismos.

De ello puede librarnos el humanismo tecnológico al invocar un pacto de equidad real entre el hombre y la técnica. Un humanismo que fortalezca el sentido ético de lo humano y que actúe como la herramienta educativa sobre la que formar la capacidad creativa de una humanidad que ha de dar sentido a las máquinas. Si queremos hacerlo, hemos de poder colaborar con ellas y explorar e intensificar la potencialidad imaginativa y creativa que aloja el cerebro y la sensibilidad humanas. Algo a lo que nos puede ayudar un humanismo que nos convenza de que no se trata de competir con ellas, sino de trabajar a su lado".







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sábado, 16 de febrero de 2019

[A VUELAPLUMA] Vivir sin creer





La duda es como una mancha de aceite que se extiende fina y perfecta para acabar con las geografías espirituales en que se desenvolvieron las vidas de nuestros ancestros y borrarlas de un plumazo, escribe la filósofa Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), y miembro del Consejo de Estado desde 2006.

La cosa empezó por el infierno, comienza diciendo la profesora Valcárcel. Las más prestigiosas encuestas sobre nivel de creencias religiosas detectaban hace un par de décadas que las personas ponían en duda el castigo eterno, siempre que se aplicara a increyentes de buena fe. Si tus vecinos eran budistas pero decentes, se te hacía difícil pensar que su destino fuera arder por toda la eternidad. La duda es como una mancha de aceite: se extiende fina y perfecta. El infierno, aquel heredero expresionista del Seol y del Hades, empezó a perder cuerpo. Hace una década, el Papa de Roma aseguró que era una especie de estado, pero ningún lugar físico. En consecuencia, el paraíso vendrá aquejado de la misma suerte. Tampoco sería un lugar, en lo que por lugar entendemos. Ni infierno, ni cielo. Las geografías espirituales en que se desenvolvieron las vidas de nuestros ancestros se estaban difuminando, cuando no se borraban de un plumazo. Del purgatorio, excuso decir, no cabe hacer ni mención.

Pero nadie crea que esto es privativo del cristianismo. Me recuerdo en Katmandú hace cuatro años, una noche bendita, hablando con un amigo estimable, sabio y erudito, uno de los más queridos intelectuales de Nepal. Cuando le insinué el asunto de la reencarnación, me miró desapasionadamente, incluso con un punto de tristeza, y me dijo: “Yo no creo que nadie vaya a volver del río”. “Se lo llevó el río” es la expresión para aludir a la muerte porque en su ribera se realizan las cremaciones. Otro tanto y parecido había escuchado poco antes en una celebración de Sukkot, la fiesta de las cabañas, en Jerusalén. También la luna estaba hermosa. Cumplidos los ritos y acabada la cena, compareció el tema de la creencia en el más allá. Mis amigos, judíos conservadores, mantenían la confianza en la ley y la promesa. Pero su posición era clara: el convencimiento ancestral de que Dios ayuda en esta vida, que para eso se le rinde adoración, pero que la otra sólo existe para Él. Pasamos para siempre.

El cultivo en esta vida de los elementos que harían posible disfrutar de otra más allá de la muerte, una de felicidad y reconciliación, quizá se lo debamos, como tantas otras cosas, a nuestros antepasados griegos. Es tema difícil de elucidar, pero parecen haber sido ellos quienes, en los misterios eleusinos, más se esforzaron por afianzar ese puente al otro mundo. De ser así, se lo hicieron heredar a todo el helenismo y, en consecuencia, a las tres religiones del libro. Una enorme novedad esta de la vida individual sin término. Las religiones nacen y mueren. Es interesante contemplar sus restos. Parece que buena parte de la población mundial ya no tiene confianza en que exista una vida de ultratumba. Varios paraísos ya no existen. Nadie banquetea en el Walhalla, y la barca dorada de faraón tampoco cruza los cielos. Cierto que seguimos haciendo apelación a lugares de parecido género durante las honras fúnebres. Pero sus invocaciones se hacen con comedimiento. S. Mill escribió que, de existir tales geografías, ello nos proporcionaría un terror innecesario. ¿Acaso seremos la primera generación que no cree en la vida eterna? Si esto se confirma, la vida eterna habrá sido muy breve.

Hace casi un par de siglos que la religión ya no es la forma prevalente de entendimiento del mundo. Nuestra era es casi perfectamente secular. La anterior cita, encriptada lo confieso, de la obra de Charles Taylor nos pone ante “el desencantamiento final de un cosmos de espíritus que responden a los seres humanos”. Desde la Era Axial, este camino estaba en marcha. Ahora, según Taylor, logra una perspectiva madura. Sin embargo, no por ello la religión, las religiones van a desaparecer. La mayor parte de ellas, las más conformes con el tiempo global, mutarán. Lo harán según la plantilla del giro antropocéntrico. Se volverán humanistas.

La mutación de las creencias puede sin embargo dejar constante el quantum religioso. Y eso tiene al menos dos lecturas. Una, corriente: aparecerán actividades sustitutorias en las que encajar los estados mentales otrora religiosos. Otra, de imprevisible dureza: se aplicará esa energía a productos políticos o sociales más que dudosos. Ya ha ocurrido. Que se cierren las puertas de la eternidad soñada no significa que la profunda raíz de la que lo religioso dimana deje de surtir savia. Muchas formas religiosas han logrado vivir sin ese supuesto. Si esta generación pasa a ser la primera de las modernas que lo abandona de modo significativo, la novedad será sin duda fuerte. Pero sus consecuencias no son de momento calculables.



Cúpula del Duomo de Florencia, Italia



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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jueves, 13 de septiembre de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "En defensa de la Ilustración", de Steven Pinker





Como las casualidades existen, subo al blog esta entrada justamente al día siguiente de terminar de leer las 549 páginás (sin contar las de notas y bibliografía) del último libro de Steven Pinker, el psicologo social de Harvard del que llevo hablando durante varias semanas. Pinker es para el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, un paladín del progreso. Al menos lo define como tal en la reseña que hace en Revista de Libros de su reciente obra En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (Barcelona, Paidós, 2018), sin que algunas justificadas críticas que hace al mismo desmerezcan su reconocimiento general a lo expuesto por Pinker con tanta brillantez como atrevimiento. Yo lo he disfrutado enormemente, y como hace unos días comentaba en otra entrada del blog Arcadi Espada, les animo a "no ser" uno de esos millones de personas que no han oído hablar de este fascinante alegato en defensa de la Ilustración y en pro de la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, y que si han oído a hablar de él no han tenido el coraje de enfrentarse a su lectura. Y aunque la frase de Bill Gates de que es "el mejor libro que ha leído nunca" me parezca exagerada, les aseguro que merece la pena el tiempo dedicado a leerlo. Sin duda alguna les ayudará a pensar para comprender y a comprender para actuar en defensa de los ideales de la Ilustración, que creo que son los que mejor nos definen como personas y como especie.

Con motivo del fallecimiento de Gustavo Bueno, comienza diciendo el profesor Arias Maldonado, alguien rescató la contestación que diera el filósofo riojano cuando se le preguntó qué libros, entre los que había escrito, consideraba todavía válidos al final de su vida: «Con fecha, todos; sin fecha, ninguno». Viene a cuento este juicio tan severo por la publicación en España, apenas unos meses después de su aparición en lengua inglesa, del último libro del psicólogo norteamericano Steven Pinker. Y es que este voluminoso manifiesto sobre las bondades de la modernidad ilustrada presenta la peculiaridad de ser simultáneamente un libro con fecha y sin fecha. Es un libro con fecha porque trata de dar respuesta al pesimismo agresivo que caracteriza a nuestra época, pero también porque sitúa en el centro de su argumentación un abrumador conjunto de datos empíricos que exigirán ser actualizados en futuras ediciones. Sin embargo, es también un libro sin fecha, pues aquello que quiere reivindicar no conoce limitaciones temporales: los principios de la Ilustración tienen un origen histórico, pero resulta difícil concebir una sociedad donde no puedan aplicarse o, cuando menos, reivindicarse. Cuestión distinta es que su defensa sea exitosa. Y a esta pregunta sólo puede responderse con los debidos matices.

Matices que, vaya por delante, se ahorran muchos de sus críticos. Ese curioso subgénero literario que podríamos denominar «desprecio de Pinker» ha renacido con fuerza tras la publicación de esta obra, que su enemigo íntimo John Gray ha descrito como «un sermón racionalista dirigido a una congregación de almas dubitativas». No es que Pinker haga esfuerzos por limar asperezas: desde su aparición en el firmamento ensayístico, ha arremetido con dureza contra buena parte del establishment intelectual y hecho esfuerzos por demoler las bases culturalistas que han dominado las humanidades y las ciencias sociales durante las últimas décadas. En esta ocasión, invocar la Ilustración con todas sus letras siendo psicólogo y no filósofo ni historiador de las ideas ha descubierto un flanco débil aprovechado por sus detractores. A cambio, en su defensa se ha movilizado ese «pinkerismo» más o menos ortodoxo que aguarda sus monografías como aliado imprescindible en la lucha contra la posmodernidad y la corrección política. Así que una evaluación desapasionada de este último trabajo exige tomar distancia tanto de unos como de otros. La fórmula es sencilla: no hay que pedir a Pinker lo que no puede dar, por más que él se empeñe en darlo, ni dejar de apreciar aquello que sólo él es capaz de dar.

La tesis principal del libro se deja enunciar con sencillez: la evaluación negativa del estado del mundo es un error intelectual si se atiende a la realidad empírica del mismo, que nos muestra, por el contrario, una evolución decidida hacia mejor desde que el racionalismo ilustrado se convirtiera en la base de su organización social entre los siglos XVIII y XIX. Frente a quienes enarbolan el rechazo de la modernidad de cuño occidental, la Ilustración habría funcionado y sus ideales merecen por ello ser defendidos ante el avance contemporáneo del autoritarismo populista. Se trata de una tesis plausible, que Pinker tiene el mérito de poner sobre la mesa en un momento de debilidad de las sociedades liberales. Más problemáticos resultan, en cambio, algunos de los argumentos, y en especial las omisiones, que acompañan a esta idea. Pero vamos por partes.

Toda la fuerza del libro depende, en última instancia, de la elocuencia de su aparato estadístico. Pinker pone sobre la mesa datos que avalan la naturaleza incontestable del progreso experimentado por las sociedades humanas durante los últimos dos siglos. Pero eso no significa que los datos mismos sean incontestables. Tal como ha señalado el historiador de la ciencia David Wootton, quizá Pinker no debería dar por supuestos los datos que nos ofrece: que los comienzos de la ciencia estadística allá por 1850 coincida con el espectacular aumento del progreso material humano no deja de ser llamativo. Pero, ¿acaso los gráficos mienten? Tal vez los críticos puedan demostrar su falsedad o sus deficiencias con más éxito que el cosechado por Nassim Taleb en su ataque a Los ángeles que llevamos dentro, el libro dedicado por Pinker a mostrar el descenso paulatino de la violencia en las sociedades humanas; mientras tanto, su tenor general habrá de ser aceptado. Por lo demás, no son estadísticas confeccionadas por Pinker himself, sino tomadas de fuentes diversas y reputadas. Con todo, que este conjunto de tablas equivalgan a una demostración del progreso humano tampoco puede darse por sentado, sino que será necesario explicar qué se entiende por tal. Pinker lo hace, formulando una advertencia sobre los límites de nuestro conocimiento: Lo que es bueno para la humanidad no siempre es bueno para la ciencia social, y puede ser imposible deshacer el nudo de correlaciones entre todas las formas en que la vida ha mejorado y establecer con un cierto grado de certidumbre la dirección de las flechas causales.

Lo que propone el pensador canadiense es una razonable concepción minimalista del progreso, basada en la cuantificación de bienes y males. Identifica así un conjunto de variables que atañen directamente al bienestar social e individual, para a continuación tratar de discernir cuál ha sido su evolución histórica: esperanza de vida, longevidad, consumo alimenticio, riqueza, igualdad, salud, seguridad, democracia, conocimiento, paz, medio ambiente, calidad de vida... Si esos indicadores han mejorado, sostiene, es que hay progreso. Y lo han hecho, en algunos casos de manera espectacular. Hay ejemplos significativos: la expectativa de vida ha pasado de 35 años en 1750 a 71,4 en 2015, gracias sobre todo al descenso de la mortalidad infantil; los antibióticos y las vacunas han salvado miles de millones de vidas y siguen haciéndolo, como muestra el descenso en un 60% de las muertes por malaria entre 2000 y 2015; el porcentaje de personas malnutridas era del 50% en 1947 y hoy se sitúa en el 13%, a pesar de que la población mundial no ha hecho más que aumentar desde entonces y que Malthus había advertido que algo así no sería posible (el secreto está en la productividad alimentaria combinada con la tecnología: a mediados del siglo XIX se necesitaban veinticinco hombres a jornada completa para cosechar y trillar una tonelada de grano, ahora puede hacerlo una sola persona en seis minutos manejando una cosechadora); el PIB mundial se triplicó entre 1820 y 1900, luego volvió a hacerlo pasados cincuenta años, y otra vez en los siguientes veinticinco y treinta tres, respectivamente; en los últimos doscientos años, la extrema pobreza ha pasado del 90% al 10%, con la mitad de ese descenso concentrado en los últimos treinta y cinco años; las sociedades son más seguras, porque hay menos guerras, menos homicidios y menos accidentes; el mundo es más tolerante hacia las minorías, que gozan de más derechos, además de más democrático, siendo los regímenes autoritarios menos represivos que los totalitarismos de antaño; etcétera. A esta suma de bienes, ciertamente, podemos llamarlo progreso humano.

Hay indicadores más controvertidos. Quizá ninguno de ellos más que la desigualdad, cuyo aumento admite Pinker antes de quitarle importancia. Es cierto que ha aumentado en el interior de los países ricos, pero ha disminuido entre países. Y también lo es que la desigualdad constituye un efecto automático de la riqueza. Pinker subraya que quienes han salido perdiendo con la globalización, en términos relativos, son las clases medias-bajas de los países desarrollados, en contraposición a la ganancia obtenida por el resto, en especial los habitantes de los países en vías de desarrollo. Ese descenso relativo de la renta disponible, a su manera de ver, debería cualificarse atendiendo a la variación en los estándares de vida: cuando la desigualdad se mide en términos de lo que consumimos y no de lo que ganamos, la tasa de pobreza en Estados Unidos habría descendido un 90% desde 1960 (al pasar del 30% al 3%). Y es que un dólar compra mucho más bienestar que antes: ha mejorado la calidad de los bienes en la cesta de consumo y se inventan bienes nuevos, lo que dificulta analizar con rigor la evolución del bienestar a lo largo del tiempo. Ni siquiera el famoso 1% de los superricos inquieta a nuestro autor, quien apunta que, al referirnos a ese porcentaje, hablamos de rangos estadísticos más que de individuos concretos. No es que Pinker niegue el problema de la desigualdad: más bien trata de presentarlo en los términos que le parecen justos. A saber: aceptando la premisa de que la desigualdad de ingresos no es un componente básico del bienestar (en línea con el suficientismo de Harry Frankfurt) y asumiendo la «curva de Kuznet» con arreglo a la cual el aumento general de la riqueza termina beneficiando a todos los miembros de una sociedad. Este enfoque de apariencia utilitarista, que subyace a su entera concepción del progreso, revela carencias en la sensibilidad política del psicólogo de Harvard, incapaz de comprender que tantos ciudadanos se resistan a aceptar un razonamiento tan sencillo.

Pinker está convencido asimismo de que somos cada vez más inteligentes, no por un cambio de la naturaleza humana, sino gracias a la educación y la mejora en las condiciones de vida. De hecho, el llamado «efecto Flynn» −que designa el carácter hereditario de la inteligencia− se debilita en aquellos países que llevan más tiempo experimentándolo. A su juicio, la mejor prueba de esa mayor inteligencia está menos en los hábitos de lectura que en el desarrollo de nuevas capacidades a través de la educación y el hábito, entre ellos el de manejarnos con facilidad con las nuevas tecnologías digitales: aunque no leemos La Celestina, sabemos actualizar un sistema operativo. En cuanto a la felicidad, Pinker rechaza rotundamente la idea de que la modernidad haya generado una epidemia de malestar, soledad y tendencias suicidas: los datos no avalan semejante tremendismo. Igual que no avalan −al menos los que él maneja− la famosa «paradoja de Easterlin», según la cual la felicidad no aumenta con la riqueza una vez se ha alcanzado cierto umbral de renta. En ocho de nueve países europeos, por ejemplo, la felicidad aumentó en tándem con el PIB entre 1973 y 2009. Y es conocida la divergencia que se produce cuando los individuos son interrogados por su felicidad individual y la colectiva: solemos ser optimistas como individuos y pesimistas en relación con nuestra sociedad. ¿No dicen los españoles que son felices o muy felices cada vez que se les pregunta? Problema distinto, que Pinker reconoce, es que la modernidad ha expandido la libertad individual de un modo que conduce, casi forzosamente, a mayores tasas de ansiedad y depresión: fuera de los cómodos raíles de la tradición, elegir tiene costes psicológicos y emocionales. Pinker desmiente asimismo que disfrutemos de menos tiempo libre, fuera de un conjunto específico de profesiones, desmiente los efectos depresivos de las redes sociales y elogia el mayor cosmopolitismo gastronómico de nuestras ciudades, de las que, por añadidura, podemos huir gracias al turismo de masas. Deprimirse en la sociedad liberal, viene a decirnos, es un crimen.

Su optimismo racional, por emplear la expresión acuñada por Matt Ridley, hace una excepción con el cambio climático. Fiel a su confianza en la ciencia, Pinker admite que el calentamiento global es un fenomenal problema colectivo que exige medidas inmediatas. Su aproximación a los problemas medioambientales responde, en líneas generales, al enfoque ecomodernista que niega −razonablemente− que existan tantos límites «naturales» al progreso social como sugiere el ecologismo clásico, depositando así su confianza en un desarrollo tecnológico orientado a la sostenibilidad. Se trata, sin duda, del planteamiento más realista y uno que, en contra de las caricaturas que se hacen del mismo, se preocupa por la conservación del mundo no humano. Curiosamente, la conservación no parece figurar entre las preocupaciones de Pinker; su deseo por enfatizar los aspectos positivos de la modernidad deja poco espacio al bienestar animal o la preservación de los espacios naturales: se limita a mencionar en algún momento que el humanismo no excluye «por principio» la preocupación por el mundo animal. De nuevo, nuestro autor constata lo obvio: que los problemas medioambientales pueden solucionarse con el conocimiento. Pero olvida algo que también es obvio: que el conocimiento no es lo único que hemos de tener en cuenta a la hora de afrontar los problemas. En este caso, sin ir más lejos, su preferencia por un impuesto global al carbón será tan aplaudido como discutida su razonable defensa de la energía nuclear, y no digamos su apuesta por las formas moderadas de la geoingeniería del clima o los alimentos transgénicos: porque no todos pensamos lo mismo ni queremos usar los mismos medios para alcanzar fines sobre cuya deseabilidad sí parecemos estar de acuerdo.

Pero si todo va bien, ¿cómo es que tantos piensan lo contrario? Es justo matizar que Pinker no es indiferente a los muchos problemas sociales que esperan solución: hay cosas que están mal. Tanto en los países ricos como, sobre todo, en los que no lo son: pobreza extrema, malnutrición, muertes por neumonía, Estados autocráticos, analfabetismo. Su propósito es más bien resaltar el progreso alcanzado con la esperanza de que eso sirva para que éste pueda continuar en el futuro. Su mirada es de largo alcance y por eso espera que continúe sucediendo aquello que, pese a la posibilidad siempre latente de la regresión ocasional, ha venido sucediendo desde los inicios de la modernidad; que hayamos padecido dos guerras mundiales, sin ir más lejos, no nos ha impedido retomar nuestro rumbo hacia lo mejor. Para ello bastaría con maximizar los beneficios derivados de los procesos sociales mientras minimizamos sus perjuicios: tal cosa es el progreso. Y las dificultades para lograrlo son, a sus ojos, las mismas que explican el pesimismo colectivo: el desconocimiento de los datos sobre la realidad social y el olvido del progreso ya alcanzado. A ratos, se percibe la desesperación del racionalista: ¡casi la mitad de la población cree que los tomates ordinarios no tienen genes y por eso se rechazan los tomates transgénicos! Del mismo modo, el hecho de que el progreso borre sus propias huellas hace que sus críticos sólo tengan ojos para las injusticias existentes y tiendan a minusvalorar lo mucho que ya se ha logrado. Somos ingratos con nuestros propios éxitos.

Pinker no anda desencaminado. Es absurdo afirmar, como hacen algunos críticos de la modernidad, que el progreso es una ilusión: los datos no avalan esa idea y sería absurdo hacer depender el juicio sobre la modernidad de las percepciones subjetivas de los individuos. Pinker culpa de esa inclinación −con frecuencia nostálgica− a los sesgos racionales y afectivos. Por ejemplo, al que nos lleva a dar más peso a los argumentos pesimistas; o a la heurística por la que recurrimos a las impresiones o datos que nos vienen antes a la cabeza. Sobre todo, porque los medios de comunicación se encargan de que esos datos e impresiones que están más disponibles sean los más negativos. ¿Acaso no pertenece a la lógica del subsistema mediático, tan bien descrita por Niklas Luhmann, la preferencia por lo sensacional y dramático? Para más inri, la «minería de sentimientos» que hace posible el análisis de big data revela que durante las últimas décadas se ha producido un incremento de las malas noticias en el sistema de medios. De manera que la «progresofobia» sería, en buena medida, un efecto mediático. A ello habría que sumar el pesimismo de la clase intelectual, que insiste en alimentar las corrientes antiilustradas que recorren la modernidad como un doble perverso: románticos, declinistas, teístas, colectivistas, comunitaristas. Todos ellos desdeñarían, al decir de Pinker, los ideales ilustrados: la razón, la ciencia, el humanismo. ¡Enemigos del progreso! Intelectuales y medios de comunicación serían así responsables de haber presentado nuestras democracias como regímenes disfuncionales e injustos, creando las condiciones para el ascenso del populismo autoritario mediante el tremendismo narrativo. Pinker atribuye el crecimiento del populismo −apoyándose en los trabajos de Ronald Inglehart y Pippa Norris− a la competencia cultural antes que a la desigualdad económica, pero es escéptico respecto de la amenaza que representa. Más bien confía en que la razón prevalecerá en el medio y largo plazo, sobre todo si somos capaces de atenuar la polarización abrazando una idea más realista del cambio social: «Las democracias liberales pueden hacer progresos, pero sólo en el marco de una reforma constante y un compromiso desordenado». Es dudoso, sin embargo, que ese argumento sea persuasivo: si lo fuera, no estaríamos donde estamos.

Sea como fuere, nos encontramos hasta aquí con una vigorosa defensa del progreso en la modernidad, basada en datos cuantitativos a partir de un enfoque utilitarista matizado por el realismo. Matizado, porque se equivocan quienes acusan a Pinker de olvidar las tragedias individuales que afligen a quienes se encuentran en el lado sombrío de las estadísticas en nombre de los efectos agregados. Es el caso de Jennifer Szalai, quien ha lamentado que Pinker encuentre causa para la celebración −a la vista de la mayor ganancia del mayor número− incluso en el hecho de que los chinos se hayan enriquecido a costa de la clase trabajadora norteamericana. Algo de eso hay: la lógica del trade-off introduce consideraciones cuantitativas allí donde no todo se puede cuantificar. Nos lo dejó claro Rafael Sánchez Ferlosio en Mientras no cambien los dioses, nada ha cambiado, librito donde afeaba a los defensores del progreso universal que conviertan en protagonista de «la aventura humana» a un sujeto único que abarca desde el cavernícola descubridor del fuego hasta un ingeniero de la NASA, modelados todos ellos con arreglo al burgués europeo de finales del siglo XVIII. De ahí que, concluye Ferlosio, la cuestión ética por excelencia es justamente desmontar de una vez esta mentalidad contable [...], que se va haciendo, o más bien ya se ha hecho, la forma más universal de la conciencia humana y que consiste en hacer de la felicidad y del dolor partidas mutuamente reductibles por relación de intercambio.

Se describe ahí una tensión irresoluble del progreso: la que existe entre las ganancias sistémicas y las tragedias individuales, que no pueden subsumirse en aquellas sin riesgo de quedar justificadas en nombre del avance colectivo. Tal como vimos con la «revolución permanente» del comunismo soviético, esa concepción de la historia abre la puerta a una visión providencial de la historia como juggernaut que avanza por aplastamiento: aquello que contempla horrorizado el famoso ángel de la historia de Walter Benjamin. Pero la tensión es irresoluble, porque, si bien nadie preguntó a los mayas si deseaban ser conquistados por los españoles, tampoco nadie se había dirigido a los pueblos que los mayas sojuzgaban ni a los niños que sacrificaban. Algo parecido puede decirse, cinco siglos más tarde, de las nuevas tecnologías: las plataformas digitales que hacen posible la economía colaborativa y proporcionan nuevos servicios a los consumidores han generado asimismo una «uberización» del empleo, mientras que la robotización que amenaza con llevarse por delante innumerables puestos de trabajo contiene la bendita promesa de acabar con el trabajo repetitivo propio de las cadenas de montaje.

Es por esto que Samuel Moyn ha recomendado a Pinker repasar la nada complaciente visión del progreso que tenían los pensadores ilustrados. ¿Acaso no escribió David Hume que no hay ventajas puras en este mundo? Son reproches injustos: Pinker no escribe antes de que el ideal del progreso se despliegue en el curso de la modernidad, sino en un momento en el que se pone en duda ese progreso. Después de Auschwitz, no parece necesario enfatizar en cada página que aquél es ambiguo y propenso a regresiones. Y, sobre todo, resulta pueril condicionar la defensa del progreso como tal a la existencia de un progreso absoluto que no cause perjuicios a ningún grupo ni individuo. Ese progreso no es de este mundo, ni sabemos de ningún sistema socioeconómico que haya sido remotamente capaz de proporcionarlo. El progreso que describe Pinker es el progreso realmente existente: desigual, dificultoso, ambiguo. Otra cosa es que tal progreso, inevitablemente, genere tensiones sociales y políticas a pesar de que merezca la pena tenerlo en lugar de lo contrario. Es obvio que un trabajador norteamericano que ha perdido su trabajo con la globalización no encontrará consuelo en el crecimiento económico de Asia. Ya se ha apuntado que Pinker demuestra poca sensibilidad política, esperando que el hecho del progreso baste para contrarrestar un malestar subjetivo en ocasiones injustificado: si un dólar compra mejores bienes que antes, ¿importa que tengamos menos dólares en el bolsillo? La respuesta es que sí: una lectura de Hobbes basta para comprenderlo. Y hay que contar con las expectativas frustradas, en buena medida creadas por una versión electoralista del progreso.

Si Pinker hubiera recortado trescientas páginas a su libro y lo hubiera dejado aquí, el resultado habría sido más que satisfactorio. En cambio, nuestro autor resulta mucho menos convincente cuando se dedica al análisis de los fundamentos filosóficos del progreso que describe con acierto. O lo que es igual, cuando se adentra en materias que no son exactamente su fuerte. ¿Zapatero a tus zapatos? Desde luego, una cosa es afirmar de manera genérica que la irrupción histórica de eso que llamamos Ilustración hace posible un espectacular cambio de rumbo para las sociedades humanas a partir del siglo XIX y otra muy distinta proporcionar los detalles correspondientes: filosóficos, históricos, institucionales. Vaya por delante que Pinker no es tan ingenuo como para sostener que los filósofos ilustrados creían de forma ciega en la cualidad racional de los seres humanos, sino que más bien sostenían que podemos y debemos ser racionales. En ese sentido, alguien le ha recordado que Hume describía a la mente como esclava de las pasiones; sin embargo, eso no convierte a Hume en un irracionalista: sólo es un racionalista atento a la importancia de las sinrazones. De hecho, Pinker brilla cuando ejerce como psicólogo del conocimiento −un saber que debe mucho al pensador escocés− y nos recuerda que la razón funciona peor cuando opera en modo ideológico: cuando creemos algo porque lo creen los demás o porque señaliza nuestra pertenencia a una tribu moral. ¿Hay mejor ejemplo de esta inclinación que la ideologización de las opiniones sobre el cambio climático?

Esta constatación tiene un doble efecto en la argumentación de Pinker. Por una parte, trata de distanciarse de la disputa entre conservadores y progresistas, defendiendo que «un enfoque más racional de la política consiste en tratar las sociedades como experimentos en marcha y aprender las mejores prácticas con la mente abierta, sea cual sea la parte del espectro político de la que provengan». Ahora que la polarización política aumenta y la mentira adquiere una capacidad de difusión extraordinaria a través de las redes sociales, ese pragmatismo debería ser bienvenido. Por otra, en cambio, no se ve claro cómo podría llevarse eso a la práctica, ni de qué manera podrían erradicarse los conflictos de valor que subyacen a las diferencias ideológicas. La recomendación de Pinker, que ha de interpretarse en el contexto de la vetocracia radical en que se ha convertido Estados Unidos durante la última década, es decepcionante: «despolitizar los problemas». ¡Hombre! Ocurre así que su empeño por defender la cualidad no política de los ideales de la Ilustración le incapacita para reconocer la cualidad política de los ideales de la Ilustración. Lo que hace sospechar que Pinker ha leído poca filosofía posterior a 1945.

Por añadidura, la propia Ilustración se convierte en sus manos en una suerte de bloque monolítico dedicado a la defensa de las posibilidades inexploradas de la razón en heroica lucha contra la superstición. Pero, como han mostrado pensadores que van de Ernst Cassirer a Jonathan Israel, la Ilustración es un fenómeno intelectual y social de extraordinaria complejidad, cuyo comienzo está lejos de constituir un corte súbito en la historia europea. Hay precedentes que Pinker ni siquiera menciona, pese a que, por ejemplo, es difícil comprender la Ilustración sin el Renacimiento: de Copérnico a Erasmo, pasando por Savonarola o el nacimiento de la banca moderna. Por otro lado, no hay una sola Ilustración, sino varias. Esto vale especialmente para la teoría política, donde se produce una bifurcación entre los ilustrados radicales que aspiraban a la democratización plena y aquellos otros, más moderados, que defendieron instituciones mixtas y se resistieron inicialmente a aceptar la plena igualdad de derechos. No obstante, aun aceptando su apretada síntesis del ideal ilustrado como una necesidad argumentativa, Pinker peca por omisión cuando deja fuera del libro las fatales ambivalencias inherentes a la práctica de los valores ilustrados. Insiste, por ejemplo, en separar cuidadosamente la eugenesia nazi del ideal científico, atribuyendo esa aberración al influjo maligno de las fuerzas contrailustradas. Y lo mismo cabe decir del desprecio racionalista por otras culturas, etnias o seres: la Ilustración nada tendría que ver con esas perversiones. Pinker aplica una lógica ventajista: si la Ilustración defiende el recto uso de la razón y la ciencia, el uso desviado de la razón y la ciencia no pertenece a la Ilustración.

Es aquí donde las acusaciones de «cientifismo» que Gray dirige a Pinker parecen justificadas, pues el canadiense parece por momentos sugerir que la ciencia es moralmente neutral e incapaz de producir mal alguno. Por decirlo con una fórmula, Pinker tiene razón ante Thomas Kuhn pero no ante Günther Anders: la existencia de la «verdad científica» y la innegable eficacia de la tecnología no deben excluir la reflexión moral sobre eso que Jürgen Habermas llamó «ideología científico-técnica». Tal vez se llegaría con ello a unas conclusiones no muy distintas de las que propone nuestro autor, pero esa tradición de pensamiento no puede ignorarse; confrontarse seriamente con ella habría proporcionado al libro una mayor autoridad. Como le ha afeado William Davies, Pinker sitúa a la Ilustración y la ciencia del lado bueno de todos los conflictos de los últimos doscientos años, resistiéndose a admitir que −como Zygmunt Bauman dejó establecido antes de convertirse en profeta de la liquidez− la modernidad es, sobre todo, ambivalente: a la vez liberadora y amenazante. Escondiendo bajo la alfombra el problema del mal, Pinker incurre por momentos en una cierta banalidad del bien. Y lo mismo vale para los agujeros negros del humanismo: en tiempos no muy lejanos, la categoría de «hombre» o «ser humano» excluía a individuos pertenecientes a amplios grupos sociales y aún hoy sirve para establecer una separación demasiado tajante respecto a los seres no humanos. Recuérdese a Auguste Comte, promotor de un programa positivista bien poco liberal para la organización de las sociedades humanas, o las pretensiones de un Marx que decía hacer «socialismo científico». Aunque conviene evitar el presentismo a la hora de juzgar estas desviaciones, la razón no puede dejar de hacer crítica sobre sí misma, gusten o no las consecuencias filosóficas de ese programa. Así que el empeño del autor por arremeter contra el posmodernismo filosófico, que adquiere tonalidades caricaturescas cuando convierte a Nietzsche en origen de todos los males («Drop the Nietzsche», exhorta), conduce a una simplificación que no podrá dejar de advertir ningún lector mínimamente avezado de filosofía o teoría política.

En realidad, se trata de argumentos conciliables. Pinker acierta en lo esencial cuando describe los principios de la Ilustración: el uso de la razón y de la empatía, el desarrollo sistemático de una ciencia que incluye las ciencias humanas, la creencia en el universalismo y en la posibilidad del progreso, el análisis racional de la prosperidad, el rechazo del tribalismo y el pensamiento mágico. Estos principios suministran la estructura básica de la modernidad. Pero no porque la razón hubiera estado del todo ausente durante los dos milenios previos, sino porque la Ilustración propulsa −o viene acompañada de− una auténtica revolución política en la que Pinker apenas hace hincapié. Las distintas revoluciones de la época moderna, henchidas de inevitables contradicciones, consagran el principio de igualdad y el gobierno representativo, abriendo la puerta a la dificultosa cohabitación de los principios liberal y democrático en el marco de unas sociedades de complejidad creciente, en buena parte debido al impulso generado por el desarrollo tecnológico y el crecimiento económico. Es en el interior de esa estructura donde estallan las tensiones de la Ilustración: el racionalismo produce romanticismo, el mercado libre genera externalidades, el universalismo sofoca los particularismos. Y, como ha advertido Alison Gopnik, se echa de menos en el libro un juicio más ponderado sobre los apegos humanos de orden comunitario −familiares, locales, tribales− que tan destacado papel desempeñan en nuestras vidas: hablar de un «florecimiento humano» que privilegia los valores cosmopolitas resulta algo tramposo. Finalmente, el intento por «actualizar» los valores ilustrados en el marco de la Tercera Cultura, que Pinker pone en relación con los conceptos de entropía, información y evolución, produce unos resultados desiguales. Resultan interesantes sus consideraciones sobre el papel clave que desempeñan las capacidades humanas de almacenar energía y producir información como medios para reducir la entropía, pero el conjunto se ve lastrado por el excesivo peso que otorga a la psicología evolucionista en detrimento de formas más sofisticadas de entender la evolución humana: de la epigenética a las teorías de la construcción de nicho.

En último término, Pinker ha entregado un vigoroso manifiesto cuyos méritos descansan, sobre todo, en la elocuencia de su aparato estadístico y en el desacomplejado entusiasmo con que se defiende la superioridad de la sociedad moderna frente a sus enemigos. Se trata de una obra de combate, más oportuna que oportunista ahora que el combate contra las fuerzas regresivas del populismo y el nacionalismo conoce un nuevo e inesperado episodio. Su optimismo es menos complaciente que condicional, si aceptamos la distinción de Paul Romer: el progreso depende de que se mantengan las condiciones que lo hacen posible, mientras que complaciente es creer que las cosas irán bien hagamos lo que hagamos. Por eso nada desea Pinker con mayor fervor que hacer justicia al progreso, reconociendo su existencia y su alcance: para evitar ponerlo en peligro de ahora en adelante. Este libro, pese a sus defectos, puede contribuir a ello.



El psicólogo social Steven Pinker



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Entrada núm. 4583
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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

miércoles, 9 de noviembre de 2016

[Personal] Deuda de gratitud



Emilio Lledó



El pasado día 5 el profesor Emilio Lledó, ilustre filólogo, filósofo, humanista, académico de la Real Academia Española, y profesor de innumerables generaciones de alumnos, cumplió 89 años de edad. Esta entrada de hoy está dedicada a él.

En unas semanas hará once años que me llegó la hora de mi jubilación laboral, y fue ese el momento en que decidí abandonar también definitivamente toda veleidad académica, si es que se puede llamar así a más de treinta años de vida universitaria. Una exasperante relación de amor-odio-exasperación, aunque al final prevalezca nítidamente lo primero, con la Escuela Social, la Escuela Normal Superior de Magisterio, la Escuela Central de Idiomas, el Instituto "Balmés" de Sociología del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la New York University y la Universidad Nacional de Educación a Distancia. De esta última, de la UNED, fui, como vulgarmente se dice, cocinero y fraile, pues aunque siempre como alumno tuve el inmenso honor de formar parte de varios Consejos de Departamento, Juntas de Facultad, e incluso, de su Claustro Constituyente, de la Junta de Gobierno y del Consejo Social de la misma, y de presidir el Consejo General de Alumnos de la Universidad, lo que me permitió el placer y el privilegio de conocer y tratar a ilustres profesores, muchos ya por desgracia desaparecidos o jubilados de su vida académica.

Si tuviera que personalizar en uno solo de ellos la inmensa deuda que guardo para con la Universidad, no tengo duda que elegiría, sin desdoro alguno para los demás, al profesor Emilio Lledó. Eminente filólogo, filósofo, humanista, y miembro de la Real Academia Española, él fue para mí el profesor por antonomasia. Fue mi profesor de Historia de la Filosofía en la Facultad de Geografía e Historia de la UNED, y con él descubrí a Platón y la República, Aristóteles y la Política, o San Agustín y su Civitatis Dei, pero sobre y ante todo, aprendí a admirar y reconocerme como heredero del mundo de la cultura clásica legada por Grecia y Roma al occidente europeo y la humanidad.

Una sola anécdota, de las varias que le oí contar -pues era uno de esos profesores que se ganaba a sus discípulos por su facilidad de acceso y sus digresiones siempre relacionadas con el mundo de la filosofía-, fue la respuesta dada, al parecer, por Zubiri, el gran filósofo español discípulo de Ortega, a un alumno que le pidió su opinión sobre como llegar a ser un filósofo. La respuesta de Zubiri parece ser que fue: "Aprenda alemán y griego clásico, y luego vuelva por aquí, que ya le diré...". Y es que, para el profesor Lledó, que no se cansaba de repetirlo, la Historia de la Filosofía, no era nada más, y nada menos, que el conocimiento y profundización en las grandes obras escritas por los filósofos. Y eso, ir a las fuentes de la Filosofía sin saber griego antiguo y alemán moderno es como quedarse en el abrevadero, que es donde yo me quedé, pero con el gusanillo metido para siempre en el alma.

El año 2004 el profesor Lledó pronunció el discurso del Día de la Fundación Pro-Real Academia Española, fundación de la que formé parte como socio durante varios años. Se titulaba Símbolos del alma, y lo guardo, dedicado por él, como oro en paño. Dice al final del mismo unas palabras que releo a menudo: El descubrimiento de la estructura esencial de los seres humanos -seres partidos, palabras a medias que precisan siempre ser entendidas, completadas- nos lleva al problema fundamental de esa natural y mental indigencia. La parte del símbolo que constituye nuestro ser, igual que las mitades de nuestras palabras, se forma y construye en el curso de cada vida. Somos, sobre todo, lo que hablamos. Pero ese habla está, en cada momento, levantada desde nuestro cuerpo y nuestros sentidos, desde nuestra libertad o esclavitud, desde la siempre azarosa historia de nuestro individual destino, desde el gozo y la desgracia, la miseria o la abundancia, el amor o el desamor, la luz o la ofuscación. El lenguaje envuelve a cada vida con la niebla surgida en el horizonte de aquellos que nos han hablado, que nos han iluminado o entontecido. Los lenguajes que, desde niños, han llegado a nuestra sensibilidad e inteligencia pueden habernos encerrado en una jaula de hierro de la que nunca podremos ya salir.

Pongan ustedes en relación las palabras dichas por el profesor Lledó con las pronunciadas por otro ilustre profesor, esta vez de la Universidad de Chicago, George Steiner, y tendrán completado el círculo de lo que con escasa pericia y peor fortuna estoy intentando transmitir. Dice Steiner sobre la función de la universidad en su libro Errata. El examen de una vida: Una universidad digna es sencillamente aquella que propicia el contacto personal del estudiante con el aura y la amenaza de lo sobresaliente. Estrictamente hablando, esto es cuestión de proximidad, de ver y de escuchar. Y continúa poco más adelante: "Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que se ven, oyen, huelen la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresada, algo de su resplandor permanecerá en ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío.

Hace unos años el Museo del Prado de Madrid y el Albertinum de Dresde organizaron conjuntamente una exposición de escultura clásica, "Entre dioses y hombres", que tuvo una excepcional acogida. ¡Qué magnífica excusa para una escapada de fin de semana!, pero no pudo ser... Para compensarme de ello el profesor Lledó escribió un hermoso artículo titulado Lo bello es difícil, en el que glosaba la impresión recibida al visitar la exposición. Toda una celebración de la vida y del goce de mirar a través del asombro del arte, el amor a la verdad, la sensibilidad de la mirada y las ansias de libertad, que comienza su artículo con estas emocionadas y emocionantes palabras: Al entrar en el Prado para recorrer con la mirada la exposición, no podemos por menos de recordar una palabra maravillosa de las muchas que hemos heredado de la cultura griega y que, espero, no se nos vayan olvidando. Esa palabra es el "asombro" (thaumasía). Parece que fue esta extrañeza ante los misterios del mundo, ante la armonía de los astros, ante la luz y la belleza que podían mostrarnos, lo que provocaba ese asombro. Asombrarse suponía descubrir lo "otro" y saber establecer esa distancia que nos permite entender. Si vivimos saturados de entorno, aplastados de noticias que no queremos o no podemos discernir; si no sabemos intuir esa lejanía necesaria para mirar, para entrever, incluso para tocar lo que nos rodea, estamos en el camino, en el mal camino, de perder la sensibilidad y, por supuesto, la inteligencia. Fue el asombro, la distancia, el no querer dar por hecho nada de lo que observábamos, lo que originó, decían los griegos, la filosofía, o sea, la curiosidad, el apego, la necesidad y la pasión por entender y entendernos. No dejen de leerlo, que merece la pena.



Escudo de la UNED



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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Entrada núm. 3016
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