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martes, 26 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Los humanos



Dibujo de Diego Mir para El País


Vendrán más virus y más males y volverán a sorprendernos discutiendo problemas caseros, escribe en el A vuelapluma de Hoy [La especie engreída. El País, 14/5/2020] el catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Francisco J. Laporta. Estamos hiperconectados, afirma, pero se aplicará la misma estrategia estúpida: problemas de todos, remedios para nosotros, porque somos la especie engreída

"Primero fue la quiebra de Lehman Brothers -comienza diciendo Laporta- y la fulminante crisis financiera de la que todavía estamos convaleciendo. Antes, durante y después de ella, hasta ahora mismo, los efectos del cambio climático como una suerte de suicidio in progress en el que parecemos estúpidamente embarcados. Por si fuera poco, contemplamos cotidianamente la tragedia de las migraciones humanas, una tentativa parsimoniosa de genocidio que cometemos en cómodos plazos. Por no mencionar la polución informativa que respiramos a través del imperio incontrolado de las redes sociales y las nuevas tecnologías. Bien pensado, todos estos males eran ya pandémicos, pero ahora ha llegado, para que no necesitemos acudir a las metáforas, una pandemia de verdad, la de la covid-19, y ha puesto brutalmente de manifiesto la naturaleza más decisiva de los problemas actuales de la especie humana. Estamos hiperconectados, hasta físicamente hiperconectados. Los males nos afectan inmediatamente a todos. Somos una sola población frente a ellos, sin fronteras ni compartimentos estancos.

Sin embargo, las armas que estamos disponiendo para enfrentarlos nos siguen viendo como una ciudadanía nacional limitada por rasgos artificiales. Luchamos contra el contagio global mirando solo a los pacientes nacionales. Todavía seguimos anclados en estructuras mentales y políticas que piensan nuestra vida en el seno de entidades territoriales definidas por fronteras, lo que se llama a veces el sesgo interno del mundo internacional. Estamos aún, dígase lo que se diga, en aquella definición de 1758 de los asuntos del derecho internacional: “Affaires des nations et des souverains”. Hasta seguimos alimentando el ingenuo prurito de la soberanía que “no reconoce nada superior”. No es que seamos particularmente necios, aunque a veces lo parezcamos; es que en el fondo no existe otra alternativa. Hemos dejado que la realidad humana crezca y se vaya asentando de esa manera universal sin disponer de ningún mecanismo regulatorio serio para hacer frente a las amenazas que ello lleva consigo. Ahora vemos que no hay nadie al que apelar para que ponga orden en la peripecia de la especie humana.

A pesar de que ya habíamos recibido bastantes toques de atención, el coronavirus nos ha vuelto a coger por sorpresa. Y ya se es muy consciente de que no será la última vez. Vendrán más virus y más males y volverán a sorprendernos discutiendo problemas caseros. Y los remedios que se improvisarán y se pondrán en práctica se diseñarán con la misma estrategia estúpida: problemas de todos, soluciones para nosotros; para evitar la mundialización que tanto contagia lo que hay que hacer es recetar solo para el enfermo nacional. Nuestros pobres líderes, como los demás, mirando siempre por el rabillo del ojo a su propio electorado, a su propio sistema de salud, a su propia fuerza de trabajo, a su propio “tejido” industrial, a su propia nada.

Pero resulta que estamos hiperconectados, y además somos ya demasiados. Vamos camino de los 8.000 millones cuando hace solo 50 años éramos menos de la mitad. Y nos relacionamos incesantemente, hacinados en megalópolis gigantescas, llenas de pobreza, desagregadas, carentes de sanidad y limpieza. Y, claro, nos contagiamos. Como nos contagiamos con aquellos derivados financieros de hace años; como se “contagian” las supuestas identidades culturales de nuestras sociedades; como contagiamos tantas veces con bulos y falsedades los contenidos de nuestra información; como estamos contagiando nuestra atmósfera, y como, nada metafóricamente, nos estamos contagiando con el coronavirus. Y no parecemos tener otra salida que la de reclamar de nuestros Gobiernos “medidas”, sanitarias, financieras, sociales, culturales, industriales. Como si los Gobiernos de nuestros Estados no fueran tan indigentes como los Estados mismos.

El gran avance, al parecer, es plantear el dilema entre una política internacional “multilateral” y una política internacional unilateral, una discusión vieja. Pero todavía tenemos que aguantar a un líder con aires de perdonavidas amenazando con eso de America first y proponiendo una política internacional excluyente y agresiva. ¡Regateando fondos y construyendo muros! ¡Qué tosquedad! O contemplar estupefactos a todo un país serio decidiendo en un referéndum polucionado por los medios que lo mejor es aislarse, caminar solo, abandonar una unión de Estados que es, por muchos traspiés y desvergüenzas que exhiba, el único proyecto viable de salir de la situación de marasmo en que vemos ahora con toda claridad que estábamos.

Porque no, no hemos sido capaces de pensar instituciones supranacionales con un poder normativo decisivo. De hecho, seguimos boicoteando su posibilidad desde nuestros intereses más miserables; por ejemplo, los electorales. Alimentando una y otra vez ese desajuste severo entre los procedimientos democráticos, que se resisten a abandonar las fronteras nacionales, y los problemas con los que se va a enfrentar la especie humana, que ya se las han saltado hace unos cuantos años con tanta facilidad como ahora lo ha hecho el coronavirus. Y lo primero que se nos ocurre cuando de pronto nos vemos ante problemas así, no es hacer algo para romper esa inercia localista, sino empezar a sugerir teorías conspiratorias para transferir la responsabilidad a los demás y persistir en ella: los chinos, la Organización Mundial de la Salud o el Gobierno de turno.

Empiezan a cundir las afirmaciones de ese tipo sin que nadie se pare a pensar que las explicaciones conspiratorias tienen siempre una dimensión que, precisamente ahora, las hace aún más dañinas. Como herederas de la idea ancestral del maligno, tienden a excluir la confianza, fomentar la suspicacia y promocionar actitudes de animadversión. Lo contrario de lo que ahora necesitamos. Porque si perdemos la dimensión de confianza que toda convivencia exige aparecerán las pugnas y discordias estériles; véase, si no, nuestra inmunda política nacional. La sospecha y el rencor hacen imposible que viremos nuestras actitudes hacia esa cooperación intensa que necesitamos cada vez más, dentro también, pero sobre todo fuera de casa. Si empieza a generalizarse la paranoia de la conspiración, esa pauta de recelo que nos lleva a ver todo lo que hacen los demás como un designio malévolo para engañarnos o hacernos daño, los resultados para todos como especie pueden ser catastróficos. ¿Seremos capaces de evitarlo? Deploro decir que los indicios son poco alentadores.

En 1784, reflexionaba así Immanuel Kant, una de las mentes más poderosas de la historia: “No puede uno librarse de cierta indignación al observar la actuación de la humanidad en el escenario del gran teatro del mundo; haciendo balance del conjunto se diría que todo se ha visto urdido por una locura y una vanidad infantiles e incluso, con frecuencia, por una maldad y un afán destructivo asimismo pueriles; de suerte que, a fin de cuentas, no sabe uno qué idea hacerse sobre tan engreída especie”. Desde entonces a hoy, la humanidad se ha embarcado en multitud de matanzas, locales y generales, prácticas destructivas de su medio vital y locuras infantiles de todo tipo. Y sigue tan engreída. Como nosotros seguimos sin poder librarnos de aquella indignación. Pero ahora están llamando a su puerta avisos que la ponen en cuestión como especie y hacen dudar de su supervivencia misma. ¿Qué le cabe esperar?".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 19 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] La integridad del político





Gumersindo de Azcárate, de cuya muerte se cumplen cien años en 2017, es uno de los defensores más destacados del parlamentarismo. Luchó contra las corruptelas electorales y creía en la prensa como pilar de la opinión en una sociedad abierta, escribe en El País el profesor Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid.

La desaparición de Gumersindo de Azcárate un quince de diciembre del año 1917 es un centenario ineludible, comienza diciendo el profesor Laporta. Se desplomó sobre su mesa del Instituto de Reformas Sociales cuando trataba de evitar la retirada de la representación obrera por las detenciones de la huelga general de ese año. A las pocas horas murió. “Cayó sobre el yunque”, se escribió en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, de la que fue cofundador y presidente. En realidad siempre estuvo sobre el yunque, porque nunca vio el trabajo como un simple modus vivendi profesional sino como una profunda obligación moral hacia sus ciudadanos y su patria, un deber que le ataba a las necesidades de su sociedad. Ortega dijo que era “el último ejemplar de una casta de hombres que creía en las cosas superiores y para los cuales toda hora llegaba con un deber y un escrúpulo en la alforja”. Muchos años después se añoraba todavía su figura como un ejemplo vivo de integridad moral en el mundo de la política. No digamos hoy.

Había nacido en León en 1840, en el seno de una familia culta y liberal. A su padre, Patricio de Azcárate, le debe este país la primera traducción completa de los diálogos de Platón y las obras de Aristóteles. Y eso que era gobernador civil, pero de aquellos gobernadores civiles con el coraje suficiente para exigir del cura párroco que nadie fuera enterrado extramuros del cementerio porque todos tenían igual derecho al reposo. Aquel amor por la filosofía y esta lucha contra el sectarismo religioso estarán siempre presentes en la vida de su hijo Gumersindo. Catedrático de Legislación Comparada en la Universidad de Madrid, fue separado de ella en 1875, en la llamada Cuestión Universitaria. No consintió que sus enseñanzas hubieran de ajustarse a las consabidas buenas costumbres, a los dogmas de iglesia alguna o a la forma monárquica de gobierno. Por eso fue deportado a Cáceres.

Allí empezó a escribir dos libros clave para entender la España del siglo XIX y para entenderle a él mismo: la Minuta de un testamento y El self-government y la monarquía doctrinaria. En el primero describe las agonías de un creyente liberal en el medio asfixiante de la ortodoxia católica de su tiempo. Y reclama la tolerancia y la sinceridad de la vida moral frente a la hipocresía que generaba el dogma impuesto. Ese fingimiento en el comportamiento exterior mientras se vive internamente una moralidad huera y sin fuerza le repugna profundamente. La hipocresía no es un homenaje a la virtud; es solo simulación y falseamiento de las propias convicciones. La denunció siempre. También en la vida política.

El otro libro, cuyo título puede confundir o extrañar, es la mejor contribución a la teoría política de nuestro siglo XIX. Versa sobre la cuestión clave de la vida constitucional de su tiempo: soberanía popular o monarquía autoritaria. Y Azcárate no lo duda: la única legitimación posible del poder es la soberanía de la nación, el gobierno del país por el país. El autogobierno exige que el pueblo sea dueño de sí mismo, aunque la monarquía española de entonces no acabe de aceptarlo. El libro aparece en 1875, y en él Azcárate afirma que la monarquía sólo sobrevivirá si resulta ser constitucional y parlamentaria, como la inglesa o la belga. Un siglo nos ha llevado entenderlo. También defiende que el régimen parlamentario, concebido como una articulación representativa de las distintas ideas y disposiciones que habitan en la sociedad, obtenida con un sufragio limpio y sincero, es la fórmula política insustituible. Todo lo demás es puro poder personal. Por eso, por ejemplo, trata de convencer al movimiento obrero de que deje de lado la acción directa y se incorpore a la actividad parlamentaria. Y a los patronos conservadores e integristas que se unan con él a la reforma social mediante el acuerdo y la ley. ¡Cuántas calamidades se hubieran evitado de hacerle caso de una y otra parte!

Toda esa riqueza de propuestas y matices la obtiene Azcárate de una concepción ética de la responsabilidad, la transparencia y la sinceridad, que él se exige a sí mismo y al sistema político. Durante treinta años —de 1886 a 1916— fue diputado al Congreso por la provincia de León. Advirtió desde el primer momento a sus electores que no era un 'delegado' de la provincia sino un representante del interés de todos. Y, aunque conocía perfectamente los problemas que crea la indisciplina en cualquier organización, puso siempre su conciencia por encima de las conveniencias de su partido. Nunca formó parte del gobierno. Fue toda su vida diputado de la oposición pero si el gobierno proponía algo que redundara en el bien común, no dudaba en apoyarlo, dijera su partido lo que dijera. Otro proceder le parecía indecente.

Luchó siempre contra las corruptelas y vicios del proceso electoral y parlamentario de sus días. Concebía la tarea del diputado como una responsabilidad sagrada. Por eso le repugnaban las claudicaciones y los trapicheos. Su libro El régimen parlamentario en la práctica (1885) tendría que ser lectura obligatoria para todo responsable político. El falseamiento de las elecciones, la impaciencia aventurera por el poder, la falta de transparencia, la doble moral, la corrupción económica, etc., van desfilando en sus capítulos como otras tantas traiciones al sistema político de opinión pública abierta, que era para él el único aceptable. Creía en la prensa como un ingrediente imprescindible del régimen parlamentario, a condición de que fuera, son sus palabras, desinteresada, culta, imparcial e independiente. Por supuesto que conocía perfectamente los intereses bastardos y los condicionamientos económicos y políticos que la asediaban; y odiaba “el interés malsano y momentáneo que le dan el noticierismo, las personalidades, los chismes y el escándalo”. Sin embargo, la tenía por un pilar fundamental para la formación y el flujo de la opinión pública en una sociedad abierta.

Como consecuencia de su enorme prestigio y su reconocida ejemplaridad fue convocado con frecuencia a ocupar cargos de responsabilidad en diferentes juntas, comités o instituciones públicas. Jamás aceptó sueldo o remuneración por ello. Ni coche oficial alguno. Y sólo accedía a ejercerlos si eran compatibles con su cátedra y su escaño. Anciano ya, se vio en la necesidad de enviar por primera vez a un auxiliar a explicar su lección a la Universidad, y sólo por ello tomó la decisión de dimitir de ella. Esa era la clase de escrúpulos que llevó siempre en la alforja, y que tan raros resultan hoy día. Vamos a evocarlos esta semana en León, su viejo distrito electoral.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 5 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Una salida constituyente





Solo queda convocar una gran reflexión sobre las condiciones jurídicas y políticas básicas de nuestra convivencia a través de la revisión de las pautas constitucionales. El artículo 168 puede abrirnos la puerta al debate que necesitamos: una salida constituyente. Quién así se expresa es Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

El artículo 168 de la Constitución, comienza diciendo, establece un procedimiento muy exigente para afrontar la gran revisión de la Constitución. Nunca ha sido santo de mi devoción pero hoy puede prestarnos ayuda, aunque solo sea por paradoja. Se inicia con la aprobación por dos tercios de cada Cámara del principio que ha de fundamentar el cambio, la disolución subsiguiente de las Cortes con convocatoria de elecciones generales, la discusión por las Cámaras del nuevo texto y su aprobación por mayorías también cualificadas, y acaba en la convocatoria de un referéndum nacional. Sus buenos tres o cuatro años de debates, acercamiento de posiciones, negociación de intereses e intercambio de razones. Con dos apelaciones ordenadas al voto de todos.

La paradoja es que esa extremada rigidez puede ser hoy la puerta hacia una gran deliberación nacional. Es decir, a todo un largo proceso de reflexión, posicionamiento y responsabilidad en el que también tomen parte los ciudadanos al lado de los partidos; un modo de ponernos todos a discutir con la razón y salirnos de la perentoriedad de las redes, las mentiras públicas y los simplismos de la imagen. Habrá quien crea que es demasiado tiempo, pero si alguien piensa que la situación creada en Cataluña por el activismo ilegal de los unos y el quietismo legalista de los otros puede solventarse en un par de meses mediante actitudes, mediaciones y diálogos, me parece que no ha entendido nada.

Estos días se hacen encendidas apelaciones a la política. No sé muy bien qué significa eso. Si es la política como la astucia de la mano izquierda y el gambeteo, me parece ilusorio que vaya a arreglar nada. No estamos ante una desavenencia; estamos ante una profunda ruptura constitucional, hasta ahora solo en grado de tentativa. Si es la política como negociación de los propios intereses en base a la fuerza de cada uno, no parece aceptable porque deja siempre fuera al más débil y no sirve por ello para resolver cuestiones de principio. Y mucho menos si es la política como pretendidos pactos entre pueblos o naciones pues se sustenta en premisas irracionales, las de las identidades a priori y las fronteras imaginarias que acompañan siempre al nacionalismo, el propio y el ajeno, y determinan su ínfima calidad moral.

Solo la política entendida como la apuesta profunda por la ordenación racional de las pautas de convivencia y la distribución de los beneficios y las cargas de la vida social cabe ahora. Frente a la cruda posición reactiva a los pasos de los demás, la deliberación y la gran decisión sobre cuestiones básicas, que son cabalmente las que están en entredicho. Y esa tiene que ser una apuesta y una decisión colectiva, que incluya a todos. Naturalmente, tiene que partir de un statu quo acordado para iniciar ese diálogo. La actitud de quien primero se extralimita y luego insta al diálogo es una perversión inaceptable. Por eso, los partidos independentistas catalanes tendrían que volver sobre sus pasos, convocar un pleno del Parlament con todos los grupos en presencia, y extinguir todo lo que quede de las sesiones del 6 y 7 de septiembre, declarándolo nulo y sin efecto, como si hubiera sido un mal sueño. Y por eso Mariano Rajoy, el ocurrente anticatalanista del infausto recurso, no tendría que presentarse a las elecciones convocadas. Asumir la propia responsabilidad también puede abrir la puerta al gran diálogo colectivo.

Pero el diálogo es un razonamiento colectivo exteriorizado, no es una mera cháchara o una argumentación retórica para vender tus propias ideas. Si toda esta fractura no fuera más que un ejercicio de fuerza para sacar alguna tajada, por ejemplo el injusto cupo vasco o la habilitación para hacer referendos de secesión, el proceso no tendría sentido alguno. Todos los diálogos y todas las políticas tienen eso que se llaman ahora líneas rojas, pero no son simples obcecaciones ideológicas, sino condiciones de posibilidad del diálogo mismo. Cuando se abre, uno ha de estar dispuesto también a perder algo, por la sencilla razón de que solo en una situación imaginaria todos pueden salir ganando. Distribuir mejor las ventajas de la cooperación, pero también soportar mejor sus costes. Y no es imposible, por ejemplo, que las competencias del Estado se vean mermadas, pero también que Cataluña, o cualquier otra comunidad autónoma, pierda algunas de las que había logrado con tanta claudicación y tanto regateo.

Me parece, pues, que solo nos queda la convocatoria de una gran reflexión sobre las condiciones jurídicas y políticas básicas de nuestra convivencia a través de la revisión de las pautas constitucionales. Un proceso en el que las fuerzas representativas articulen sus coincidencias y sus diferencias en torno a un desafío profundo. Y eso puede propiciarlo el engorroso artículo 168. Si se activa, tendremos ocasión de ver si los líderes políticos siguen toscamente enrocados ante el abismo o la irresponsabilidad. O se autoexcluyen de un proceso en el que se juegan cosas vitales para su electorado.

Comprobaremos si tienen altura de miras o siguen enfeudados en sus redes clientelares; si continúan en la práctica de una suerte de autismo político (perdón por la metáfora) o son capaces de abrirse a las preguntas reales. Y aunque me preocupa la creciente mediocridad de los cuadros políticos que hemos generado, quizás una convocatoria como esa les sacuda de su modorra. Los registradores y los abogados del Estado están bien para la administración ordinaria, pero hoy necesitamos el coraje del gran político.

El resultado, por cierto, no tiene por qué alterar la sana y buena parte, una importante parte, de la Constitución vigente. La tabla de derechos básicos puede quedar incólume o ser mejorada en algún extremo, porque nadie la discute seriamente. Y tantas otras cosas. Pero la degeneración de ciertas instituciones y órganos constitucionales puede ser señalada en los debates y combatida a partir de la nueva Constitución. O la indeterminación de algunos extremos relacionados con la Corona. O la extremada e incontrolable fluidez en el trasiego de competencias territoriales que solo tiene fundamento en palabras vagas e intereses espurios. Disciplinar y definir en mayor grado algunos extremos no tiene por qué poner en peligro nada. Lo único que pone todo en peligro es la cerrazón obtusa de los textos y de los actores. O el cinismo de los arribistas. Y estos días estamos comprobando a qué conduce eso.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


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lunes, 28 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Desobediencia civil





En el caso de Cataluña, a cualquier servidor público le ampara el derecho a no obedecer normas de notorio significado anticonstitucional. Han de desoírlas pública y notoriamente, dando a sus actos un hondo sentido jurídico de desobediencia civil, dice Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

Se está conmemorando en todo el mundo el segundo centenario del nacimiento de Henry David Thoreau, comienza diciendo. Hasta se ha vuelto a editar entre nosotros alguno de sus escritos más significativos. “La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en todo momento aquello que considero recto”. Ese mensaje explícito de vinculación de cualquier obediencia al criterio moral propio, viejo de siglos, dio sin embargo con él nacimiento a la expresión desobediencia civil, que en unas circunstancias tan particulares como las suyas, resultaba ambivalente: un grito moral contra la esclavitud y contra la guerra con México, pero también una suerte un tanto confusa de objeción a casi toda tarea de gobierno en favor de una idea libertaria y minimalista del Estado. Ya se sabe: “El mejor Gobierno es aquel que no gobierna en absoluto”. Pero lo que llega con más fuerza hasta nuestros días es esa idea básica de que la obediencia al derecho y al Gobierno es un deber que queda en suspenso cuando una exigencia moral o política de más densidad es contradictoria con ellos.

La fuerza de una convicción de conciencia puede suspender la obligatoriedad jurídica de una norma del derecho vigente. Entonces el cotidiano deber general de obediencia se ve sustituido por un deber más fuerte, contrario a él, el deber de desobediencia civil. Cómo se articula este deber y cómo se resuelven las contradicciones en él implícitas es algo que dio lugar a una literatura muy extensa y controvertida. Hasta los años setenta era prácticamente desconocida en el viejo continente. En nuestro país Jorge Malem hizo una síntesis admirable de ella. Es preciso diferenciarla con claridad de algunos parientes próximos, como la violación delictiva de normas, la resistencia política o la objeción de conciencia. Y ponerla en relación con lo que parecen ser sus antónimos, el acatamiento acrítico a la ley por el ciudadano y la obediencia debida del inferior jerárquico. No es sencillo muchas veces. Y seguramente su expresión más paradójica e interesante es la desobediencia civil mantenida en el plano del derecho como una suerte de rebelión en favor del derecho mismo.

En los sistemas constitucionales de las sociedades abiertas puede darse una desobediencia civil para proteger el derecho frente a las actuaciones de un Gobierno que lo ignora. La paradoja aquí estriba en que se desobedece el derecho para reclamar obediencia al derecho mismo. Cuando un Gobierno en principio legítimo empieza a operar al margen del derecho que le presta su legitimidad, la obediencia que se le debe como Gobierno legítimo cede ante la ilegalidad de sus actos, y el ciudadano puede desobedecerlo apelando precisamente al derecho superior que da a ese Gobierno su fundamento. En la guerra del Vietnam, los jóvenes desobedecían la ley de reclutamiento alegando que el Gobierno estaba produciéndose al margen de la Constitución.

Esta me parece ser a mí también la situación con que podemos encontrarnos en Cataluña. Un Gobierno legítimo está dando pasos deliberados para situarse fuera de la Constitución y del Estatut. Eso es lo que llaman muy expresivamente “desconexión”. Pero en términos jurídicos, desconexión no puede significar sino abandono de la legalidad. Y si se tolera pasivamente ese abandono, todos aquellos que están sometidos a las normas de ese Gobierno corren el riesgo de perder inmediatamente los derechos y las garantías de que les provee la legalidad constitucional y estatutaria ignorada. Es un supuesto claro en el que rige la idea de desobediencia civil: apelar al derecho anterior para desobedecer el “nuevo” derecho producido como consecuencia de esos actos ilegales. Creo que todo aquel que esté sometido a esa nueva legalidad tiene el derecho de hacerlo. Y en los términos estrictos que exige la noción de desobediencia civil: públicamente y sin violencia alguna.

Es la manera de presentar tácitamente ante la ciudadanía y ante el poder una demanda informal contra la ilegalidad del Gobierno. Sólo en la medida en que ese derecho a desobedecer civilmente se extienda más y más, las operaciones políticas del procés comenzarán a funcionar en el vacío y el proyecto colapsará por sí solo, como un edificio carente de cimentación. Todos los ciudadanos y servidores públicos de Cataluña están llamados por responsabilidad a ejercer ese derecho.

Por lo que respecta a la policía autonómica, el artículo 11 de su ley así lo reconoce, al afirmar que “en ningún caso la obediencia debida podrá amparar órdenes que entrañen la ejecución de actos que manifiestamente constituyan delito o sean contrarios a la Constitución o a las leyes”. Cuando se excluye la obediencia debida se está ya en el espacio de la desobediencia civil. Y si eso sucede con una organización armada basada en el principio de jerarquía, no parece demasiado forzado trasladar ese mismo razonamiento a funcionarios, interventores, servidores de las agencias, trabajadores públicos en general.

Si en una organización de seguridad, armada y rígida, cabe la desobediencia para esos supuestos, con mayor razón cabrá en una organización administrativa, por jerárquica que pueda ser. Cualquier servidor público está amparado por el derecho a no obedecer normas de notorio significado anticonstitucional. Y lo mismo puede decirse por lo que afecta a los actores jurídicos más relevantes, jueces, notarios, registradores, etcétera. Todos ellos, además, tienen en sus estatutos disposiciones que les autorizan para inaplicar ese nuevo derecho ilegal. Lo que quizás cabría recordarles es que han de hacerlo pública y notoriamente, dándole a sus actos todo el hondo sentido jurídico que lleva consigo la actitud de la desobediencia civil.

Y, naturalmente, los ciudadanos y sus organizaciones sociales y profesionales. Todos ellos son titulares de ese derecho a defender sus garantías y sus leyes frente a un Gobierno o un Parlamento catalán desconectado, es decir, arbitrario e ilegal. Y es también un auténtico deber moral de ciudadanía. Porque —como escribía Thoreau— si unos cuantos miles de ciudadanos dejaran, por ejemplo, de pagar sus impuestos a un Gobierno como ese, esa no sería una conducta tan injusta e ilegal como pagarlos para sostenerlo y perpetuar su arbitrariedad. Que hagan saber pública y pacíficamente que no van a sustentar un Gobierno ilegal presidido por la improvisación y el fanatismo nacionalista, que puede llevar a Cataluña a un desastre social y moral sin precedentes, concluye diciendo.



Dibujo de Enrique Flores para El País


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