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sábado, 25 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Honduras: ¿Cómo el camarote de los hermanos Marx? (Publicada el 6 de julio de 2009)




El presidente hondureño, Manuel Zelaya



No he querido hacer un juego de palabras y menos aún humor negro sobre la crisis política que vive Honduras. Pero la verdad es que la situación de "voy-vengo-entro-salgo" comienza a parecer una parodia de la famosa escena del camarote de los hermanos Marx. En estos momentos, a las 00.45 horas (hora canaria) del 6 de julio de 2009, el presidente depuesto por la Justicia, el Parlamento, la Iglesia, y el Ejército de su país, y buena parte de la opinión pública hondureña, viaja de vuelta a Tegucigalpa desde Washington, con la pretensión de ser repuesto en su cargo por las mismas fuerzas que le defenestraron hace justamente una semana... Y la prensa electrónica habla ya de al menos dos muertos en los enfrentamientos entre partidarios del ex presidente y los de las nuevas autoridades hondureñas. Y hablando de los hermanos "marx" (con minúscula), al final, parece que los paladines de la democracia en América, los presidentes de Cuba, Bolivia y Venezuela, no le acompañan en su viaje de vuelta, no se sabe muy bien a donde... En todo caso, hago votos porque ese viaje no sea al enfrentamiento civil entre hondureños.

En El País de ayer domingo, venían dos interesantes artículos sobre la crisis hondureña. Uno de Moisés Naím, director de la revista Foreing Policy titulado "Golpe en Honduras: Idiotas contra hipócritas" en el que denuncia la esperpéntica actuación de unos y otros (partidarios y adversarios del presidente Zelaya) y de su cohorte de "hooligans" respectivos en la escena internacional, a los que no duda en clasificar de hipócritas e idiotas a partes iguales.

El otro artículo es de la Defensora del lector del diario El País, Milagros Pérez Oliva, que en su crónica semanal, titulada "La batalla de las palabras en un golpe de Estado", analiza las críticas recibidas por el diario en el proceso de dar a conocer a los lectores la crisis hondureña, y de las dificultades que entraña trasladar al lector una información verídica, real y objetiva de los hechos sin caer en la "opinión" o el "subjetivismo" por parte del periodista y del periódico. Espero que les resulten interesantes. HArendt




Los presidentes de Venezuela, Cuba y Bolivia



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 11 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Los golpistas se ponen la máscara saducea





Una trampa saducea es una pregunta capciosa que se plantea con ánimo de comprometer al interlocutor, ya que cualquier respuesta que dé puede ser malinterpretada o considerada inconveniente.​ Alude a los saduceos, quienes según los Evangelios plantearon a Jesús varias cuestiones de este tipo (por ejemplo, si una mujer tiene siete esposos, en la resurrección ¿ cual será su marido?, si debían cumplir el mandato de Moisés de lapidar a las adúlteras o si era lícito pagar impuestos al César romano) entre otras.

Una trampa saducea es lo que el señor Puigdemont, presidente de la república catalana durante cuarenta y tres segundos, intentó formular ayer, pero por mucha piel de cordero y sonrisa bobalicona y cínica que pongan los independentistas, los falsos profetas, los cupitas totalitarios, los podemitas disfrazados de ursulinas y sus acomplejados e inútiles compañeros de viaje de las mareas y meandros de IU, viendo quienes están de ese lado tengo clarísimo de que lado estoy yo: de la democracia, de la libertad para todos, de la unidad de España, de la Constitución y del Rey. Y después del "sí pero no" de ayer en el Parlamento autonómico de Cataluña, los independentistas se han puesto la máscara del diálogo, pero siguen siendo los mismos golpistas que eran antes de ayer y que creen que van a colarnos sus mentiras y cantos de sirenas al resto de los españoles.

Aunque el independentismo vaya a ser derrotado ahora, continuará activo en la sociedad catalana, dice el historiador catalán Joaquim Coll. Es necesario construir un potente contrapeso a esa influencia infatigable que no tardará en escribir un relato heroico de lo que ha pasado. 

El contundente mensaje del Rey, inequívoco en señalar la culpabilidad de las autoridades de la Generalitat, no nos puede hacer olvidar los errores cometidos por el conjunto de las instituciones españolas, empezando por el Gobierno, que podían haber abortado mucho antes el desarrollo de unos acontecimientos largamente anunciados. Si la situación es de “extrema gravedad”, en palabras de Felipe VI, es porque demasiados frenos y cortafuegos han fallado. Porque no estamos ante el clásico golpe ejecutado de forma sorpresiva, urdido secretamente con el propósito de subvertir la legalidad de un día para otro. Si algo no se les puede reprochar a los partidos y entidades separatistas es que hayan escondido la naturaleza de sus planes. Tampoco se puede alegar que el cariz que estaba tomando la dinámica política en Cataluña no haya sido analizado profusamente por múltiples expertos, tanto para proponer reformas de diversa índole que pudieran encauzar el incremento de la tensión territorial como para señalar la urgencia de actuar con determinación ante la burla sistemática que de las leyes estaban haciendo las instituciones catalanas. Nada de lo sucedido ha podido pillar desprevenido a nadie y, sin embargo, los principales actores de la política española no han sido capaces de diseñar una estrategia reconocible ante la sucesión de escenarios previsibles.

El principal error de base que ha perdurado hasta hace muy poco, tanto en los partidos como en las instituciones del Estado y en no pocos medios de comunicación, ha sido las ganas de engañarse. En julio del año pasado, todavía PP y PSOE consideraban que la antigua Convergència del PDeCAT podía participar en el sostenimiento de la gobernabilidad y para ello a punto estuvieron de regalarle el grupo parlamentario en el Congreso que no había obtenido en base a una lectura ajustada del reglamento. En determinados círculos de poder madrileños no se ha querido asumir durante estos años las consecuencias globales del paso al independentismo del grueso de la derecha nacionalista catalana y de sus dirigentes.

Por otro lado, y sin necesidad de remontarnos a la etapa del procés que empezó con Artur Mas en 2012, los poderes del Estado han tolerado la erosión permanente de la legalidad constitucional en Cataluña, un proceso que se aceleró de forma inequívoca tras la resolución del 9 de noviembre de 2015 en el Parlament, que fue ya una declaración de independencia en diferido a la espera de los 18 meses de plazo para materializar la gran promesa. Tras el reajuste en la hoja de ruta que tuvo que hacer Carles Puigdemont para sortear la crisis de los presupuestos con la CUP, ahora hace un año, el plan culminaba con la aprobación de las leyes del referéndum y de transitoriedad jurídica. Ese autogolpe parlamentario, ejecutado finalmente los días 6 y 7 de septiembre pasados, intentó maquillar su carácter profundamente ilegítimo con una sucesión de jornadas revolucionarias en la calle con el objetivo de desbordar al Estado de derecho. Cualquier excusa ha sido buena para agitar el argumento de que España se había convertido en una dictadura. Y eso es lo que hemos vivido en estas inquietantes semanas hasta el 1-O, seguido de la inaudita “huelga nacional” del martes pasado en medio de un clima social desquiciado por la torpe actuación policial durante las votaciones. Hasta ahora hemos visto la cara mayormente festiva de esa revolución nacionalista, pero no puede descartarse un cierre violento en función del choque final que decidan los líderes separatistas. Han pronunciado demasiadas promesas de alto voltaje que han convencido a miles de catalanes que iban a votar y decidir la independencia.

Ciertamente, el procés ha conocido etapas cansinas hasta lo grotesco. Hemos asistido a una reiteración de anuncios sin consecuencias inmediatas, a una dilación del calendario desesperante incluso para los propios independentistas, y a un rediseño permanente de la táctica en búsqueda de la máxima astucia frente al Estado. Todo ello ha podido contribuir a que mucha gente fuera y dentro de Cataluña no se tomara en serio el desafío o considerase que estaba frente a una “ilusión” o un “pasatiempo” político. Sin embargo, finalmente ha quedado a la luz que estábamos ante una sofisticada técnica posmoderna de golpe de Estado que se ha servido de las instituciones del autogobierno para extender entre la sociedad catalana una dinámica insurreccional bajo la bandera del derecho a decidir y la democracia. Si algún día se hace la auditoría económica de lo que ha costado a las arcas públicas el procés, tanto dentro de Cataluña como de forma privilegiada en el ámbito internacional, descubriremos cifras escandalosas. Pero la clase política española ha sufrido una gran pereza para entender la naturaleza del fenómeno y ha preferido refugiarse en la tranquilidad de “lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible” porque la Constitución no lo permite.

De acuerdo, esta vez no habrá secesión, pero la crisis a que dicho intento nos ha llevado no tiene parangón. Hemos asistido a diversas fases de negación o de parálisis por estupefacción ante la gravedad del envite. También ha habido una renuncia clamorosa al combate de las ideas y a la batalla de la propaganda. Cuántas veces no hemos escuchado con desolación que ya no había nada que hacer en Cataluña, ignorando que somos muchos más los catalanes que no estamos dispuestos a que nos expulsen de nuestro país y nos roben la ciudadanía española y europea. En muchos debates el independentismo se ha impuesto por incomparecencia del Estado, cuya debilidad ha sido pasmosa. Una esclerosis que ha afectado desde lo más básico para hacer posible el cumplimiento de la ley, empezando por los Ayuntamientos, hasta el desinterés por lo que se supone debería preocupar a los servicios de inteligencia ante el intento de destruir la unidad territorial desde una parte del propio Estado. Finalmente, se ha confiado muy poco en los catalanes constitucionalistas que han luchado contra las mentiras del nacionalismo desde primera hora y han hecho propuestas para convertir el desafío en una oportunidad de mejora para Cataluña y España.

No habrá secesión, pero sería imperdonable no aprender de los errores, empezando por que los partidos encaucen de una vez para siempre la cuestión territorial con sentido de Estado. Porque si no se hace bien, cuando llegue la hora de la reforma constitucional, no conseguiremos encauzar la crisis en Cataluña. Aunque el separatismo sea derrotado ahora con la fuerza de la ley continuará operando en la sociedad catalana. Y por eso sería insensato no construir un potente contrapeso (mediático, cultural, económico, asociativo) a la influencia del infatigable nacionalismo, que rápidamente escribirá un relato heroico de su derrota, concluye diciendo.




Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt




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jueves, 23 de febrero de 2017

[A vuelapluma] Hoy hace 36 años del 23-F. Una vivencia personal





Hacía tiempo que no había tenido una racha tan febril de lectura como la de aquel mes, comentaba en mi entrada del 7 de febrero de 2014. En apenas una semana, había leído dos libros de historia: Breve historia del mundo contemporáneo. Desde 1776 hasta hoy, de Juan Pablo Fusi, y La herencia viva de los clásicos. Tradiciones, aventuras e innovaciones, de Mary Beard;  dos novelas: El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson, y Escenas de la vida rural, de Amos Oz; y uno de memorias. En total, algo más de 1500 páginas. El último, el de memorias, de Fernando Ónega, que llevaba por título Puedo prometer y prometo. Mis años con Adolfo Suárez (Plaza y Janés, Barcelona, 2013) me había emocionado especialmente. En gran medida, porque tuve la fortuna de conocer personalmente a Adolfo Suárez y colaborar con él en la aventura de la UDPE como secretario general del partido en Las Palmas. Su lectura me había hecho recordar acontecimientos que se iban diluyendo en la memoria con el paso de los años. Uno de ellos, sin duda, el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, del que ya he escrito en anteriores entradas.

Hoy se cumplen treinta y seis años del mismo. A estas alturas, ya es historia. Los responsables fueron juzgados, condenados, cumplieron sus penas o fueron indultados cuando el Gobierno lo consideró conveniente. Pero es una fecha para el recuerdo. Recuerdo para el que yo no guardo ningún sentimiento especial salvo el de la enorme vergüenza que sentí aquella tarde-noche de 1981. Hasta que el Rey pudo leer su discurso por televisión. Como para muchos españoles, para mí, con él terminó la zozobra, pero la vergüenza persistiría por mucho tiempo. Mejor dicho, todavía persiste, porque aunque me resisto a ello, cuando ponen las imágenes de aquellos traidores a su patria, su rey, sus conciudadanos y su honor, asaltando a tiro limpio el Congreso de los Diputados, se me viene el rubor a las mejillas y la vergüenza me impide articular palabra.

Aquella tarde de invierno de 1981 estaba esperando en la biblioteca del Centro Asociado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en Las Palmas a que fuera la hora del coloquio de una de las asignaturas, no recuerdo cuál, de la licenciatura en Geografía e Historia que correspondía aquel día. Un alumno llegó a la biblioteca y comentó que habían asaltado el Congreso en plena sesión de investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno. Bajé enseguida al coche, que tenía aparcado en la puerta misma del centro y me puse a oir emisoras de radio. Ninguna era capaz de concretar nada, salvo que se había interrumpido la sesión en el Congreso ante la entrada de guardias civiles armados, que había habido disparos... Y poco más. Busqué un teléfono público y llamé a casa. No me contestó nadie, y entonces me acordé que aquella tarde mi mujer había quedado en visitar a algunos clientes con el director regional del Banco para el que ella y yo trabajábamos en aquel entonces. Volví a casa tras recoger a nuestras hijas, de 12 y 2 años que estaban con su abuela. Mi mujer llegó poco después; no sabía nada sobre lo que había ocurrido, así que nos pusimos a oír la radio. Llamamos, sin problema en las líneas, a mis padres y mis dos hermanos que vivían en Madrid. Nos contaron que las calles estaban tranquilas, y la gente atenta en sus casas, pegadas a las radios en espera de noticias que no llegaban. No logro recordar que tipo de sentimientos me embargaban en ese momento. Desde luego no eran de temor, miedo o algo similar, a pesar de ser sindicalista en activo con responsabilidades en la Unión General de Trabajadores (UGT), en aquella época el sindicato hermano del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), el partido mayoritario de la oposición en el que yo militaba por aquel entonces. Más bien los sentimientos que me embargaban eran los de incredulidad, estupor y vergüenza; sí, mucha vergüenza, porque de nuevo España fuera protagonista de una asonada militar a lo siglo XIX. Lo había estudiado en profundidad por aquellas fechas en la universidad y el recuerdo era irremediable. La angustia y la incertidumbre duraron hasta el momento de ver al Rey por televisión. Después de verlo mi mujer y yo nos fuimos a dormir, agotados pero tranquilos. El golpe, o lo que intentara ser, estaba claro que había fracasado. A la mañana siguiente acudimos a nuestro trabajo, no como siempre de ánimo, pero acudimos. A medida que fueron transcurriendo las horas, el intento de golpe de Estado fue tomando el formato de un esperpento valleinclanesco. Ver salir por las ventanas del Congreso, arrojando sus armas al suelo, a numerosos guardias civiles de los que habían participado en el asalto, que se entregaban brazos en alto a las fuerzas de policía que rodeaban el edificio, era un espectáculo en el que uno, como espectador, no sabía muy bien si reír o llorar.

Hace unos años Televisión Española puso en antena por estas mismas fechas una miniserie de ficción de dos capítulos titulada 23-F: El día más difícil del rey, dirigida por Silvia Quer, que batió todos los récords de audiencia del país durante las dos jornadas en que se emitió. Aunque algunos medios la tildaron de oportunista y falta de rigor, a mi, personalmente, me gustó y me emocionó. Y por el número de espectadores que la vieron, parece que también interesó a bastantes españoles. Quiero suponer que sobre todos a los que por aquellos años teníamos ya edad suficiente para darnos cuenta de lo que pudo suponer.

Por abril del año 2014, la periodista Pilar Urbano sacó de la imprenta un nuevo libro sobre el "23-F". No pienso leerlo, me dije entonces. Y lo cumplí. Y eso que no suelo hacer juicios de valor tan radicales, pero bastantes tonterías se leen cada día como para encima pagarlas de mi bolsillo y perder mi tiempo en ellas. Su libro me pareció entonces, y sigue pareciéndome ahora -sin leerlo- mero oportunismo comercial. No podía ser casualidad, decía en mi entrada, que se publicara nada más morir uno de sus protagonistas, si bien es cierto que desde muchos años atrás esa persona, el expresidente Adolfo Suárez, estuviera fuera de toda posibilidad de confrontar la realidad de los hechos con las ocurrencias de doña Pilar. Sobre el otro protagonista, el rey Juan Carlos, sabía doña Pilar que no iba a abrir la boca; porque no debía y no tanto  porque no quisiera. Pero la provocación y la maledicencia son productos recalcitrantes en la pluma de la señora Urbano, y no merece la pena insistir sobre ello. 

La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura; lo decía mi amigo, el ilustrado François Marie Arouet, alias Voltaire, a mediados del siglo XVIII, y creo que su admonición no ha perdido ni un ápice de vigencia. La verdad histórica nunca es definitiva por principio; la formulan los historiadores a través del examen, interpretación y comentario riguroso de los testimonios documentales y materiales existentes en cada momento. La verdad judicial la establecen los jueces y tribunales, y como se suele decir, para bien y para mal, eso va a misa cuando adquiere la condición de cosa juzgada. Todo lo demás es oportunismo, maledicencia o manipulación descarada, que es lo que suele hacer doña Pilar Urbano con extremada fortuna editorial.

Una de las personas que más y mejor ha escrito sobre el "23-F" y el papel de Suárez y del rey Juan Carlos en el mismo ha sido el escritor Javier Cercas. El 1 de abril de ese año 2014 escribía en el diario El País un artículo, titulado El hombre que mató a Francisco Franco, en el que decía, literalmente, que  "tras su muerte [la de Adolfo Suárez], hemos escuchado estos días muchas obscenidades, mentiras y vilezas". Entre ellas, sin nombrarla, las de Pilar Urbano. Va a hacer ocho años, mientras paseaba con mis nietos por la calle Triana de Las Palmas, compré en la Librería Atlántico el libro que Javier Cercas escribió sobre el "23-F": Anatomía de un instante (Mondadori, Barcelona, 2009). Lo comencé a leer esa mismo noche y lo terminé dos días más tarde bajo el porche de nuestra casa de Maspalomas. No voy a hacer una crítica del libro de Cercas (las recibió, y muy duras también, como sobre el artículo citado más arriba); ni textual, ni de ningún otro tipo. Que cada uno de sus lectores saque sus propias conclusiones. Pero tengo la sacrílega (para algunos) costumbre de rellenar con anotaciones, pensamientos a vuelapluma, preguntas, interrogantes y signos de admiración, amén de subrayados y líneas al margen, las páginas de los libros que leo. Cuando son de mi propiedad, claro está. El número de anotaciones no es signo indiscutible de nada, pero sí, al menos, de que me ha interesado lo que leía.

Mi primera anotación al texto de Anatomía de un instante la realizo al margen de la página 208 y dice así: "Yo, ese día, lo único que sentí fue una vergüenza inmensa". Y lo que la ha motivado es el párrafo en el que Javier Cercas habla de las similitudes entre la ocupación del Congreso de los Diputados por el teniente coronel Tejero, en 1981, y la de la mítica entrada a caballo en el hemiciclo, en 1874, del general Pavía. Mítica, sí, porque Pavía nunca entró a caballo en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo, sino a pie, ante lo cual los diputados republicanos salieron de las Cortes en desbandada. En 1904, Nicolás Estébanez, grancanario como yo, poeta, político liberal, revolucionario y republicano que acabó monárquico, y treinta años atrás diputado en las Cortes de 1873, escribiendo sobre ese hecho, comentó: "No rehuyo la parte de responsablidad que pueda corresponderme en la increíble vergüenza de aquel día; todos nos portamos como unos indecentes". Y afirma Javier Cercas al respecto: "Aún no han transcurrido treinta años desde la asonada de Tejero, y que yo sepa, ninguno de los diputados presentes el 23 de febrero en el Congreso ha escrito nada semejante". Y en la página siguiente, la 209, afirma con rotundidad: "Ésa fue la respuesta popular al golpe: ninguna. Mucho me temo que, además de no ser una respuesta lúcida, no fuera una respuesta decente". Totalmente de acuerdo con él. Y esa es una más de las razones de mi vergüenza esa fatídica tarde: los españoles (entre los que me incluyo, claro está) ese día nos quedamos sentados ante la radio viéndolas venir... A partir de esa pagina las anotaciones se van a ir sucediendo con profusión.

Anatomía de un instante es el relato-crónica pormenorizado, detallista y exhaustivo del golpe de estado del 23 de febrero. Del "por qué", del "cómo" y los "por quién". De la "placenta" del golpe, como la denomina Cercas, de su desarrollo y de sus consecuencias. Y su título hace referencia a ese momento, clave, en que tras los disparos de los guardias civiles en el interior del hemiciclo, como en el fotograma congelado de una película, aparte de los asaltantes, sólo el en aquel momento presidente del Gobierno, Adolfo Suárez; su vicepresidente, el general Gutiérrez Mellado, y el diputado y secretario general del Partido Comunista de España, Santiago Carrillo, permanecen impertérritos en sus escaños mientras las balas silban a su alrededor. A explicar el "por qué" de ese hecho y a reivindicar históricamente sus figuras, y el protagonismo y responsabilidad que tuvieron en la génesis del 23-F, está destinado buena parte del libro.

La última de mis anotaciones está en la páginas 434 (el libro tiene 437 sin contar notas y apéndices), y no es tal, sino un subrayado de diez líneas que dicen lo siguiente: "El franquismo fue una mala historia, pero el final de aquella historia no ha sido malo. Pudo haberlo sido: la prueba es que a mediados de los setenta muchos de los más lúcidos analistas extranjeros auguraban una salida catastrófica de la dictadura; quizá la mejor prueba es el 23 de febrero. Pudo haberlo sido, pero no lo fue, y no veo ninguna razón para que quienes por edad no intervinimos en aquella historia no debamos celebrarlo; tampoco para pensar que, de haber tenido edad para intervenir, nosotros hubiésemos cometido menos errores que los que cometieron nuestros padres".

La del libro de Cercas es en todo caso una lectura recomendable para los que tenemos edad para recordar lo que pasó aquel día, asumiendo nuestra cuota de responsabilidad personal e histórica; y para los que no tenían edad para recordarlo y mucho menos comprenderlo, para que aprendan el valor de la libertad, los sacrificios de su conquista, y la facilidad con que ésta puede perderse por la estupidez y la ambición y la soberbia de los hombres. 

El diario El País dedicó el pasado año a la efeméride un amplio reportaje multimedia que pueden seguir si lo desean en este enlace.




Suárez y Gutiérrez Mellado se enfrentan a los golpistas en el Congreso


Desde el trópico de Cáncer acaba de recibir hace un instante su visita número 500.000. Muchísimas gracias a todos sus lectores. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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Entrada núm. 3335
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