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lunes, 7 de agosto de 2017

[A vuelapluma] ¿Quiénes fueron los votantes de Trump?





El tópico de que la victoria de Trump se debió sobre todo a una coalición de trabajadores manuales blancos y de clase obrera no encaja con los datos electorales de 2016, pues muchos de sus votantes sin estudios universitarios tenían rentas medias o altas. Según una encuesta de la American National Election Study, el estudio electoral más veterano de EE UU, que desmenuzan en un interesante artículo Nicholas Carnes, profesor ayudante de Políticas Públicas en la Sanford School of Public Policy de la Universidad de Duke, y Noam Lupu, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Vanderbilt, los votantes blancos no hispanos sin título universitario y con renta familiar inferior a la mediana solo constituyen el 25% de los votantes de Trump. Eso no tiene nada que ver con la victoria a lomos de la clase obrera que muchos periodistas se imaginaron.  

La cobertura mediática de las elecciones estadounidenses de 2016, señalan los profesores Carnes y Lupu en su análisis, recalcó frecuentemente el atractivo de Donald Trump para la clase obrera. The Atlantic afirmó que “el promotor inmobiliario multimillonario está sentando cimientos obreros”. Associated Press se preguntaba qué supondría para la estrategia electoral de Trump “su éxito a la hora de atraerse el voto obrero blanco”. El 9 de noviembre, según el artículo de portada del The New York Times sobre la victoria de Trump, esta era una “categórica demostración de poder de una coalición, largamente desatendida, compuesta mayormente por trabajadores manuales, blancos y de clase obrera”. Solo hay un problema: la descripción es errónea. La mayoría de los votantes de Trump no eran de clase obrera.

Ya durante las primarias se comenzó a distorsionar el apoyo obrero de Trump. En un artículo muy difundido de marzo de 2016, Thomas Frank, por ejemplo, se explayó sobre “la clase obrera blanca… base del apoyo a Trump”. En los primeros mítines de campaña, muchos periodistas encontraron pintorescos ejemplos de partidarios obreros de Trump. ¿Pero esas anécdotas representaban con exactitud la emergente coalición pro Trump?

Había buenas razones para dudarlo. Para empezar, gran parte de las encuestas de 2016 carecían de datos sobre la profesión de los encuestados: factor preferido por los expertos para medir la clase social. Cuando los periodistas decían que Trump atraía a los votantes obreros, no sabían realmente si estos trabajaban en la construcción o eran directivos.

Además, según el otro mejor factor para medir la clase, los ingresos familiares, durante las primarias no parecía que los partidarios de Trump fueran abrumadoramente de clase obrera. Al contrario, muchas encuestas demostraban que eran sobre todo republicanos acomodados. Por ejemplo, una de marzo de 2016 de la NBC que analizamos señalaba que solo un tercio tenía una renta familiar igual o menor a la mediana nacional (unos 50.000 dólares anuales). Aunque limitamos el análisis a blancos no hispanos, otro tercio lo componían familias con ingresos entre 50.000 y 100.000 dólares y otro las que ingresaban 100.000 dólares o más. Si por clase obrera entendemos estar en la mitad inferior de la distribución de renta, la gran mayoría de los partidarios de Trump durante las primarias no eran obreros.

¿Y la educación? Muchos expertos percibieron pronto que la mayoría de sus partidarios carecían de título universitario. Pero este razonamiento tenía dos problemas. Primero, no tener estudios superiores no equivale a ser de clase obrera (ahí están Bill Gates y Mark Zuckerberg). Y, segundo, aunque más del 70% de los partidarios de Trump no tenía título universitario, en los datos de la NBC vimos algo que los expertos no habían percibido: durante las primarias, alrededor del 70% de los republicanos, cerca de la media nacional (71% según el censo de 2013), no tenía esos estudios. Lejos de atraer a los menos formados, parecía que Trump tenía de su parte prácticamente a los mismos titulados universitarios que cualquier candidato republicano ganador.

¿Qué pasó en las generales? Hace un tiempo, el American National Election Study, el estudio electoral más veterano de EE UU, publicó su encuesta de 2016. Y mostraba que en noviembre de ese año la coalición pro Trump se parecía mucho a la de las primarias. Entre los que decían que le habían votado en las generales, el 35% tenía una renta familiar inferior a 50.000 dólares anuales (el mismo porcentaje que entre los blancos no hispanos), con lo que el porcentaje era casi igual al de la encuesta de la NBC de marzo de 2016. Los votantes de Trump no eran en su inmensa mayoría pobres. En las generales, como en las primarias, unos dos tercios de sus partidarios procedían de la mitad económicamente mejor situada.

Y volvemos a la educación. Para muchos analistas, la brecha partidista entre los más y los menos formados es mayor que nunca. Según el estudio electoral, el 69% de los votantes de Trump en las generales carecía de título universitario. ¿No demuestra eso que su base era mayoritariamente obrera? La verdad es más compleja: muchos de sus votantes sin formación universitaria eran relativamente acomodados. Dentro de los que ganan menos de 50.000 dólares anuales, el apoyo a Trump presentaba una diferencia del 15%-20% entre los que tienen título universitario y los que no lo tienen. Pero la misma diferencia se apreciaba, y era aún mayor, entre quienes ganan más de 50.000 y de 100.000 dólares anuales. Dicho de otro modo: de los blancos sin título universitario que votaron a Trump, casi el 60% estaba en la mitad superior de la distribución de la renta. En realidad, uno de cada cinco votantes blancos de Trump sin educación universitaria tenía una renta superior a los 100.000 dólares.

Los observadores han utilizado con frecuencia las disparidades educativas para presentarnos a pobres lanzándose en masa a votar a Trump, pero la verdad es que muchos de sus votantes sin estudios universitarios eran de hogares con rentas medias o altas. Este es el problema fundamental que conlleva definir a la clase obrera en función del nivel educativo.

En suma, el tópico de que la victoria de Trump se debe sobre todo a una “coalición de trabajadores manuales blancos y de clase obrera” no encaja con los datos electorales de 2016. Según la encuesta, los votantes blancos no hispanos sin título universitario y con renta familiar inferior a la mediana solo constituyen el 25% de los votantes de Trump. Eso no tiene nada que ver con la victoria a lomos de la clase obrera que muchos periodistas se imaginaron.

Un artículo de National Review sobre el supuesto apoyo de esa clase a Trump parecía casi llamar a las armas contra los más desfavorecidos, diciendo que “la clase marginal blanca está sometida a una cultura despiadada y egoísta, cuyas principales consecuencias son la miseria y las jeringuillas de heroína usadas. Los discursos de Donald Trump los confortan. También la oxicodona” y que “lo cierto es que esas comunidades disfuncionales y degradadas se merecen morir”. Estos estereotipos que buscan chivos expiatorios son una indignante consecuencia del tópico de que los estadounidenses de clase obrera auparon a Trump a la Casa Blanca. Ha llegado el momento de librarse de él. Quien merece morir no son las comunidades de clase obrera de EE UU, sino el mito de que son responsables de la elección de Trump.




Dibujo de Enrique Flores para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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lunes, 14 de noviembre de 2016

[A vuelapluma] Grandeza y servidumbre de la democracia





La democracia, como dijo el que fuera primer ministro británico durante la II Guerra Mundial, Winston Churchill, "es el peor sistema de gobierno existente, excluidos todos los demás". Y como toda otra organización social y humana presenta grandezas y servidumbres.

Permítanme una boutade que estos días he repetido, en privado, entre mis amigos: La principal diferencia entre la democracia estadounidense y la española es que, en la primera, cualquier gilipollas con dinero puede llegar a ser presidente; en la segunda, España, basta con ser gilipollas. Esa es una de las servidumbres de la democracia.

Nunca (o muy escasas veces) comento en público los resultados electorales. Me guste o no me guste lo que votan, los ciudadanos tienen derecho a votar a quien les de la real gana. Esas personas se merecen todo mi respeto. Y si votan lo contrario de lo que yo hubiera deseado, el problema es mío más que de ellas por no haberles sabido mostrar o hacerles creíble otra opción de voto. Esa es una de las grandezas de la democracia. 

De eso trataba el artículo del filósofo Fernando Savater en el País de ayer domingo, titulado ¡Peligro: democracia!, que se inicia con estos versos del poeta italiano Giacomo Leopardi (1798-1831). 


“Esta edad vanidosa
que se alimenta de vacuas esperanzas,
ama los cuentos y odia la virtud;
esta edad que adora lo útil
y nunca ve la vida,
se hace cada día más inútil”.



Confieso sentir un perverso placer, dice al comienzo de su artículo, cuando las predicciones de los especialistas sobre algún comportamiento colectivo fracasan estrepitosamente. Y ello aunque lo que realmente ocurre sea para mí más inquietante que lo que parecía que iba a pasar. Mi regocijo agridulce es del mismo tipo que expresa la repetidísima exclamación de Voltaire (apócrifa, por otra parte): “Estoy en completo desacuerdo con lo que usted dice, pero daría mi vida por que pudiera seguir diciéndolo”. De semejante modo, lamento que los votantes en una consulta o en unas elecciones se pronuncien mayoritariamente contra lo que aconsejan los expertos más fiables o la simple argumentación racional, pero me alegro de que tal desvío pueda ocurrir, porque la capacidad masiva de disparatar a coro es una prueba de salud democrática. De hecho, esta temible disposición es el argumento derogatorio que han empleado siempre contra la democracia sus adversarios más insignes, desde Platón a Borges. Y hoy continúa escandalizando a muchos de menor talento. Pero precisamente en ese punto estriba lo característicamente democrático. Jean Cocteau aconsejaba: “Lo que todos te censuran, cultívalo… porque eso eres tú”. Con algo de prosopopeya, también podríamos decírselo a Doña Democracia.

Deplorando, sigue diciendo, el resultado de las elecciones presidenciales norte­americanas, una portavoz de Podemos dijo: “Hoy es un día triste para la democracia”. Lo repitió varias veces y luego, ya lanzada, dijo también que “era un día triste para la humanidad”. Pasemos por alto esta última hipérbole, porque a todos se nos puede calentar la boca. Pero ¿por qué es un día triste para la democracia? Sin duda es una jornada poco radiante para quienes, como esa señorita y yo mismo, aborrecemos el ideario agresivamente xenófobo, clasista, machista y sobre todo apoyado en descaradas exageraciones y falsedades del ya presidente Trump. Pero ni la portavoz ni yo somos dueños de las instituciones, debemos compartirlas con otros millones de personas que desdichadamente no piensan como nosotros. En cambio, desde otra perspectiva, unas elecciones donde los ciudadanos prefieren contra todo pronóstico a un candidato al que no apoyan ni en su propio partido (mientras a su rival la recomendaba el presidente anterior, los periódicos de referencia, artistas, intelectuales, etcétera), que vomita barbaridades, se comporta públicamente como un patán, ofende a todos los grupos sociales imaginarios, promete medidas políticas autoritarias, belicistas o que amenazan mejoras sociales, demuestra ser un ignorante en casi todo y elogia demagógicamente a quienes lo son aún más que él… Pues vaya, caramba, eso sí que es una muestra estremecedora pero indudable de libertad. Porque elegir según recomienda la lógica, la fuerza de las razones, la opinión de los expertos políticos y morales, puede ser socialmente beneficioso, pero deja un regusto de que es “lo que hay que hacer”, lo obligado; mientras que ir contra lo que parece conveniente y cuerdo es peligrosísimo, pero sin duda revela que uno sigue su real gana. Cuando se incendia la casa, el que sale corriendo para salvar el pellejo hace muy bien, pero obedece a las circunstancias; libre, lo que se dice grandiosamente libre, es el que se queda dentro cantando salmos entre las llamas.

La libertad política, señala más adelante, es algo muy deseable de tener pero peligroso de utilizar. Nos hemos criado oyendo mencionar al poder como el coco que quiere devorarnos: el lenguaje del poder, las asechanzas del poder, la cara oculta del poder… Lo imaginamos oculto en cenáculos restringidos donde conspiran unos cuantos plutócratas desalmados. Seguro que hay algo de verdad en esta caricatura siniestra, pero el poder más temible en democracia es precisamente el que comparten todos y cada uno de los ciudadanos: el poder de elegir. Temblamos con razón ante los autócratas que monopolizan el mando, pero en nuestras democracias es lógico sentir escalofríos al pensar en las multitudes que deciden quién debe ostentarlo. Algunos tratan de aliviar este recelo asegurando que la mayoría de los ciudadanos no pueden ser llamados realmente libres porque son ignorantes en las cuestiones de gobierno, se dejan engañar o seducir con promesas vanas, se asustan ante amenazas imaginarias, son venales, xenófobos, intolerantes… Pero todo esto sólo quiere decir que son humanos: esos mismos defectos existen en todas partes, aunque no haya libertades políticas. En democracia la diferencia es que pueden expresarse y elegir lo que prefieren: quizá no sean más felices que otros vasallos, pero al menos son tratados como realmente humanos. No se les reconocen sus virtudes, sino su dignidad. La democracia no es ante todo el asilo de la lucidez, la solidaridad, el buen gusto o la creación artística, sino que es “la tierra de los libres”, como dice el himno de Estados Unidos.

Para evitar que el devenir democrático sea una serie de dictaduras electivas contrapuestas, continúa diciendo, están las leyes. Los ciudadanos basan las garantías de su libertad participativa en el acatamiento de la Constitución. Los que hablan de fascismo y caos tras la victoria de Trump fantasean tétricamente. Lo único que verdaderamente sonó inquietante en el discurso electoralista de Trump fue la amenaza de no respetar el resultado de las elecciones si no le gustaba. Algo parecido a lo que hoy berrean por las calles —espero que por poco tiempo— los modernos caprichosos del “No es mi presidente” o “No me representa”, que se consideran por encima de la democracia y capacitados para decidir cuándo la libertad ha optado por el bien y cuándo no.

En España, dice más adelante, ya estamos acostumbrados a quienes piensan que la democracia funciona mejor sin leyes que la coarten, como la paloma de Kant creía volar mejor en el vacío… Sin duda Trump es populista, como en nuestro país Podemos y sus siete enanitos: no porque prediquen lo mismo sino porque predican del mismo modo, empleando la retórica demagógica para conseguir aunar la heterogeneidad de los descontentos.

En la era de Internet, concluye diciendo, el populismo tiene campo abonado. Y es inútil empeñarse en regañar a la gente por sus preferencias (todos son “gente”, los que piensan como nosotros y los demás), mejor es perseverar en educarla para argumentar y comprender en lugar de aclamar. También hay que proponer alternativas ideológicas fuertes, no simplemente apelar al pragmatismo y la rentabilidad. Hagamos lo que hagamos, seguiremos remando en lo imprevisible. Porque la incertidumbre no la ha traído Trump, sino la libertad.



Fernando Savater



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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miércoles, 9 de noviembre de 2016

[A vuelaplumal] Y Dios, por desgracia, atinó esta vez





Hace ocho años y medio, cuando Hillary Clinton y Barack Obama se disputaban la candidatura del partido demócrata a las elecciones presidenciales de noviembre de ese año, circuló por los mentideros políticos de Washington un chascarrillo que hizo gran fortuna.

Al parecer, el reverendo Jesse Jackson, un pastor negro de la iglesia bautista estadounidense, antiguo luchador por los derechos civiles junto a Martin Luther King, varias veces candidato a su vez en las primarias demócratas a la candidatura presidencial, y uno de los prebostes más significados y respetados del partido demócrata, indeciso y preocupado por la posible fractura interna del partido ante la elección del candidato a presidente, se había dirigido a Dios preguntándole cual de los dos candidatos, Hillary o Barack, tendría más posibilidades de convertirse en presidente de los Estados Unidos de América.

La respuesta de Dios al reverendo Jackson, según cuentan, fue más propia de la de la Sibila clásica que la de un Ser Supremo e Omnipotente, pero en fín, vamos a lo que vamos.

La primera pregunta de Jackson a Dios había sido:

-Señor mío y Dios mío: ¿Cuándo será una mujer presidente de los Estados Unidos de América?

La respuesta de Dios, clara y rotunda, no se hizo esperar:

-Eso no lo verás tú, hijo mío.

Asustado, el reverendo Jackson, preguntó de nuevo a Dios:

-¿Y un negro, Señor mío y Dios mío: Cuándo veremos a un negro presidente de los Estados Unidos de América?

Y la respuesta del Señor de los Cielos resonó de nuevo clara y rotunda:

-Eso no lo veré Yo, hijo mío.

Bueno, pues resulta que Dios se equivocó con lo del negro y ha atinado con lo de la mujer. Gracias, buen Dios, por ese sentido del humor tan extraviado que demuestras con los pobres humanos. Al menos no vamos a aburrirnos...




Donald Trump



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jueves, 29 de septiembre de 2016

[Política] Trump contra Clinton: Primer "round"





La diferencia fundamental entre unas elecciones presidenciales en Estados Unidos y España, aparte del sistema electoral: en el primero presidencialista, en el segundo parlamentario, es que en Estados Unidos cualquier gilipollas con dinero puede aspirar a ser presidente. En España basta con  ser gilipollas.

Marc Bassets, corresponsal de El País en el gran país norteamericano relata con detalle como ha sido la primera confrontación electoral directa entre los dos candidatos del partido republicano y el demócrata. Por supuesto que hay más candidatos de otros partidos que aspiran a la presidencia, pero a efectos prácticos sus posibilidades sus nulas, así que basta con centrarse en los dos citados.

Hillary Clinton, dice Bassets, resistió este lunes los ataques de Donald Trump en un debate en el que ambos candidatos chocaron por sus visiones opuestas sobre la economía, la discriminación racial y la credibilidad de ambos para liderar la primera potencia mundial. En medio de una expectación mundial, ninguno cometió errores de bulto que puedan desequilibrar una campaña igualada. No hubo ninguna salida de tono mayúscula de Trump, que hizo un esfuerzo por contenerse. Pero Clinton logró ponerle a la defensiva al cuestionar sus credenciales como empresario, acusarle de racismo y poner en duda su temperamento para ser comandante en jefe.

Para Clinton, continúa diciendo, debatir cara a cara con Trump, era arriesgado. Trump, además de magnate inmobiliario, es una estrella de la telerrealidad y se siente cómodo en el pressing catch televisivo. Para Trump, un candidato con una tendencia acusada a la improvisación, enfrentarse por primera vez con una política experimentada como Clinton, y verse confrontado con sus propias mentiras y exageraciones, también entrañaba un riesgo. El duelo de la Universidad de Hofstra, en Nueva York, terminó con más satisfacción en el campo demócrata que en el republicano, pero probablemente no suponga un vuelco. Quedan 42 días de campaña y dos debates más.

Cada uno expuso sus credenciales, sin salirse del guión, añade Bassets. Clinton, como una candidata con un dominio detallado de los temas, sin perder los nervios, sonriente durante buena parte de los noventa minutos que duró el duelo, y haciendo gala de su larga experiencia política. Trump, poco preocupado por los detalles, y con mensajes sencillos sobre el libre comercio, el crimen o la política exterior que llegan a su electorado, formado en gran parte por hombres blancos de clase trabajadora. Clinton buscó el cuerpo a cuerpo, en un intento constante de provocar uno de los exabruptos de Trump. Entre el moderador, Lester Holt, y la propia Clinton, dejaron en evidencia sus mentiras. Por ejemplo, su afirmación de que se opuso a la Guerra de Irak en 2003, desmentida por declaraciones públicas del magnate en aquella época.

"No tiene la imagen [de presidenta]. No tiene aguante", atacó Trump. Y así sembraba de nuevo dudas sobre el estado de salud de Clinton, a lo que esta respondió recordando que, como secretaria de Estado, había viajado a 112 países y negociado acuerdos internacionales. "Que él me hable de aguante...", añadió.

“Ella tiene experiencia, pero es una mala experiencia”, dijo Trump, cuya currículum diplomático es inexistente.

“[El de Trump] no es el temperamento adecuado para ser comandante en jefe”, dijo Clinton tras contrastar sus esfuerzos para alcanzar un acuerdo diplomático con Irán con las bravatas de Trump ante los iraníes.

Cuando Trump echó en cara a Clinton que despareciese de la campaña durante unos días, Clinton respondió: "Creo que Donald acaba de criticarme por preparar este debate. Y sí, lo preparé. ¿Y sabe para qué más me preparé? Me preparé para ser presidenta." Era una manera de decir que su rival carece de la preparación para ocupar el Despacho Oval.

Ella le llamaba a él Donald. Él alternó entre “secretaria Clinton” y “Hillary”. Él aparecía crispado y serio; ella, con una sonrisa condescendiente, como si su oponente fuese un niño travieso y ella su madre o profesora.

Un argumento recurrente de Trump, sigue contando Bassets, fue que Clinton lleva treinta años en política y ha fracasado; que su experiencia como hombre de negocios y novato en la política le permitirá resolver los problemas de EE UU; que la política exterior de Clinton fue lo que propició el ascenso del Estado Islámico. El republicano avanzó cuando expuso su discurso proteccionista en defensa de la clase obrera, de tribuno de los trabajadores desamparados ante el vendaval de la globalización, el cierre de fábricas y su traslado a países como México, que citó varias veces.

Tan llamativo fue lo que dijo como lo que calló. Apenas habló de inmigración, uno de sus temas estrella, añade el corresponsal de El País. Tampoco lanzó ningún insulto espontáneo. No hubo un circo Trump, y esto ya es un pequeño éxito para los republicanos, que temían que una payasada de su candidato arruinase el debate. No fue un debate de groserías como lo fueron otros en las elecciones primarias del Partido Republicano.

En cambio, añade, Trump tuvo que enfrentarse a un continuo ataque de Clinton por la falsedad de muchas de sus afirmaciones. Uno de los momentos más intensos ocurrió cuando la candidata demócrata insinuó que el republicano mantiene ocultas sus declaraciones de hacienda porque esconde que es menos rico de lo que dice, porque no da dinero a la filantropía, porque no paga impuestos, o porque cuenta entre sus deudores a extranjeros que le condicionarían si llegase a la Casa Blanca. También recordó a la audiencia pasados comentarios misóginos del republicano, y expuso sus prácticas empresariales, entre otras el impago a los proveedores, o las repetidas suspensiones de pago de sus empresas. El objetivo era quebrar la imagen de Trump como empresario de éxito y defensor del ciudadano de a pie, y retratarlo como un plutócrata que precisamente se aprovecha del ciudadano de a pie.

“Todo son palabras…”, dijo Trump para retratar a Clinton como una política tradicional, poco fiable y eficaz. A la pregunta de por qué durante años difundió la “mentira racista”, en palabras de Clinton, sobre el certificado de nacimiento de Barack Obama, Trump replicó con una confusa explicación que atribuía el cuestionamiento de la nacionalidad del primer presidente ne a colaboradores de Clinton. “Donald", dijo Clinton en otro momento, "sé que vives en tu propia realidad”.

El mundo vio durante noventa minutos el contraste entre dos Estados Unidos, dos candidatos que provocan más rechazo que adhesión, pero ambos, a día de hoy, con opciones a la Casa Blanca.


Donald Trump y Hillary Clinton



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