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sábado, 2 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA Saber marcharse a tiempo es un arte





En el teatro del mundo, uno se examina todos los días y siempre se le juzga por lo último que hace, escribía hace unos días en El Mundo su director, el periodista Francisco Rosell. Resuelta ya la moción de censura presentada por el partido socialista contra Mariano Rajoy que ha convertido a Pedro Sánchez en el septimo presidente del gobierno desde la restauración de la democracia, las palabras de Francisco Rosell conservan toda su virtualidad.

Poco cuentan los éxitos cosechados por abundantes y magníficos que hayan resultado, señalaba Rosell en su artículo. Por eso, como dijo Tony Blair al despedirse del 10 de Downing Street, todo gobernante acaba indefectiblemente mal por muchas victorias electorales que atesore y éxitos de gestión esmalten su lucida biografía. Ello entraña una enorme injusticia. Sin duda. Pero obliga cuando se desempeñan puestos de alta responsabilidad y de obligada ejemplaridad. A este respecto, pocas cosas tan peliagudas como percatarse de cual es el momento de decir adiós, salvo insinuárselo al que está en la cúspide del poder. 

En la historia reciente de España, tamaña osadía originó incluso la voladura de un periódico como el rotativo Madrid. Su editor, Rafael Calvo Serer, clarividente miembro del Opus Dei, no tuvo mejor ocurrencia que establecer cierto paralelismo entre la marcha del general De Gaulle, a causa de la crisis política desatada por la revolución de Mayo del 68, y la conveniencia de que Franco hiciera lo propio, tras acumular entonces seis lustros en la Jefatura del Estado. 

Saber marcharse a tiempo es ciertamente la operación más difícil que cabe acometer. En el campo de batalla, pero también en el terreno político. No en vano, la política no deja de ser una guerra con otras armas. "En los regímenes democráticos, incluso, grandes personalidades, como Churchill y Adenauer -aludía Calvo Serer, disimulando el destinatario último de su invectiva- fueron objeto de duras críticas y se vieron obligados a abandonar el Poder de los electores que en otros momentos les manifestaron entusiasta adhesión o un simple reconocimiento de sus servicios".

Ésa es, justamente, la circunstancia del presidente Rajoy. Vive las horas más comprometidas de su carrera política, al haberle pedido al tiempo quizá más de lo que éste podía darle. Merced a ello, tiene el honor indubitado de ser el político que más perdura en el poder desde Franco. Bate la marca de Felipe González a base de hacer divisa de lo dicho por Felipe II de sí mismo: "Yo y el tiempo contra todos". Empero, después de ser un maestro en el manejo del mismo, éste parece haberle abandonado tras la severa sentencia de la Audiencia Nacional sobre la trama Gürtel. Lo ha crucificado sin estar sometido a juicio y sin aguardar a que se enjuicien otras piezas sumariales más comprometedoras por referirse a años en los que tuvo más altas responsabilidades orgánicas. 

Ni en la peor de sus pesadillas pudo imaginarse Rajoy un fallo así. Tan demoledor por la enormidad de las penas (más altas que las aplicadas a sanguinarios terroristas). Tan corrosivo por socavar su credibilidad como testigo en aspectos ajenos a esta causa, tan devastador por vincular las actividades del PP a los de una organización delictiva. Y tan catastrófico, en fin, por hacer saltar por lo aires la frágil entente (no ciertamente cordiale, que sí de circunstancias) de los tres partidos constitucionalistas (PP, PSOE y Cs) frente al órdago separatista catalán. 

Con su populismo punitivo, afrentoso para un Estado de derecho que se precie de tal, dos jueces (José Ricardo de Prada y Julio de Diego), en línea judicial e ideológica con el instructor inicial del sumario, el ex juez Garzón, pueden haber cambiado la historia reciente de España. Han dispensado una fuerte dosis de demagogia punitiva, valiéndose ciertamente de unos hechos deleznables y merecedores de condena. Ambos togados ya debieron mover a la sospecha de Rajoy cuando se empeñaron contra el criterio del presidente del tribunal (autor del voto particular de la Justicia), Ángel Hurtado, de convertirle en el primer mandatario español que declaraba como testigo en el ejercicio de su cargo, a diferencia de sus antecesores González (caso GAL, en 1998) y Suárez (caso Banesto, en 1995) que lo hicieron cuando abandonaron La Moncloa. 

Desde julio del año pasado, pues, el sino de esta legislatura se ha desarrollado bajo la espada de Damocles de aquella declaración como testigo en sede judicial de Rajoy. Ahora esta sentencia que lo crucifica sin sentarle siquiera en el banquillo de los acusados la finiquita. Así las cosas, cuando parecía que Rajoy cruzaba el Rubicón de su mandato y se aseguraba su permanencia en La Moncloa por dos años más, merced al apoyo presupuestario in extremis del PNV, quien le sacaba las hijuelas al Estado, al tiempo que se ponía en jarras con un plan soberanista con el brazo político de ETA (Bildu), el presidente, en horas siquiera veinticuatro, se hundía en sus procelosas aguas del río de todas las metáforas. Su aparente satisfacción, aunque nadie lo diría por su palidez y su balbuceante verbo de la tarde-noche de su particular miércoles de ceniza, era, en realidad, el canto del cisne.

Después de agavillar el variopinto voto de siete formaciones políticas, cual feliz jugador de las siete y media que ronda la plenitud, una ventolera judicial de imprevisibles consecuencias desarboló la baraja haciendo volar sus desparejados naipes. El vendaval judicial puso en solfa una legislatura cogida con alfileres desde el día en que Rajoy fue investido tras repetirse las elecciones. Shakespeare ya lo advirtió: "El tiempo, en su rapidez, modifica el curso de las cosas".

Existe un proverbio ruso que habla de que el pasado es impredecible y ese ayer se le ha presentado a Rajoy en el peor momento. Sin haber querido éste dar los pasos precisos para una eventual sucesión ni haber establecido las bases para que un partido clave en la historia reciente de España subsista a su inevitable marcha, evitando experiencias trágicas como las de la UCD.

Adoptando una resistencia numantina, Rajoy no puede enfrentar una encrucijada histórica para una nación de Estado menguante, por mor de unos gobernantes carentes de la grandeza de miras de los estadistas y que se entregan al exclusivo interés del momento. Es verdad que la política hace extraños compañeros de cama, como decía Churchill, pero carece de sentido, cuando está en danza la existencia misma de la nación, que el PP fíe su suerte a un partido que busca desarbolar España como el PNV, moviendo a la vez la encina del PP y el nogal de ETA.

Para colmo de desgracias, el PSOE defiende, según días y dependiendo de la hora, una cosa y la contraria, sin importarle entregar su alma al diablo. En estas, un volatinero Sánchez plantea una moción de censura que se deslegitima con tan extraños compañeros de viaje y que resultan ser, en parte, aquellos independentistas a los que la víspera combatía con el artículo 155 en ristre. Vuelve a las andadas -o, probablemente, no sale de ellas-, de igual modo que Zapatero suscribía con una mano el pacto antiterrorista de Aznar y con la otra firmaba compromisos bajo cuerda con ETA. Este maquiavélico PSOE desprecia a esa musa del escarmiento a la que Azaña, en la amargura de su trágico fracaso, aconsejaba encomendarse para no incurrir en los errores del pasado. Era evidente que Sánchez, huérfano de escaño,por atender en mala hora la recomendación de Patxi López, rondaba el edificio de las Cortes para saltar al hemiciclo al menor pretexto, y en este caso se le ha presentado una oportunidad que legitima una eventual moción de censura. Empero, no debiera hacerlo a cualquier precio y sin ningún tipo de recato, por más que cavile que, con las expectativas electorales bajo mínimos, no habrá de perjudicarle este salto de la rana. Si sale con barbas, San Antón; si no, la Purísima Concepción. no habrá de perjudicarle este salto de la rana. Si sale con barbas, San Antón; si no, la Purísima Concepción. no habrá de perjudicarle este salto de la rana. Si sale con barbas, San Antón; si no, la Purísima Concepción. De paso, saca a Albert Rivera de su zona de confort y le fuerza a mojarse, despreciando el hecho de que las mociones de censura son un campo propicio para el suicidio.

Por encima de esa perversión de las mociones de censura, en las que más que buscar soluciones a los problemas de España se persigue poner en evidencia a los contrincantes, el mejor servicio que unos y otros pueden prestar es disolver el Parlamento y convocar elecciones, como antaño le reclamó Rajoy a Zapatero. Los españoles tienen el derecho inalienable de decidir quién debe dirigirle en un momento tan complicado y no asistir al asalto al poder por medio de una moción de censura temeraria en la que el PSOE recurre a aquellos mismos a los que desechó antes del golpe de Estado del 1 de octubre y a los que se reengancha cuando estos separatistas ya han rebasado todos los límites. Quien lo entienda que lo explique. Fuera máscaras, pues, y que cada cual vaya a cara descubierta, sin subterfugios, a la búsqueda del voto ciudadano.España parece el cántaro del Talmud: "Si la piedra cae sobre el cántaro, desdichado cántaro; si el cántaro cae sobre la piedra, desdichado cántaro; de cualquier manera siempre es el cántaro el que sufre".

En tesitura tan difícil, Rajoy parece el unamuniano "guía que perdió el camino", siendo quizá "un general que comprende que ha perdido la batalla», pero que "no puede declararlo si con esta declaración provoca una desastrosa retirada de sus soldados". Ello le obliga "a fingir una victoria, si con ello consigue una retirada en orden". Ante ese estado de confusión, quizá Rajoy eche en falta la presencia de alguien cercano que le diga, aunque deba hacerlo con el coche en marcha para luego escapar a todo trapo, que el mejor servicio que puede prestar en estos momentos es propiciar unas elecciones generales.Los españoles tienen la responsabilidad de darse un Gobierno que enfrente con fortaleza y credibilidad los retos de una nación que ve cómo su Estado se deshace por la impericia de aquellos que tienen encomendada su custodia y salvaguarda. 

No debiera esperar -ni se lo merece- una cruel reprimenda en los acres términos del bufón del drama shakesperiano. Ante los desvaríos del rey Lear, a merced de la catástrofe que había desencadenado a su alrededor, aquel loco payaso le espeta al atribulado monarca: "No deberías haber envejecido antes de ser sabio".

En definitiva, Rajoy padece el triste sino de los gobernantes que se hacen viejos en el poder. "Son sus mismos éxitos -refería Calvo Serer, en su artículo de época, pero tan actual en su radiografía de los hábitos de poder- los que les traicionan, porque se aferran a los que en otras ocasiones les fue favorable, aun contra la opinión de quienes les rodeaban. Pero al cambiar las circunstancias, ese inmovilismo resulta funesto". Saber marcharse puede salvar a un partido clave para la estabilidad de España y puede librar a un país del bloqueo en que puede sumirle el numantinismo de uno y la temeridad de otro. No es fácil papeleta situarse ante el espejo y discernir si es la hora en que uno suma o resta. Es el ser o no ser de una existencia política.


Dibujo de Ulises Culebro para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

miércoles, 24 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] El orgullo de Don Rodrigo






Francisco Rosell, periodista, director del diario El Mundo escribía hace unos días en su periódico sobre historia (de España), sobre corrupción (en el gobierno de España) y sobre don Rodrigo, no el de Vivar del siglo XI, sino sobre el Calderón, de 1621, y el Rato, de 2018. Les dejo con su relato.

El convento vallisoletano de Nuestra Señora de Porta Coeli es conocido popularmente como el de las dominicas calderonas en recuerdo de su bienhechor y mecenas, don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, a quien Felipe III mandó ajusticiar en 1621. Tras su ejecución en la Plaza Mayor de Madrid, las religiosas recogieron su cadáver y lo enterraron en la clausura del beaterio, donde su momia ocupa una espléndida sepultura fúnebre. Caballero de mérito y de oficio, cuya insolencia contrapesaba la indolencia de su protector, el duque de Lerma, don Rodrigo fue paje en la casa ducal y escaló rangos hasta ser su Secretario, nivel edesde el que adquirió títulos y mercedes hasta su defenestración y degüello «en nombre de la moralidad administrativa, política y económica». Mejor librado saldría el duque de Lerma, quien escapó de la quema al comisionarse en Roma el cardenalato, lo que le valió una ácida coplilla: «Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España, se viste de colorado». En el proceso que condujo al cadalso al «valido del valido», don Rodrigo exhibió una soberbia que dejaría para los anales aquello de «más orgullo que don Rodrigo camino de la horca». Similar jactancia desplegó este martes otro Rodrigo, de parecido humor y de apellido Rato. Todopoderoso vicepresidente económico con Aznar, desde donde pasó a ser efímero director gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI) y luego controvertido presidente de Bankia. Fue invitado a dimitir por el mismo Gobierno que le había aupado al cargo dos años antes y presidido por un tapado Rajoy que, contra pronóstico, le birló la sucesión de Aznar, cuando ésta parecía cantada, al igual que Areilza se quedó con la miel en los labios frente a Suárez.

Lo escenificó en el teatro de sus éxitos más relumbrantes. Un Congreso de los Diputados, donde lució como martillo de herejes socialistas tanto desde su escaño de portavoz del Grupo Popular como desde la bancada azul. Pero esta vez, pese a su intrincada situación penal y su desairada exposición al punto de mira de la opinión pública, empleó su brillantez oratoria para revolverse ferozmente, como un jabalí enrabietado, contra quienes fueron sus compañeros tantos lustros. Como la venganza es un plato que se sirve frío, Rato aprovechó la primera oportunidad que tuvo -su comparecencia ante la comisión que investiga la crisis financiera- para su desquite. Gozando de inmejorable fama hasta su particular ocaso de los dioses, se siente víctima de la manipulación política del PP para convertirlo en cabeza de turco de su lucha contra la corrupción y, de esta guisa, sacudirse el estigma que tan alto coste le está significando en reputación y votos. Genio y figura hasta la sepultura de quien, con insufrible arrogancia, empareja con don Rodrigo Calderón hasta parecer la reencarnación del primer marqués de Siete Iglesias.

Su vendetta llamó la atención por su minuciosidad contra sus antaño correligionarios. Señaladamente cuatro ministros, dos de ellos antiguos subordinados (Montoro y Guindos), amén de Báñez y Catalá, sin olvidarse de la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, a la que se refirió en una postrera aparición televisiva. Así, detalló hasta rayar el chisme la connivencia de todos ellos en la cacería montada contra su persona a raíz del escándalo Bankia: con su correlato de sumarios desde las tarjetas black, lo que le ha valido una condena de cuatro años en primera instancia, a la irregular salida de la entidad a Bolsa.

Es verdad que el Gobierno avivó el fuego para que sus llamas devoraran a Rato cual ninot fallero, pero no lo era menos que se estaba quemando en la hoguera que él había encendido con su negligente gestión. Claro que su soberbia no le permite ver lo evidente. De ahí que achaque, por ejemplo, su colosal fiasco a una confabulación auspiciada por el ministro de Guindos con los competidores de Bankia para que estos se aprovecharan de su derrumbe. Algo que carece de sentido, como tampoco lo hubiera tenido tratar de resolver los peliagudos problemas de Bankia fusionándola con La Caixa, como alguna mente calenturienta atisbó en aquellos apocalípticos días de auténtico escalofrío. No cabe duda, en suma, que el Gobierno se sirvió de él como cabeza de turco para darse pisto en la lucha contra la corrupción, plasmada en aquella imagen ominosa en la que un funcionario de Hacienda le hacía entrar en el coche cogiéndole del cogote. Pero habría ido suicida, más allá de la sobreactuación del Gobierno y del PP hasta incurrir en prácticas nefandas en un Estado de derecho, cerrar filas con un Rato que ha acreditado ser un turco. Dicho sea en el sentido de que su conducta ha sido claramente ominosa, emborronando una magnifica hoja de servicio que emprendió aquel viernes que, a la vuelta del primer Consejo de ministros del Gobierno Aznar, cuando España se jugaba su entrada en Maastricht, reunió a sus colaboradores y les comunicó: «Tengo una noticia buena y otra mala. La mala es que todos los ministros están contra nosotros. La buena, que el presidente está de nuestra parte».

Al margen de lo anterior, y teniendo en cuenta que se trata de un político criado a los pechos de Fraga, a cuyo tutelaje se lo encomendó su padre siendo casi un mozalbete, es patente que Rato ha aprovechado las horas bajas del PP para meter palo en candela. No sólo puso cargas explosivas bajo cinco pilares del Gobierno de Rajoy, sino que avivó las brasas de la disensión interna para achicharrar al presidente. Como advierte el clásico, «debajo de la tierra sale la venganza, que siempre acecha en lo más escondido».

Con la misma destreza que operó contra el tardofelipismo socialista, usó su daga para asestar la puñalada más certera, al paso que invitó al tránsito de votantes del PP a un crecido Ciudadanos sobre la base de que «la gente no quiere partidos burocráticos y aburridos», según le declaró sin remilgos a Herrera en la Cope. A este respecto, dio pábulo a la tesis de que el PP puede ser superado en las próximas elecciones por Cs, una opción «tan posible -martilleó- que lo percibe así la dirección del PP». Y, entretanto, Aznar rumiando su silencio pesaroso, cuando, parafraseando a Cicerón, después de estar en el puesto de mando, llevando el timón del Estado, ahora apenas hay lugar para él en la bodega del partido que refundó.

Hable Rato desde el despecho o el rencor, no cabe duda de que el PP ya ha agotado todos los cartuchos como partido al que votar como mal menor. Incluso en el caso extremo de hacerlo tapándose la nariz. Probablemente, el PP gastó su última bala azuzando el espantajo de Podemos en las elecciones generales que hubo que repetir.

Ese trasiego de votantes que detectan las encuestas tiene su reflejo en la confesión de un importante hombre de negocios que, en un almuerzo, admitía que «antes me peleaba con mis hijos para que votaran al PP, en vez de a Cs, mientras que ahora ya no discuto con ellos para votar a Rivera». Así, un encogido PP puede ganar la batalla a la crisis económica, pero perder clamorosamente las venideras elecciones, si no reacciona, lo que no parece fácil ante la multiplicación de juicios por corrupción, así como el piélago de investigaciones policiales. Si el PSOE pudo parar in extremis el sorpasso de Podemos por una mala digestión de un envanecido Pablo Iglesias de su éxito en las elecciones que hubo que repetir ante la imposibilidad de conformar Gobierno, ahora el PP corre serio riesgo de que pueda adelantarlo Cs, que goza con la ventaja añadida de poder pactar la formación de un Gobierno a su derecha (con PP) y a su izquierda (PSOE). Abierto en canal, el PP se desangra por la derecha (de modo poco apreciable, por el momento, con Vox) y por la izquierda (de forma un tanto tumultuosa). Paradójicamente, en el momento en que los datos económicos son para sacar pecho en lo que hace a la creación de empleo o a la llegada de turistas, con cifras históricas, el PP se sume en aguas pantanosas que amenazan con tragárselo.

Con una mochila repleta de casos de corrupción, con una descapitalización de líderes de prestigio en sus cuadros dirigentes, sin una dirección que mire más allá del día a día y una incapacidad cerval para afrontar cambios, no extraña que crezcan las fuerzas que asedian su amenazada hegemonía, aun careciendo de programas precisos y de cuadros suficientes para afrontar un relevo en la gobernación de España, lo que los supedita a los arribistas de aluvión. Es verdad que el PP dispone de tiempo, habiendo por medio de unas elecciones municipales y autonómicas en las que la implantación territorial es clave, pero un partido acostumbrado a perder el tiempo nunca lo tendrá para afrontar los cambios que exigen su misma supervivencia. No atina tampoco en los modos de darle réplica a sus contrincantes paredaños, a los que el ministro Méndez de Vigo ningunea llamándolo el «partido ce ese» (que rememora lo de Alfredo Urdaci llamando «ce ce o o» a Comisiones Obreras) y que tuvo el antecedente de llamarlos en campaña como los «naranjitos».

Tras tener el cielo en sus manos, la suerte se le muestra ahora esquiva y huidiza al PP, confirmando su carácter tornadizo y caprichoso. El suelo antes firme se hunde a su paso como si recorriera las grietas de un cráter de profundidad ignota. No parece que, de pronto, y de manera imprevista, el cielo encapotado se despeje de nubes y recobre la luz pretérita, de modo que ese corredor de fondo que es Rajoy recupere el crédito tras salvar el escollo de unas elecciones municipales y autonómicas que no pintan bien. Para ello debe salir antes de su modorra una formación en la que todos enmudecen alrededor de su líder y cuando éste pregunta qué hora es -como en la ejecutiva que siguió al descalabro en la cita catalana del 21-D- obtiene parecida respuesta a la de Luis XIV: «La que vuestra majestad guste». Ya no son tiempos en los que este amante del ciclismo que es Rajoy pueda mover el manillar de la bicicleta guiado por la máxima de que «aquél que no busca nada termina encontrando lo que desea». Frase mamada de aquel genio de la política llamado Pío Cabanillas Gallas, prototipo de astucia gallega, pero que ahora resulta extemporánea para un jefe de filas que se juega el ser o no ser, si no quiere que su partido evoque los versos del dramático soneto de Rodrigo Caro mirando a las Ruinas de Itálica: «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora / Campos de soledad, mustio collado, /Fueron un tiempo Itálica famosa»

Dibujo de Ulises Culebro para El Mundo


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martes, 12 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] La "Constituqué" tendrá que esperar





Ante el empecinamiento del PSOE por que se remodele la Constitución, buscando impenitentes el encaje de esos nacionalismos que desencajan España, el presidente Rajoy evoca la actitud flemática, en consonancia con su propio carácter, del párroco aquel de la localidad onubense de Beas al que sus feligreses rogaban que accediera a sacar en rogativa a la Virgen de Clarines para que se acabara la pertinaz sequía que asolaba al pueblo, comenta en el diario El Mundo su director, el periodista Francisco Rosell.

 Al cabo de algunas semanas, comienza diciendo, y harto de las requisitorias que recibía a cada paso que daba, este cura con fama de trabucaire tiró la teja y dio su brazo a torcer. Eso sí, a fin de que luego nadie se llevara a engaño y derivara en porfías de fe, el buen pastor apostilló como el que remacha un clavo torcido: «Si queréis sacar a la Virgen, sacadla; allá vosotros, pero que sepáis que el tiempo no está pá llover. Así que luego no me vengáis con leches». 

Aquella retranca cazurra de don José, ducho en la teología del seminario y en la meteorología de las cabañuelas de agosto, ha tornado esta semana en socarronería de Rajoy al enfriar la propuesta socialista de renovar la Carta Magna: «Hay quienes -aseveró el miércoles, durante el Día de la Constitución- defienden una reforma. Para ello es necesario saber qué se quiere cambiar. Si eso se cumple, la modificación será posible». El presidente del Gobierno hace, cada vez que puede, de la circunstancia causa. Lo evidenció al aplicar un artículo 155 de mínimos para sofocar la rebelión independentista en Cataluña, amparando su apocamiento en que no daba para larguezas el cicatero apoyo de PSOE y Ciudadanos. Era perceptible que usaba la boca chica porque, en el fondo, suspiraba por no meterse en más fregados de los debidos. De hecho, lo disimuló tan poco que quien ha obtenido más rédito del 155, a tenor de los sondeos, ha sido paradójicamente Cs, pese a las reservas iniciales de Albert Rivera al entender que dicho artículo estaba «estigmatizado» para luego verlo exento de cualquier contraindicación.

Más allá de pendencias sobre el 155, resulta palmario que un partido de Gobierno que escasamente atesora escaños -137 sobre 350- para sostener su verticalidad y que mendiga votos para sacar adelante los Presupuestos dejándose en el envite hasta las hijuelas, como refrenda el cuponazo vasco para dicha del PNV, no puede adentrarse mar abierto a envidar a lo grande una mudanza constitucional en aguas tan procelosas y expuestas. Rajoy no ignora que, aun mejor pertrechado de votos, un órdago así es temerario bajo el volcán catalán y cuando no existen puntos comunes básicos entre los grupos mayoritarios. Redúcese toda coincidencia a un difuso deseo de transformarla. Dicho sea esto por el que no digan. No es plato de gusto ser tachado de inmovilista y recalcitrante, dado el prestigio del que goza el sugestivo término «cambio», atrayente envoltorio de cualquier cosa, incluida la nada. Sin carta náutica ni timonel claros, con cada tripulante marcando rumbos contradictorios, la reforma constitucional capotaría en la misma bocana del puerto. Al modo quizá de aquella infausta réplica de la nao Victoria, la primera embarcación que completó la vuelta al mundo al mando de Elcano, y que se fue a pique a los 20 minutos de su botadura en el puerto onubense de Isla Cristina ante el estupor de los capitostes de la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América. Al no tener muy claro por dónde debía tirar el pesquero que arrastraba la carabela, la encalladura forzó a arrojarse por la borda a la mascota de la Expo de Sevilla y, junto al pájaro Curro, a los marineros, quedando varada a unos palmos de su amarre de salida. 

No parece que sea cosa repetir el ridículo aquel, por mucho que a Rajoy le endilguen la condición de ser una especie de Juan del Buen Alma. No le hace falta haber leído a Richelieu para apreciar que un buen político es aquel que sabe cuándo abandonar los principios para conservar el poder. Pero es que, además, en cuanto se formulan negro sobre blanco algunas propuestas de trueque constitucional, se verifica que, más que resolver los problemas que mueven a esa intervención quirúrgica, se agrandan. Puede que de modo tan disparatado como el de aquel apurado marino que, en medio del naufragio, discurre achicar el agua multiplicando los agujeros, lo que aceleró el hundimiento de su bote. A ojos vista, pasma que, en lugar de coser a dos cabos y amarrar fuertemente los descosidos originados por aquellos que buscan deshacer la Constitución, se perfile una especie de Constituqué. Esto es, una especie de artefacto explosivo que haga saltar por los aires la nación española, deconstruida en «nación de naciones», donde se determinaría una relación bilateral. Nacioncitas con ínfulas de Estado podrían exaltar aquello de «nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no», atendiendo a la fórmula que los señores feudales imponían al Rey de Aragón. A este fin, hay catedráticos que auspician que los futuros Estatutos de Autonomía, para dar gusto al independentismo, no deberían ser refrendados por el Congreso de los Diputados, depositario de la soberanía nacional, lo que es un modo de autodeterminarse. Amén ello de incorporar medidas ya fallidas en Alemania en lo que hace a la reconfiguración del Senado como cámara de representación territorial. Y eso que, por aquellos pagos, ningún länder, pese a su embrollado sistema de toma de decisiones, ha perdido la perspectiva de formar parte de un todo en el que se sienten plenamente reconocidos. 

En síntesis, remedios de sofistas que, en realidad, son medios para el sepulcro. Tal proceder rememora a los impúdicos médicos del aprensivo protagonista de El enfermo imaginario de Molière. Más preocupados por darle satisfacción a aquel burgués hipocondríaco que, en enderezar su torcida salud, medran en derredor de quien ven como «una buena vaca lechera» a la que ordeñar. Ello da pie a que el gran comediógrafo verbalice sus prejuicios contra los médicos por boca de otro personaje: «Casi todos los hombres mueren de los remedios, no de sus enfermedades». Aun así, en solitario, como el rayo que no cesa, el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, aguanta con la vela encendida, a la espera del desenlace de los comicios catalanes. La configuración de un eventual tercer tripartito socialista, esta vez de Iceta, fontanero de los de Maragall y Montilla, con ERC, más el apéndice de los comunes de Ada Colau, reconfiguraría no sólo el mapa catalán, sino que desencadenaría un seísmo de incalculables secuelas para toda España. Como legado de los dos primeros tripartitos catalanes, quede el epitafio escrito por su autor, el entonces presidente Rodríguez Zapatero, en una entrevista en EL MUNDO publicada en 2006: «Dentro de 10 años España será más fuerte, Cataluña estará más integrada y usted y yo lo viviremos». Es verdad que el PSC ha puesto del revés su lema de las elecciones generales de 2008 contra el PP -«Si tú no vas, ellos vuelven»- por este otro contra los independentistas: «Si tú no vienes, ellos se quedan».

No hay duda de que, a base de plantear remedios no pensados, los arbitristas pueden hacer fenecer una de las naciones más antiguas del orbe. No en vano, como refiere el hermano del doliente de Molière, «toda la excelencia de su arte reside en un pomposo galimatías y en una engañosa locuacidad que da palabras por razones y promesas por hechos». Vestido de amarillo, y desde entonces signo de mal fario, Molière fallecería sobre el escenario del estreno de El enfermo imaginario, tan imaginario y amarillo como el prófugo Puigdemont, el burlador de Bruselas. Tratar de ganar tiempo puede ser también una forma de perderlo, si se yerra el camino. Cuando ello acaece, los daños se convierten en irreparables y los males, irreversibles. Aun así, y aunque no esté de llover, como previniera el párroco de Beas, hay quienes se empecinan en sacar la Carta Magna en procesión para ver si obra el milagro que no puede operar.



Dibujo de Ulises para El Mundo



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