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domingo, 12 de julio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] The Crazy House



Dibujo de Fernando Vicente para El País


Las memorias de Bolton, escribe en el Especial dominical de esta semana [Casa de locos. El País, 4/7/2020] el escritor y Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, son un documento riguroso que refleja los errores garrafales, la ignorancia suprema de la geografía política y las intempestivas y a menudo desconcertantes iniciativas de Trump.

"Aunque la Casa Blanca trató por todos los medios de impedir la publicación de las memorias de John Bolton, comienza diciendo Vargas Llosa, consejero del presidente Trump para la Seguridad Nacional entre abril de 2018 y septiembre de 2019, el libro, titulado The Room Where It Happened (El cuarto donde aquello sucedió), acaba de salir en Estados Unidos, luego de ser autorizado por los jueces.

Se trata de un grueso ensayo en el que Bolton cuenta con lujo de detalles su experiencia de trabajar un año y medio junto a Trump y lo critica con severidad, dando ejemplos abundantes de lo que todos ya sabíamos: que el presidente de Estados Unidos carece de la preparación más elemental para ocupar el cargo que tiene y los errores y contradicciones que por esa misma razón comete cada día, pese a la popularidad que obtuvo en los primeros años de su Gobierno y que parece haber perdido, hasta el extremo de que, según las últimas encuestas, lo derrotaría en las elecciones de noviembre el demócrata Joe Biden.

La expectativa que este libro ha despertado en Estados Unidos y en el mundo se debe, sobre todo, a que John Bolton es un conservador ultra, pero culto y bien informado, que colaboró en cargos importantes con los Gobiernos de Ronald Reagan y George Bush, del que fue embajador en las Naciones Unidas. Tanto en sus trabajos públicos como en sus comentarios en Fox News, Bolton ha defendido siempre las opciones más extremas —como, por ejemplo, en el caso de Israel, la capitalidad de Jerusalén para el Estado sionista, la ocupación militar de Cisjordania y, ahora, su anexión— y, desde que ganó las elecciones presidenciales, Donald Trump señaló que tendría un cargo importante en su Gobierno. En efecto, fue nombrado consejero para la Seguridad Nacional, encargado de orientar diariamente al presidente en cuestiones internacionales, acompañarlo en sus viajes, y, junto con el secretario de Estado, de coordinar y dar un sentido coherente a la política internacional de Estados Unidos.

Lo primero que descubrió Bolton en su nuevo trabajo fue que al presidente Trump le disgustaban los gruesos bigotes de morsa que él lleva y, lo segundo, lo despistado que suele estar en cosas tan elementales como la situación de Finlandia, de la que el mandatario norteamericano creía, ingenuamente, que no sólo no era un Estado independiente sino que formaba parte de Rusia. Aunque errores tan garrafales, que documentan una ignorancia suprema de la geografía política, aparecen a menudo en las memorias de Bolton, estas no tienen para nada el carácter chismográfico y delator que muchos lectores esperaban. Es, por el contrario, un documento riguroso, prácticamente día al día, de su experiencia de tener que informar, primero, y luego, manejar las intempestivas y a menudo desconcertantes iniciativas del presidente Trump (corregir sus errores, se diría) en las que suele incurrir y que han marcado su gestión gubernamental.

John Bolton pertenece a una familia obrera de Maryland y estudió Derecho en Yale gracias a becas y préstamos. Desde muy joven fue republicano y defendió las opciones más conservadoras y reaccionarias, con argumentos, es preciso decirlo, bastante más sólidos de los que suele usar aquel gremio político. Desde muy joven se declaró seguidor de las tesis del filósofo e historiador irlandés Edmund Burke y su primer libro, en el que explica sus convicciones políticas, Surrender Is Not an Option (La rendición no es una opción), fue un best seller. Este libro también lo será y quizás, lo más divertido del asunto, es que, por la oposición a Trump, la izquierda se haya apresurado a celebrarlo.

John Bolton llegaba a su oficina en la Casa Blanca a las seis de la mañana y allí tomaba desayuno con autoridades diplomáticas y militares; era la primera reunión de trabajo del día. En teoría, su labor consistía en trazar las grandes líneas de la política de Estados Unidos en el ámbito internacional; en verdad, su obligación era sobre todo tratar de entender lo que el presidente Trump quería en este dominio y tratar de poner orden y excusar y dar algún sentido coherente a las infinitas metidas de pata que el jefe del Estado cometía a diario en este campo.

Lo que cuenta es perfectamente explicable. Como generalmente no sabía dónde estaba parado, el presidente Trump desconfiaba de todo el mundo —salvo, quizás, de su hija Ivanka y de su yerno, un par de intrusos— y prestaba mucha más atención a la prensa, y, sobre todo, a la televisión, que a los grandes asuntos del día. Las reuniones con sus más estrechos colaboradores se caracterizaban, sobre todo, por la abundancia de feroces palabrotas que profería, y por el frenesí con que despedía y cambiaba a sus asesores. Que Bolton permaneciera a su lado más de un año y medio fue algo milagroso. Al final lo obligó a renunciar acusándolo de haber abusado de viajar demasiado utilizando los aviones militares, acusación disparatada cuando uno lee estas memorias, donde Bolton especifica con enfermiza pulcritud los viajes de trabajo que hizo y las condiciones en que viajó.

El libro desarrolla todos los temas internacionales importantes en los que Bolton intervino, de Libia a China, de Irán a Cuba, de Rusia a la Unión Europea, de Afganistán al Reino Unido, y, la verdad, el lector queda mareado con esa frenética actividad que, por lo demás, era poco valorada por Trump, cuando no brutalmente contradicha por sus salidas intempestivas ante la prensa, que, luego, los asesores, y sobre todo Bolton, debían enmendar cuidadosamente, sin que pareciera que desmentían a su jefe. El caos que documenta este libro sin humor, y en el que el mal humor fatalmente asoma, permite llamar a la Casa Blanca, sin exageración alguna, una verdadera casa de locos.

Por razones obvias, las cerca de cincuenta páginas que Bolton dedica a Venezuela tenían un interés especial para quien escribe esta columna. Uno advierte, desde el primer momento, que tanto Trump como sus principales colaboradores, se vieron sorprendidos con la enorme oposición a Maduro, que parecía apoyar a Guaidó, y, de inmediato, acordaron respaldarlo, pero, eso sí, descartando de entrada una acción militar contra el régimen chavista. Como se recordará, pese a este acuerdo, el presidente Trump amenazó una y otra vez con una acción armada a Maduro, sabiendo perfectamente que ésta estaba descartada de antemano y que sus bravatas carecían de toda consistencia. Por otra parte, en aquellas reuniones privadas y secretas, Trump mostraba cierto escepticismo con la figura de Guaidó, y, más bien, cierta simpatía secreta por Maduro, “ese duro”, la misma que, pese a todo, le merecía Putin, el nuevo zar de Rusia. Bolton analiza, con rigor, las difíciles relaciones que Trump ha mantenido con sus viejos aliados de Europa Occidental, y su inclinación sistemática por celebrar encuentros con dictadorzuelos medio locos, como el gordinflón que conduce Corea del Norte con mano de hierro o el nuevo amo de Rusia.

¿Qué sucederá ahora en Estados Unidos si una mayoría del pueblo estadounidense confirma en las elecciones de noviembre a Trump en el poder? Yo creo que sería una gran desgracia para Estados Unidos en particular y para el mundo libre en general. Por su ignorancia y por su arbitrariedad, Trump ha conseguido que su país se distancie de sus aliados tradicionales y se acerque, más bien, a sus enemigos, sin siquiera darse cuenta cabal de que así procedía. Este es el testimonio más importante de esta memoria de John Bolton. De ser así, por cuatro años más, aquellos ganarían todavía más terreno del que han conseguido ya en estos primeros cuatro años de su Gobierno. Vaya paradoja que un ultra reaccionario norteamericano como John Bolton haya mostrado cómo y por qué Trump debe ser derrotado en las elecciones de noviembre".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 




El escritor Mario Vargas Llosa



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 20 de marzo de 2020

[A VUELAPLUMA] Imbéciles



Ciudad de México, hoy. Fotografia de Mónica González para El País


"Tiene gracia que hayamos tenido que esperar a una pandemia para constatar que el mundo es uno -escribe el genetista Javier Sampedro ["Un solo mundo". El País, 18/3/2020]-. La crisis se va expandiendo de este a oeste, igual que el amanecer, y cada meridiano va incurriendo en los mismos errores que el anterior, como si fuéramos personajes de una tragedia griega de dimensión planetaria. Con el beneficio de la visión retrospectiva, hoy sabemos que fue un error celebrar la manifestación del 8-M, también el mitin de Vox y no sé qué partido de fútbol, pero esto es muy fácil de decir ahora. De Pekín a Madrid y de los médicos a los periodistas, hemos incurrido todos en los mismos errores, y ahora podemos ver mejor los que están cometiendo más al oeste, al otro lado del charco, y también en la irreductible aldea británica, que está más al oeste de lo que dicta la geografía.

Los mentideros científicos están escandalizados, a la manera humorosa que caracteriza a este colectivo, de la repentina conversión de Donald Trump a la racionalidad. Este presidente que ha despreciado a los investigadores, ha recortado sus presupuestos y hasta ha tenido la desfachatez de poner a un negacionista del cambio climático al frente de la agencia de protección ambiental más importante del mundo (la EPA, ‘Environmental Protection Agency’), se ha tenido que doblegar ante la amenaza coronavírica y se ha puesto a meter prisa a los científicos para que desarrollen una vacuna. Por supuesto, los científicos del país ya estaban haciendo eso sin necesidad de que Trump se lo dijera, y ahora solo pueden partirse de risa con su hipocresía y su monumental ignorancia.

Los CDC de Atlanta (Centros de Control de Enfermedades), que siguen siendo la mejor agencia del mundo en su campo pese a la espesura del actual inquilino de la Casa Blanca, concluyeron ya el mes pasado que Estados Unidos se exponía a 200 millones de infecciones por el coronavirus –el 60% de la población de ese país— de los que 200.000, en el mejor escenario, o 1,7 millones en el peor, perderían la vida. Insisto en que eso era el mes pasado, mientras su presidente hacía bromas sobre el “virus chino”.

Estos hechos dan una idea muy intuitiva del daño que puede hacer un gobernante inepto a sus propios ciudadanos. Por fortuna, Estados Unidos es mucho más que la Casa Blanca, y sus dos principales ciudades, Nueva York y Los Ángeles, ya han cerrado sus bares y colegios. ¿Les suena de algo? Sí, es lo mismo que hicimos nosotros hace una semana que ya parece infinita. Si la experiencia nos sirve de algo, podemos predecir que los ciudadanos de la gran potencia mundial estarán pronto en aislamiento domiciliario. Ni el más dañino de los gobernantes sería capaz de echarse un millón de muertos sobre la espalda".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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domingo, 3 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Las miserias de la política





Solía pensar que era por lo aburrido del paisaje -que aquí, en el Estado estadounidense de Indiana, es un campo deforestado, ondulante, cubierto de maíz en verano y de nieve en invierno-, que los letristas de canciones y autores de ficciones siempre se fijan en la supuesta belleza de sus cielos: los mosaicos de las nubes, el horizonte borrado por la llovizna, la claridad violeta de las noches de verano, el azul chillón del mediodía..., comenta en El Mundo el profesor Felipe Fernández Armesto, historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).

Acabo de darme cuenta, comienza diciendo, de que el encanto de los cielos de Indiana consiste en sus cambios constantes, que invocan a la fragilidad de la vida. El otro día quedé fascinado por un cielo azul pálido, manchado por una luz rosa y oro, que se desvaneció para ceder paso a la noche, dejándome con una profunda tristeza por saber que nunca volvería a ver su esplendor. La política es parecida: aunque no goza de placer estético, sus muestras son fugaces y dejan lamentos y miserias. Casi no vale la pena hacerle caso. Como dijo A. J. Balfour, el filósofo que llegó a ser primer ministro británico hace un siglo más o menos, en la política "poco cuenta y no hay nada que cuente por mucho".

Me atrae la idea de que la política suele ser poco importante. En mi vocación de historiador espero a que las noticias maduren durante varios siglos antes de interesarme por ellas. En EEUU es fácil convencerse de que mientras hay que seguir la trayectoria de la economía, las decisiones judiciales y la situación internacional, la política interna no vale sino como entretenimiento. Lo que hacen el presidente y el Congreso es retórica y comedia.

El sistema es tan esclerótico que la política queda estancada en debate sin generar efectos reales. Es una arena ideal para un payaso como Donald Trump, pero un campo poco digno de la atención de gente seria. Los que le teníamos miedo cuando Trump ganó las elecciones, hemos dejado de hacer caso al presidente. Cuando sale el tema en una reunión o una cena o un paseo por el campus, decimos "no hablemos de él" y nos consolamos pensando que no influye. Hasta cierto punto, esta actitud de descuido y complacencia es comprensible. Casi todos los retos del Trump candidato se han disuelto bajo el Trump presidente. No vamos a construir un muro contra México, ni exigir que los mexicanos nos lo paguen. No vamos a echar del país a los hijos de inmigrantes. No vamos a abandonar los acuerdos internacionales, ni siquiera el notorio tratado nuclear con Irán. Ni se va a desmantelar el sistema, por ineficaz que sea en EEUU, de bienestar social. No habrá guerra con Corea del Norte. Seguiremos manteniendo relaciones comerciales con China. Los impuestos de los pobres no subirán, ni se bajarán mucho los de los ricos. No se acabará con la independencia de los jueces, ni con la libertad de la prensa. A los agentes de policía no se les permitirá actuar sin exigir responsabilidad ante los tribunales. El presidente sigue escribiendo tuits pero, debido a su falta de habilidad política y el desacuerdo paralítico en el Congreso, no prospera ninguna de sus temibles propuestas.

Gracias a la Constitución, el presidente tiene pocas perspectivas de cumplir sus deseos. Por eso, se limita a sus tuits acerbos y frustrados de mal humor y peor gusto. Un sistema perfectamente equilibrado, que no favorece a ninguno de los órganos de gobierno, acaba sin cumplir nada. Entre los famosos "chequeos y balanzas" que limitan el poder ejecutivo y garantizan el equilibrio entre el administrativo, legislativo y los tribunales no hay sino lo poco que queda en el campo exclusivo del presidente. Sus decretos se hunden ante la oposición de los jueces. Sus proyectos legislativos quedan encallados en el Congreso. En el Congreso es casi imposible reunir una mayoría a favor de ningún cambio radical. Cualquier intento contra los derechos humanos de los inmigrantes suscita la conciencia colectivamente liberal del cuerpo judicial.

Quedan dos posibles salidas para un presidente dispuesto a trastornar el país. Tiene, en primer lugar, el derecho de declarar la guerra. Es inquietante pensar que a una persona tan inestable como Trump se le permita algo tan horrible. Pero es casi seguro que nunca lo ejerza, en parte por su inclinación personal a abrazar conflictos retóricos sin entrar en enfrentamientos violentos. A fin de cuentas, Trump es un hombre de negocios a quien le gusta conseguir tratos y cuyo libro más conocido -un largo panegírico de sí mismo- se llama El arte de la transacción. El presidente también tiene poder para nombrar jueces de los tribunales de apelación, y sobre todo del Tribunal Supremo. Lógicamente sus nombramientos son y seguirán siendo de gente conservadora. Pero no existe ningún motivo para pensar que eso llevará a decisiones contrarias a las preciosas libertades del modelo de vida norteamericana. La jurisprudencia es fiable en este país: los jueces, al nivel de los tribunales de apelación, son incorruptos y respetan la ley sin someterla a juicios personales. El caso de Anne Barrett, colega mía de la universidad de Notre Dame, donde es catedrática de derecho, es pertinente: acaba de conseguir la aprobación del senado a su nombramiento a pesar de las sospechas divulgadas por algunos senadores laicistas que temen que una católica ortodoxa podría intentar manipular la Ley del Aborto. La profesora Barrett insiste que un juez no debe, ni puede permitir que sus opiniones personales, sean religiosas o seculares, influyan en sus decisiones judiciales. Es probable que tarde o temprano la Ley del Aborto en EEUU se reforme para introducir más restricciones, pero no será por actos aislados de los tribunales sino por el lento cambio de la opinión pública que, debido a la progresiva mejora de la viabilidad de los fetos inmaduros, se inclina cada vez más por la defensa de los no nacidos.

Cuesta pensar que Trump sufre la inmovilidad de su propia política. Es una persona de intelecto primitivo, pero de cierta sagacidad política. Apuesta por estrategias populistas, no por compromisos personales. Por consolidar su apoyo entre la clase obrera blanca -que responde positivamente al grito contra elites-, minorías y extranjeros desgraciados, sin interesarse por la falta de logros concretos. El presidente debe saber que los deseos que proclama suelen ser imposibles o desastrosos. Le conviene no poder implementarlos si puede echar la culpa a los diputados o jueces de impedirlos.

Así que todos acabamos contentos: el presidente por fastidiar a sus amigos y gratificar a sus constituyentes; los jueces y diputados por poder felicitarse el triunfo de no hacer nada; los votantes a bajo nivel económico por poder molestar a las elites sin sufrir las consecuencias de la política populista que han votado; y los intelectuales por asegurarnos de que podemos escapar por los huecos en la dentadura del Leviatán. Como toda, ese sentido de seguridad es peligroso -lo que se llama en inglés el "paraíso de tontos"-. La gran amenaza de Trump no consiste en sus posibles contribuciones a la política estadounidense, sino en los efectos funestos de su influencia cultural. El guardián de la polis puede ser plebeyo o un gentil hombre, burgués o realeza, varón o hembra, del color o la religión que sea, pero es preciso que se comporte como una persona bien educada, civil y honrada, con respeto y "cortesía para todos". Cada vez parece más difícil conseguir líderes de la categoría deseable. Entre los presidentes de EEUU desde Eisenhower, todos menos Jimmy Carter, que era una persona cabal que sabía mantener la dignidad del oficio tanto como la simpatía de su propio carácter, han sido decepcionantes por su conducta sexual, o su mendacidad, o su corrupción, o su crudeza, o su egoísmo o simplemente su estupidez o, en el caso de Ronald Reagan, el mal gusto de su mujer. Al lado del Trump, todos parecen virtuosos y civilizados. Con su twitter repugnante, lleno de palabrotas y comentarios asquerosos dirigidos a ancianos y viudas, héroes y desgraciados, potentes y marginados, víctimas y vencedores, ha logrado ensuciar el diálogo político en este país. Si triunfa alguna política suya, no cabe duda de que podremos recuperarnos. Pero el envilecimiento de la vida política es irremediable. 



Dibujo de Ajubel para El Mundo



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miércoles, 30 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Libre albedrío





La filosofía, y algunas religiones como la cristiana, definen el libre albedrío como aquella facultad del ser humano que le permite obrar según considere y elija. Lo que significa que las personas tienen libertad natural para tomar sus propias decisiones sin estar sujetos a presiones, necesidades, limitaciones o a una predeterminación divina, haciéndolas así responsables de sus actos.

Algunas personas, como el médico, escritor y periodista Pedro J. Bosch, no tienen reparo en afirmar que tenemos que desengañarnos con Donald Trump y con los prebostes del partido republicano que lo sustentan, pues aunque parezca que hayan hecho una inquietante dimisión del libre albedrío, ni Trump está loco ni los republicanos son una reata de mostrencos, sino que saben perfectamente lo que hacen y por qué. 

Cuando hace más de una década, comienza diciendo el doctor Bosch, el reconocido lingüista George Lakoff nos sorprendía con su librito No pienses en un elefante, centrado en el lenguaje político de los conservadores norteamericanos, en general nos lo tomamos a beneficio de inventario, como el ensayo ingenioso que era, un ejercicio intelectual novedoso y atractivo pero claramente alejado de la realidad para los ojos de los progresistas, beatíficamente confiados en que la verdad nos hará libres, y en la ingenua presunción de que si contamos a los ciudadanos los hechos sin engaños, como seres racionales que son, sacarán las conclusiones acertadas y votarán en consecuencia.

Hoy ya sabemos que la tesis de Lakoff tenía poco de boutade y mucho de premonición. Nos burlábamos de las excentricidades del tea party, una especie de caricatura de los postulados más rancios del republicanismo americano y de la derecha casposa en general, convencidos de que ningún ser pensante sería capaz de votar contra sus propios intereses. ¿Quién con responsabilidades de gobierno bloquearía los avances en la lucha contra los estragos del cambio climático y la investigación de nuevas fuentes energéticas? ¿Quién osaría dejar sin asistencia sanitaria a más de veinte millones de personas sin tener un plan alternativo? ¿Qué gobernante en su sano juicio de un país inequívocamente democrático la emprendería a insultos y descalificaciones de la prensa libre y de calidad? ¿Sería verosímil que el electorado de un país civilizado eligiera a un patán pendenciero y sin ninguna experiencia política para desempeñar la más alta magistratura del país líder del mundo libre?

Nos cuenta Lakoff que los conservadores han invertido billones de dólares desde los años setenta en think tanks para financiar investigadores y encuentros dedicados a estudiar la mejor forma de estructurar y comunicar sus ideas y de destruir las posibilidades de sus adversarios ideológicos, los progresistas. Para ello se valen de la sugestiva teoría de los marcos mentales que formarían parte de las estructuras profundas de nuestro cerebro a las que no podemos acceder conscientemente, pero que conocemos por sus consecuencias. Como por ejemplo nuestro modo de razonar y lo que llamamos sentido común, expresión tan del gusto de nuestro presidente de Gobierno Mariano Rajoy junto con otras marcas de la casa como “ocuparse de las cosas que realmente preocupan a la gente” o esos ubicuos “líos” que entorpecen la labor de gobierno de la “mayoría natural”. Los “valores morales” y las emociones por encima de los hechos son la apuesta ganadora de esos “tanques de ideas”, entre otras cosas porque para dar sentido a esos hechos necesitamos que encajen con lo que ya fuertemente enraizado en nuestro cerebro. De ahí a los famosos “hechos alternativos” solo había un paso…

¿Quién puede dudar ahora del éxito de los marcos mentales de los republicanos, llevado al éxtasis con el advenimiento del trumpismo? Si al principio fue el elefante, la marca del partido, animal tan grandote del que es difícil sustraerse, luego pasan al padre severo que castiga a los díscolos de la familia frente a la blandenguería progresista del padre protector, la verdad y la utópica y nociva igualdad. De ahí pasamos al actual aquelarre de las emociones por encima de la racionalidad, la relativización de la verdad (“si no le gusta tengo otra”) y la sustitución del debate político por la batalla de “valores”, en el magma de una pavorosa infantilización de los votantes. Desengañémonos: ni Trump está loco ni los republicanos son una reata de mostrencos. Saben perfectamente lo que hacen y por qué, es decir, implementar el programa más de derechas posible sin tratar de razonarlo ni de darle visos de credibilidad (las dificultades del trumpcare son significativas) y hacerlo incluso con crueldad, sin atisbos de aquel capitalismo compasivo del que hablaba con escaso convencimiento George Bush Jr. Ahora, por fin sin caretas: leña al moro, al diferente, al gobernante más o menos progre, al periodismo de calidad y al sursum corda.

Y al llegar a este punto de reconocimiento del éxito del republicanismo extremo en Norteamérica (nada de lo que ocurra en USA puede sernos ajeno), hay que preguntarse si en esta OPNI (Objeto Político No Identificado) que es Europa, al decir del antiguo presidente de la Comisión Jacques Delors, estamos vacunados contra esa política aparentemente “sencilla, sin líos, para la gente normal” y cuya prioridad es que las cuentas cuadren, y que no se pongan trabas a la gran marcha de los triunfadores hacia la felicidad global, o bien si estamos sucumbiendo insidiosamente a las verdaderas intenciones de la derecha cósmica: Estado pequeño o mínimo, impuestos bajos e irrestricta libertad de movimientos para el capital y los empresarios “salvadores”.

Si en Europa el término “liberal” se dedica por lo general a partidos centristas de diferente signo, y en Estados Unidos se utiliza desdeñosamente para referirse a la izquierda, en España, lo han adoptado los partidarios de ese Estado pequeño e impuestos bajos y discurso eminentemente economicista, es decir, los correligionarios de Donald Trump que, aunque critican (con tiento y mesura) las peligrosas astracanadas del empresario neoyorquino, no dejan de complacerse con su “ideología” aunque esté a años luz de su praxis. Porque ya me dirán qué tiene de “liberal” (en el sentido español del término) la debilidad trumpiana por las tarifas aduaneras, sus impedimentos a que las empresas se ubiquen donde les parezca o su aversión a los tratados internacionales de libre comercio (?), por no hablar de sus proverbiales resistencias -tan poco liberales- a reconocer la diversidad racial, sexual o religiosa.

Todo ello nos lleva de nuevo a los marcos mentales o estructuras neuronales profundas que condicionan nuestras ideologías mucho más que la racionalidad o en algunos casos incluso la propia conveniencia, lo cual no es exclusivo de la derecha sino de lo que sabe bastante la izquierda asilvestrada (que se lo pregunten a los venezolanos y sus corifeos). Parece como si los humanos nos empeñáramos en corroborar las modernas teorías que cuestionan el libre albedrío en base a hallazgos modernos de la investigación del cerebro que sugieren que hasta las decisiones que tomamos conscientemente y luego determinan nuestras acciones han sido ya preelaboradas inconscientemente…

¿Es verdaderamente libre nuestra voluntad? ¿Son irracionales nuestras ideologías? ¿Votamos racionalmente o estamos obedeciendo a nuestros profundos marcos mentales? ¿Lo hacemos en base a compartir unas propuestas o por tocarles las gónadas a los otros sean los “progres” o los “liberales”? ¿Es racional este artículo o está urdido en las zonas más primarias de mi cerebro, intoxicadas presuntamente por décadas de persuasiones subliminales? ¿Existe realmente el libre albedrío o somos simplemente la suma de unas decisiones…predeterminadas por tecno algoritmos? Arduas cuestiones… ¿Aporías?, concluye preguntándose Pedro J. Bosch.



Donald Trump



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jueves, 17 de agosto de 2017

[A vuelapluma] El mito de la caverna





Establecemos como cierto lo que todo el mundo sabe falso y lo es, pero hemos aprendido a construir “nuestra” propia realidad, la que nos pueda interesar, escribía hace unos días Juan José Almagro, abogado y doctor en Ciencias del Trabajo, recreando nuestro propio mito de la caverna platónico.

Hace muchos años, comienza diciendo, tantos como dos mil cuatrocientos, en plena madurez creativa Platón nos reveló en su República el hermoso y siempre actual mito de la caverna. Decía el filosofo griego que el reino de las apariencias se representa en una gruta en la que estamos sentados de espaldas a un fuego llameante, mientras que entre el fuego y nosotros pasan figuras reales. Pero nosotros solo vemos los movimientos de sus sombras proyectadas sobre las paredes de la caverna, y esas sombras constituyen nuestra realidad… Apariencia y realidad, ser o no ser, querer o no querer; al final, siempre la misma cantinela desde que el mundo es tal. Y, como por nuestra propia naturaleza somos engañadores e incoherentes, algunos piensan que para salvar la dicotomía verdad/mentira y seguir viviendo tan ricamente en el engaño (las apariencias), los seres humanos nos inventamos hace algún tiempo el moderno lenguaje diplomático que, entre otras tareas, dulcifica el discurso y, si fuera menester, disfraza los hechos y permite decir una cosa y hacer otra, eso si, con educación, aunque para hacer bien la tarea se necesite práctica y, según las circunstancias, cierta manipulación con maneras de encantador de serpientes.

Sin tanta delicadeza, en ocasiones abruptamente, se desarrollan hoy la política y las relaciones personales/familiares/institucionales/económicas/empresariales gracias a un discurso que, poco a poco, ha facilitado el transito a la época de la posverdad y consagrado la posibilidad de mentir apelando a determinados sentimientos (nunca a razones, datos, dialogo y argumentos) para establecer como cierto lo que todo el mundo sabe falso, y lo es. Hemos aprendido a construir “nuestra” propia realidad, la que nos pueda interesar.

Muchos dirigentes, da igual su clase y condición, se han dejado atrapar por el poder y las vanidades del cargo, del que deberían ser transparentes servidores. El poder por el poder es su mantra cotidiano, y han olvidado que ocupan sus puestos para gestionar la enorme fuerza transformadora que, en su propia esencia, encierran la empresa y las instituciones. Hacen dejación de su responsabilidad y mienten, entre otras razones, porque están acostumbrados a mentir de forma reiterada y sistemática, y a transformar sus palabras no en hechos sino en retórica. Aunque ahora lo llamemos de otra forma, negar la verdad o mentir siempre será una falta de respeto.

Koyré dejo escrito que el hombre ha mentido siempre, “se ha engañado a si mismo y a los otros. Ha mentido por placer, por el placer de ejercer la sorprendente facultad de decir ´lo que no es´ y crear, gracias a sus palabras, un mundo del que es su único responsable y autor". Así ocurre con los llamados “hechos alternativos”, teoría del todavía presidente Trump, peligroso paradigma de este despropósito y, como tantos otros, usuario fiel de tecnologías y redes que le sirven de parapeto y amplifican sus mentiras. Afirmar lo que no es se ha convertido en un deporte de moda en USA, pero que se juega en una liga mundial, también en la vieja Europa y España; en los congresos de los partidos políticos, en los testimonios de los dirigentes ante los parlamentos o ante los jueces; se miente a los ciudadanos, a los accionistas de las empresas que quiebran y a los depositantes de bancos que se hunden cuando el día anterior eran solventes.

La democracia, sin los innecesarios apellidos con la que hoy la adornamos (auténtica, moderna, verdadera...), debiera ser un feliz maridaje entre justicia y libertad, entre participación activa permanente y representatividad; con gobiernos e instituciones decentes, con dirigentes (políticos, institucionales o empresariales, tanto monta) que sean transparentes en su actuar y acepten rendir cuentas como una obligación y no como señal de descrédito; que se comprometan solidariamente con la sociedad, procuren la resolución de los problemas que inquietan a los ciudadanos y fomenten el aprecio, la defensa y el cuidado de las cosas que son de todos, aunque estén en nuestras manos. De ninguna manera ha de permitirse que nadie se beneficie en exclusiva de los bienes comunes y trastoque la jerarquía del bien público y el bien particular.

Los límites éticos que admite y, desde otra perspectiva, demanda el común de los ciudadanos se imponen aceleradamente, termina diciendo. La gente, la sagrada Opinion Pública, harta de imposturas, quiere que empresas e instituciones, de cualquier ámbito, cumplan de verdad la función social para las que fueron creadas, y que las organizaciones no solo sirvan para enriquecer a dirigentes poco escrupulosos y con ambición desmedida que, además, proyectan casi siempre una imagen de triunfadores prepotentes con difícil encaje en este mundo más solidario que no solo se atisba sino que nos vigila desde el horizonte, allá donde reside la utopía.



Donald Trump



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lunes, 7 de agosto de 2017

[A vuelapluma] ¿Quiénes fueron los votantes de Trump?





El tópico de que la victoria de Trump se debió sobre todo a una coalición de trabajadores manuales blancos y de clase obrera no encaja con los datos electorales de 2016, pues muchos de sus votantes sin estudios universitarios tenían rentas medias o altas. Según una encuesta de la American National Election Study, el estudio electoral más veterano de EE UU, que desmenuzan en un interesante artículo Nicholas Carnes, profesor ayudante de Políticas Públicas en la Sanford School of Public Policy de la Universidad de Duke, y Noam Lupu, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Vanderbilt, los votantes blancos no hispanos sin título universitario y con renta familiar inferior a la mediana solo constituyen el 25% de los votantes de Trump. Eso no tiene nada que ver con la victoria a lomos de la clase obrera que muchos periodistas se imaginaron.  

La cobertura mediática de las elecciones estadounidenses de 2016, señalan los profesores Carnes y Lupu en su análisis, recalcó frecuentemente el atractivo de Donald Trump para la clase obrera. The Atlantic afirmó que “el promotor inmobiliario multimillonario está sentando cimientos obreros”. Associated Press se preguntaba qué supondría para la estrategia electoral de Trump “su éxito a la hora de atraerse el voto obrero blanco”. El 9 de noviembre, según el artículo de portada del The New York Times sobre la victoria de Trump, esta era una “categórica demostración de poder de una coalición, largamente desatendida, compuesta mayormente por trabajadores manuales, blancos y de clase obrera”. Solo hay un problema: la descripción es errónea. La mayoría de los votantes de Trump no eran de clase obrera.

Ya durante las primarias se comenzó a distorsionar el apoyo obrero de Trump. En un artículo muy difundido de marzo de 2016, Thomas Frank, por ejemplo, se explayó sobre “la clase obrera blanca… base del apoyo a Trump”. En los primeros mítines de campaña, muchos periodistas encontraron pintorescos ejemplos de partidarios obreros de Trump. ¿Pero esas anécdotas representaban con exactitud la emergente coalición pro Trump?

Había buenas razones para dudarlo. Para empezar, gran parte de las encuestas de 2016 carecían de datos sobre la profesión de los encuestados: factor preferido por los expertos para medir la clase social. Cuando los periodistas decían que Trump atraía a los votantes obreros, no sabían realmente si estos trabajaban en la construcción o eran directivos.

Además, según el otro mejor factor para medir la clase, los ingresos familiares, durante las primarias no parecía que los partidarios de Trump fueran abrumadoramente de clase obrera. Al contrario, muchas encuestas demostraban que eran sobre todo republicanos acomodados. Por ejemplo, una de marzo de 2016 de la NBC que analizamos señalaba que solo un tercio tenía una renta familiar igual o menor a la mediana nacional (unos 50.000 dólares anuales). Aunque limitamos el análisis a blancos no hispanos, otro tercio lo componían familias con ingresos entre 50.000 y 100.000 dólares y otro las que ingresaban 100.000 dólares o más. Si por clase obrera entendemos estar en la mitad inferior de la distribución de renta, la gran mayoría de los partidarios de Trump durante las primarias no eran obreros.

¿Y la educación? Muchos expertos percibieron pronto que la mayoría de sus partidarios carecían de título universitario. Pero este razonamiento tenía dos problemas. Primero, no tener estudios superiores no equivale a ser de clase obrera (ahí están Bill Gates y Mark Zuckerberg). Y, segundo, aunque más del 70% de los partidarios de Trump no tenía título universitario, en los datos de la NBC vimos algo que los expertos no habían percibido: durante las primarias, alrededor del 70% de los republicanos, cerca de la media nacional (71% según el censo de 2013), no tenía esos estudios. Lejos de atraer a los menos formados, parecía que Trump tenía de su parte prácticamente a los mismos titulados universitarios que cualquier candidato republicano ganador.

¿Qué pasó en las generales? Hace un tiempo, el American National Election Study, el estudio electoral más veterano de EE UU, publicó su encuesta de 2016. Y mostraba que en noviembre de ese año la coalición pro Trump se parecía mucho a la de las primarias. Entre los que decían que le habían votado en las generales, el 35% tenía una renta familiar inferior a 50.000 dólares anuales (el mismo porcentaje que entre los blancos no hispanos), con lo que el porcentaje era casi igual al de la encuesta de la NBC de marzo de 2016. Los votantes de Trump no eran en su inmensa mayoría pobres. En las generales, como en las primarias, unos dos tercios de sus partidarios procedían de la mitad económicamente mejor situada.

Y volvemos a la educación. Para muchos analistas, la brecha partidista entre los más y los menos formados es mayor que nunca. Según el estudio electoral, el 69% de los votantes de Trump en las generales carecía de título universitario. ¿No demuestra eso que su base era mayoritariamente obrera? La verdad es más compleja: muchos de sus votantes sin formación universitaria eran relativamente acomodados. Dentro de los que ganan menos de 50.000 dólares anuales, el apoyo a Trump presentaba una diferencia del 15%-20% entre los que tienen título universitario y los que no lo tienen. Pero la misma diferencia se apreciaba, y era aún mayor, entre quienes ganan más de 50.000 y de 100.000 dólares anuales. Dicho de otro modo: de los blancos sin título universitario que votaron a Trump, casi el 60% estaba en la mitad superior de la distribución de la renta. En realidad, uno de cada cinco votantes blancos de Trump sin educación universitaria tenía una renta superior a los 100.000 dólares.

Los observadores han utilizado con frecuencia las disparidades educativas para presentarnos a pobres lanzándose en masa a votar a Trump, pero la verdad es que muchos de sus votantes sin estudios universitarios eran de hogares con rentas medias o altas. Este es el problema fundamental que conlleva definir a la clase obrera en función del nivel educativo.

En suma, el tópico de que la victoria de Trump se debe sobre todo a una “coalición de trabajadores manuales blancos y de clase obrera” no encaja con los datos electorales de 2016. Según la encuesta, los votantes blancos no hispanos sin título universitario y con renta familiar inferior a la mediana solo constituyen el 25% de los votantes de Trump. Eso no tiene nada que ver con la victoria a lomos de la clase obrera que muchos periodistas se imaginaron.

Un artículo de National Review sobre el supuesto apoyo de esa clase a Trump parecía casi llamar a las armas contra los más desfavorecidos, diciendo que “la clase marginal blanca está sometida a una cultura despiadada y egoísta, cuyas principales consecuencias son la miseria y las jeringuillas de heroína usadas. Los discursos de Donald Trump los confortan. También la oxicodona” y que “lo cierto es que esas comunidades disfuncionales y degradadas se merecen morir”. Estos estereotipos que buscan chivos expiatorios son una indignante consecuencia del tópico de que los estadounidenses de clase obrera auparon a Trump a la Casa Blanca. Ha llegado el momento de librarse de él. Quien merece morir no son las comunidades de clase obrera de EE UU, sino el mito de que son responsables de la elección de Trump.




Dibujo de Enrique Flores para El País


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lunes, 3 de julio de 2017

[A vuelapluma] El secuestro de las redes sociales





Yoani María Sánchez Cordero (La Habana, 4 de septiembre de 1975) es una filóloga y periodista cubana que ha alcanzado notoriedad mundial por su blog Generación Y, desde el que hace una descripción crítica de la realidad de su país. Es el blog cubano con más seguidores, es traducido a diecisiete idiomas por un equipo de voluntarios y ha llegado a tener más de catorce millones de accesos al mes e inspirado miles de comentarios.

Ella y su página personal han sido galardonados con numerosos premios y distinciones. El diario español El País le concedió en 2008 el Premio Ortega y Gasset de periodismo, en el apartado de periodismo digital. La revista Time la seleccionó en 2008 entre las cien personas más influyentes del mundo. Generación Y fue elegido por Time y la cadena estadounidense CNN como uno de los veinticinco mejores blogs del mundo. Asimismo, ganó el concurso The BOBs de la Deutsche Welle. Además, ha sido la primera bloguera en obtener un premio Maria Moors Cabot, en 2009.

Los represores también han aprendido a publicar en Twitter y lo hacen con las trampas de la demagogia. Los populismos y autoritarismos han comprendido que las nuevas tecnologías se pueden convertir en un instrumento de control, denunciaba Yoani Sánchez en un artículo en El País el pasado sábado.

Hace más de un lustro las redes sociales hervían por la primavera árabe y los rostros de aquellos jóvenes manifestantes se iluminaban con las pantallas de sus teléfonos móviles, comienza diciendo. Eran años en que Twitter se veía como un camino hacia la libertad, pero poco después los represores también aprendieron a publicar en 140 caracteres.

Con cierta suspicacia primero y con mucho oportunismo más tarde, los populistas han encontrado en Internet un espacio para difundir sus promesas y captar adeptos, añade. Se valen del increíble altavoz que brinda el mundo virtual y colocan las trampas de su demagogia, en la que quedan atrapados miles de internautas.

Las herramientas que una vez dieron voz a los ciudadanos se han ido transformando en un canal para que los autoritarismos entronicen sus discursos, continúa diciendo. Asimilaron que en estos tiempos de posverdad, un tuit repetido hasta el cansancio resulta más efectivo que colocar vallas en la carretera o pagar por espacios publicitarios.

Los regímenes totalitarios han pasado a la ofensiva en la web, afirma. Les tomó algo de tiempo darse cuenta de que podían usar las mismas redes que sus opositores, pero ahora lanzan a los policías informáticos contra sus críticos. Lo hacen con la misma metódica precisión con que han vigilado por años a sus disidentes y controlado la sociedad civil de sus naciones.

Desde hackeos de sitios digitales hasta la creación de falsos perfiles de usuarios, los Gobiernos antidemocráticos están probando todo aquello que les ayude a imponer matrices de opiniones favorables a su gestión, comenta. Cuentan a su favor con la irresponsable ingenuidad con que muchas veces se comparte contenido en el ciberespacio.

Uno de estos giros radicales lo ha dado el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, dice más adelante. Durante las protestas de 2013, cuando era primer ministro, quiso promulgar varias leyes para restringir el uso de Facebook y Twitter. A la red del pájaro azul la llegó a catalogar como “una fuente permanente de problemas” y “una amenaza para la sociedad”.

Sin embargo, cuando se produjo el intento de golpe de Estado en Turquía el año pasado, Erdogan echó mano de estas herramientas para convocar al pueblo hacia las plazas e informar de su situación personal, señala. Desde entonces se ha dedicado a expandir su poder también a golpe de tuits, reafirmando en el mundo virtual la deriva dictatorial de su régimen.

En marzo pasado, los administradores de Twitter tuvieron que admitir que varias de sus cuentas, algunas vinculadas a instituciones, organizaciones y personalidades en todo el mundo, habían sido hackeadas con mensajes de apoyo a Erdogan, sigue diciendo. El sultán azuzó a sus huestes cibernéticas para dejar claro que tampoco en Internet se anda con juegos.

En América Latina varios casos refuerzan el proceso de apropiación que los autoritarismos vienen haciendo con las nuevas tecnologías, dice poco después. Nicolás Maduro ha abierto en Twitter uno de los tantos frentes de batalla con los que pretende mantenerse en el poder y acallar las revueltas populares que estallaron desde inicios de abril.

Los venezolanos no solo deben lidiar con la inestabilidad económica y la violencia de las fuerzas policiales, sino que Internet se ha vuelto para muchos de ellos un territorio hostil donde los chavistas gritan y amenazan con total impunidad, comenta. Desvirtúan sucesos, convierten a victimarios en víctimas e imponen etiquetas como quien lanza golpes.

Las imágenes de los manifestantes asesinados por la Guardia Nacional Bolivariana las enfrenta el Palacio de Miraflores lanzando bulos sobre una supuesta conspiración internacional para destruir el chavismo, afirma. Contra la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, la batida ha sido encarnizada en las redes sociales, donde los simpatizantes de Maduro la han tildado, como mínimo, de loca.

De tanto intentar manipular tendencias y adulterar estados de opinión en la web, el oficialismo venezolano ha terminado por pillarse los dedos con la puerta. señala. Recientemente fueron suspendidas más de 180 cuentas de Twitter que repetían cual ventrílocuos consignas gubernamentales. La penalización podría extenderse a otras tantas vinculadas a instituciones y medios acólitos.

El ministro de Comunicación venezolano, Ernesto Villegas, definió esta suspensión de cuentas como una operación de “limpieza étnica” y Maduro amenazó a los administradores de la red de microblogging con una frase cargada de desfasado triunfalismo: “Si ellos apagaron 1.000 cuentas, vamos a abrir 1.000 más”, sigue diciendo.

Con su conocida incontinencia verbal, el sucesor de Hugo Chávez estaba revelando la estrategia que su régimen ha seguido en los últimos años en Internet, comenta Sánchez. La de plantar usuarios que confundan, mientan y, sobre todo, desvirtúen lo que está ocurriendo en el país. Un cercano aliado les enseñó esa estrategia.

En Cuba, los soldados del ciberespacio tienen una larga experiencia en el fusilamiento de la reputación digital de los opositores, el bloqueo de sitios críticos y el entrenamiento de trolls para inundar la zona de comentarios de cualquier texto que les resulte especialmente molesto, afirma más adelante. Pero su principal arma es dosificar el acceso a Internet entre los más confiables o mantenerlo a precios prohibitivos para la mayoría.

“Tenemos que domar el potro salvaje de las nuevas tecnologías”, sentenció Ramiro Valdés, uno de los comandantes históricos de la Revolución, cuando en la isla comenzaron a aflorar los primeros blogs independientes y las cuentas de Twitter gestionadas por opositores, continúa diciendo Yoani Sánchez.

Desde entonces, mucho ha llovido y el castrismo se ha lanzado a la conquista de esos espacios con la misma intensidad que vocifera en los organismos internacionales, añade. Su objetivo es recuperar el espacio que perdió mientras miraba con suspicacia las nuevas tecnologías. Su meta: acallar las voces disidentes con su algarabía.

En la Casa Blanca, un hombre pone a su país y al mundo al borde del abismo con cada tuit que escribe, comenta. Todas las noches en que Donald Trump se va a la cama sin publicar en esa red social, millones de seres humanos respiran aliviados. Ha encontrado en los 140 caracteres una manera de gobernar en paralelo, sin limitaciones.

No son los tiempos ya de aquella red liberadora que enlazaba inconformidades y servía de infraestructura para la rebeldía ciudadana, concluye diciendo. Vivimos días en que los populismos y los autoritarismos han comprendido que las nuevas tecnologías se pueden convertir en un instrumento de control.


Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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Entrada núm. 3603
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