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domingo, 26 de mayo de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Universidad, corrupción y desprestigio





Nuestra obligación es crear una élite dotada de sentido crítico; pero en la mayoría de las universidades está sucediendo lo contrario, escribe el historiador español Felipe Fernández-Armesto es historiador, titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame, en Indiana, EEUU.

He aquí una de las grandes paradojas de nuestros tiempos, comienza diciendo Fernández-Armesto. Las universidades del mundo están experimentando una edad de oro, con más fondos, más clientela, más peso económico y más influencia social que nunca. Y jamás han sido -con unas pocas excepciones honradas- tan inútiles, tan corruptas ni tan irrelevantes para las necesidades urgentes y fundamentales de las sociedades que las nutren y las pagan.

La corrupción se ha manifestado recientemente de una forma chocante y sin precedentes. Altos cargos de algunas universidades de EEUU de enorme prestigio recibieron sobornos de William Singer, un profesional supuestamente dedicado a aconsejar a familias sobre temas de educación. Hijos de ricos y de celebridades ingresaron sin haber logrado las notas precisas en Yale, Georgetown y las universidades de Texas y de California, entre otras. Se manipularon certificados falsos. Se inventaron curricula vitae. Se plagiaron trabajos. Sobre todo, se entregó dinero en cantidades fabulosas -millones- en manos sucias de gente que ejercían cargos de confianza que debían ser sagrados e inviolables. Todavía no se han develado los límites del escándalo: se trata de docenas, tal vez de cientos de casos.

Claro que en cualquier sistema competitivo las familias buscarán formas de conseguir ventajas para sus hijos -empleando tutores, contratando clases privadas, explotando los privilegios que da el dinero o el enchufe social-; es un nivel de corrupción históricamente ineludible en el Occidente capitalista. Lo soportamos para poder mantener un sector universitario eficaz y políticamente independiente, y lo corregimos, dentro de lo que cabe, con becas y apoyo estatal a los hijos de los menos privilegiados. Pero lo que está pasando en EEUU es distinto: si se admite a ricos y tontos para excluir a pobres y hábiles, la universidad se convierte en un casino.

La corrupción del sector estadounidense es extrema pero muy representativa de estos tiempos. Graduarse parece ser imprescindible para un joven hoy. Pero los graduados concluyen su formación de un modo insuficiente y necesitan otro grado más o un curso de formación profesional para poder optar a una plaza. Se engordan las instituciones educativas, mientras sus alumnos se empobrecen y se colman de deudas. En gran parte del mundo, empresas turbias pagan programas de investigación para justificar prácticas más que cuestionables -modificaciones genéticas, daños al medio ambiente, manipulaciones de mercados- o llenar sus cofres con precios desorbitados de las drogas o inventos tecnológicos que se producen. Y gobiernos y organizaciones políticas hacen lo mismo para respaldar su propaganda. En algunos lugares, los profesores se eligen no por sus calidades intelectuales sino por su fiabilidad política. En China, las universidades son órganos de una dictadura para suprimir la religión y reprimir a la oposición política. Yen todo el mundo hemos visto a docentes sancionados o injustamente despedidos por ser demasiado liberales, o demasiado conservadores, o defensores del pluralismo cultural.

El programa típico de estudios en una universidad hoy ya no responde a los valores universales de la verdad, el humanismo y el servicio a los demás, sino a las prioridades comerciales y de consumo o a las exigencias particulares de partidarios de tal o cual moda política o tendencia social: en algunas instituciones, el fanatismo religioso o el libertarismo; en otras, el feminismo, el anticolonialismo, la política de género, el cientifismo, el laicismo y sobre todo la corrección política. Por poner mi ejemplo personal, tras una década de servicio en la Universidad de Notre Dame, por primera vez siento vergüenza por pertenecer a ella.

Tenemos unos murales pintados en los años 80 del siglo XIX en un estilo sentimental y romántico característico de la época por un pintor italiano, Lugi Gregori, a quien contrataron los sacerdotes que gestionaban la universidad para reivindicar el catolicismo norteamericano. Fue una época difícil para la iglesia en Estados Unidos, entre el odio y violencia del Ku Klux Klan, el rechazo por el nuevo ateísmo que iba aumentando su influencia en círculos intelectuales, y la ferocidad política del movimiento anticatólico y anti-inmigrante. El protagonista de los murales es el que estaba considerado como el gran héroe del catolicismo americano en aquel momento: Cristóbal Colón, símbolo de la llegada del cristianismo al Nuevo Mundo. Para representar a los personajes de la Corte de los Reyes Católicos, Gregori retrató a varios profesores de la Universidad, enfatizando así el papel de Notre Dame en la perpetuación del trabajo lanzado por el Christo ferens genovés.

Las pinturas son, por tanto, parte imborrable de la historia del centro y un recuerdo de una época en la que el imperialismo se entendía positivamente en el país de la doctrina del Destino manifiesto. Pues bien, un puñado de supuestos ofendidos denuncia ahora las imágenes de Gregori porque, dicen, suponen un menosprecio a los indígenas. No es así: la visión compleja de Gregori correspondía a la del mismo Colón, para quien los indígenas eran en ciertos aspectos moralmente superiores a los europeos por su inocencia, su sencillez, y su pobreza. Los dibuja con la dignidad de nobles salvajes, ostentando hacia Colón, en sus momentos de desgracia y condena, simpatía y humanidad profundas. Pero, para acatar la ignorancia y el victimismo fingido, la Universidad se ha propuesto ocultar los murales como si fueran las patas excesivamente sinuosas del piano de una matrona mojigata de la época isabelina.

Así que mi Universidad, que solía ser un oasis de libertad en el desierto de la corrección política, ha acabado siendo como las demás en Estados Unidos. Sin defender la verdad, que es lo propio de las letras y las ciencias, se ha dejado vencer por la ignorancia. Propuse al rector que, en lugar de ocultar los murales, encargara una nueva obra para homenajear a los indígenas cuyos terrenos ancestrales ocupa el campus. Ni me contestó. Curioso, ¿verdad?

Es difícil pensar en una Universidad cien por ciento recomendable en EEUU. En mis giros académicos, que me llevaron en 2018 y 2019 a Inglaterra, Colombia, Perú, Chile y España, he sacado buenas impresiones de la Universidad de Buckingham, en Inglaterra, y de la Javeriana de Bogotá, por el vigor del debate intelectual en el profesorado; de las de los Andes de Bogotá y de Santiago de Chile - ésta, católica, y aquélla, laica- por el nivel alto de los estudiantes y el rechazo de la inflación de notas; y, en España, la de Navarra por la atmósfera colaboradora de respeto mutuo que une a profesores y estudiantes. Todas ellas destacan por su resistencia a la corrupción financiera y a la corrección política.

El episodio de los murales colombinos de Notre Dame es parte del abandono de la vocación auténtica de las universidades en nuestros días. Nuestra utilidad pública no consiste en formar profesionales ni hombres de negocios: eso lo podrían lograr los mismos negocios y profesiones a menos coste y con más eficacia; ni en autorizar los tabúes de moda ni los shibboleths de un momento determinado: eso lo harán las redes, internet y la prensa amarilla; ni en estar dispuestos al servicio de los estados ni las potencias de este mundo: ellos tienen fuerzas armadas, medios de comunicación y recursos propagandísticos ampliamente suficientes para imponer su voluntad. Todo lo contrario: nuestra obligación académica es contestar las normas vigentes, crear una élite dotada de un sentido crítico, una inteligencia razonada, una cortesía perfecta, una apertura intelectual inagotable, una simpatía humana sin límites, una dedicación entrañable al bien del mundo y un compromiso incansable con la verdad. Cuando dejemos de tener tales élites -ya no las tenemos en Estados Unidos ni en Inglaterra a juzgar por las desgracias del Brexit y del trumpismo, y quedan muy pocas en España-, estaremos en manos de ideólogos incompetentes o tecnócratas, intelectualmente cerrados.


Dibujo de LPO para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4923
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

martes, 31 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Cerebros de gallina





Las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda cualquier cosa. Nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes totalitarios, comenta el escritor y académico Javier Marías en un reciente artículo con el que termino (al menos eso deseo de todo corazón) la interminable serie de entradas del blog dedicadas a reseñar, día a día y paso a paso, el fallido proceso independentista catalán.

Me entero, comienza diciendo Marías, de unas recientes estadísticas americanas que aún no hielan, pero enfrían sobremanera la sangre. Más que nada por eso, porque no son de Rusia ni de las Filipinas ni de Turquía ni de Cuba ni de Egipto ni de Corea del Norte, sino del autoproclamado “país de los libres” desde casi su fundación. El 36% de los republicanos cree que la libertad de prensa causa más daño que beneficio, y sólo el 61% de ellos la juzga necesaria. Entre los llamados millennials, sólo el 30% la considera “esencial” para vivir en una democracia (luego el 70% la ve prescindible). Hace diez o quince años, sólo el 6% de los ciudadanos opinaba que un gobierno militar era una buena forma de regir la nación, mientras que ahora lo aprueba el 16%, porcentaje que, entre los jóvenes y ricos, aumenta hasta el 35%. Un 62% de estudiantes demócratas —sí, he dicho demócratas— cree lícito silenciar a gritos un discurso que desagrade a quien lo escucha. Y a un 20% de los estudiantes en general le parece aceptable usar la fuerza física para hacer callar a un orador, si sus declaraciones o afirmaciones son “ofensivas o hirientes”. Por último, el 52% de los republicanos apoyaría aplazar —es decir, cancelar— las próximas elecciones de 2020 si Trump así lo propusiera.

Todo ello es deprimente, alarmante y no del todo sorprendente. Nótese la entronización de lo subjetivo en el dato penúltimo. Los dos adjetivos, “ofensivo” e “hiriente”, apelan exclusivamente a la subjetividad de quien oye o lee. Alguien muy religioso sentirá como hiriente que otro niegue la existencia de Dios o que su fe sea la verdadera; alguien patriotero, que se diga que su país ha cometido crímenes (y no hay ninguno que no lo haya hecho a lo largo de la Historia); alguien ultrafeminista, que se critique la obra artística de una congénere; alguien independentista, que se disienta de sus convicciones o delirios. En todos esos casos se vería justificado acallar a voces o mediante violencia al que nos contraría, porque “nos hiere u ofende”. Y como las subjetividades son infinitas y siempre habrá a quien ofenda o hiera cualquier cosa, nadie podría decir nunca nada, como en los regímenes totalitarios. Bueno, nada salvo los dogmas impuestos por el régimen de turno, de derechas o de izquierdas.

Esas estadísticas son estadounidenses, pero me temo que en Europa no serían muy distintas. No es una cuestión de edad ni de ideología. Como se comprueba, participan de la intolerancia los mayores y los jóvenes, los demócratas y los republicanos. Demasiada gente, en todo caso, dispuesta a cuestionar o suprimir la libertad de expresión y de prensa, a celebrar un gobierno de militares, a callarles la boca por las bravas a quienes sostienen posturas que no les gustan. Las estadísticas de aquí las proporcionan las redes sociales, en las que un número ingente de individuos recurre de inmediato al ladrido, la amenaza y el insulto ante cualquier opinión diferente a la suya. Las más de las veces cobardemente, no se olvide, bajo anonimato. No cabe sino concluir que una serie de valores “democráticos”, que dábamos por descontados, se están tambaleando. Valores fundamentales para la convivencia, para el respeto a las minorías y a los disidentes, para que la unanimidad no aplaste a nadie. Algo lleva demasiado tiempo fallando en la educación, y las conquistas y avances en el terreno del pensamiento, de la igualdad social, de las libertades y derechos, de la justicia, nunca están asegurados.

Personas con importantes cargos, y por tanto con influencia en nuestras vidas, razonan de manera cada vez más precaria, como si a muchas se les hubiera empequeñecido el cerebro. No sé, un par de ejemplos: la diputada Gabriel ha incurrido en una de las mayores contradicciones de términos jamás oídas, al calificarse a sí misma de “independentista sin fronteras” (sic); y, después de la españolísima chapuza de Puigdemont en su Parlament el 10 de octubre, cerebros como el de Colau o el de los cada vez más osmóticos Montero e Iglesias (ya no se sabe si él la imita a ella o ella a él, hasta en el soniquete y los gestos) dedujeron que al President de la Generalitat había que “agradecerle” su galimatías, porque podía haber sido peor, y menos “generoso”. Tras haber mentido, engañado y difamado compulsivamente, tras haberle ya causado un irremediable daño a su amada Cataluña, haber montado un referéndum-pucherazo digno de Franco y haberle dado validez con cara granítica, haberse burlado de su propio Parlament y haberlo cerrado a capricho; tras haber violado las leyes y haber despreciado a más de la mitad de los catalanes, ¿qué es lo que hay que “agradecerle”? ¿Que no sacara una pistola y gritara “Se sienten, coño”, como Tejero? Es como si al atracador de un chalet hubiera que agradecerle que se llevara sólo los billetes grandes y dejara los pequeños, y se limitara a maniatar a los habitantes, sin pegarles. Señores científicos, hagan el favor de estudiar con urgencia por qué tantos cerebros humanos, en los últimos tiempos, han retrocedido y menguado hasta alcanzar el tamaño del de las gallinas.



Anna Gabriel, exdiputada autonómica catalana por la CUP



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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Entrada núm. 3969
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