lunes, 18 de septiembre de 2023

[ARCHIVO DEL BLOG] Falsas percepciones y falacias estadísticas. [Publicada el 08/12/2016]












Creo que estarán de acuerdo conmigo en que lo primero a la hora de abordar un asunto cualquiera con un mínimo de rigor es ponernos de acuerdo sobre el sentido de las palabras que empleamos para tratarlo. Si las palabras no significan lo mismo para el que las pronuncia que para el que las oye será difícil que nos entendamos. 
Así pues, vamos con el título de esta entrada de hoy. Percepción: del lat. perceptio, -ōnis. Sensación interior que resulta de una impresión material hecha en nuestros sentidos; Falacia: del lat. fallacia. Engaño, fraude o mentira con que se intenta dañar a alguien; Estadística:  del al. Statistik, y este der. del it. statista 'hombre de Estado'. Rama de la matemática que utiliza grandes conjuntos de datos numéricos para obtener inferencias basadas en el cálculo de probabilidades. Solo he elegido las acepciones que me parecen más adecuadas para lo que quiero comentarles. Espero que las citadas sean suficientemente explícitas para entendernos.
Sobre la diferente percepción de un hecho cualquiera pienso que seguiremos estando de acuerdo en que puede variar según las circunstancias personales del que lo observa. Por ejemplo, y es una cita clásica, si entramos en un restaurante y observamos que un cliente pide de comer un plato de sopa, una empanada, un bistec, dos frutas variadas, una botella de agua y una botella de vino, y otro cliente pide una sopa y una botella de agua, la estadística, que se presume que es una ciencia bastante exacta, nos dirá que cada uno de los clientes citados ha comido un plato de sopa, media empanada, medio bistec, una fruta, una botella de agua y media botella de vino. ¿Irrefutable, no?
En abril de 2015 escribí en el blog sobre la percepción que el hombre de hoy, el hombre moderno, tiene sobre la violencia. Lo hice a cuenta de un artículo en Revista de Libros, escrito por Juan Antonio Rivera, reseñando la monumental obra de Steven Pinker Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones (Paidós, Barcelona, 2012), una descomunal, elefantiásica nota a pie de página, dice Rivera, a otro libro suyo anterior, La tabla rasa, y más en concreto a uno de los mitos que allí quedan desacreditados: el del buen salvaje. Creo, sigue diciendo, que todos hemos oído o leído alguna vez que nuestros antepasados estaban sumidos en el atraso tecnológico y morían devastados por enfermedades que la medicina moderna es capaz de curar o prevenir con facilidad, pero que, a cambio de esto, estaban bendecidos por la paz social, nacían y morían en comunidades pequeñas y concordes, alejados de atracos, atentados terroristas, genocidios, guerras mundiales, amenazas nucleares y otras muchas formas de violencia que acosan a los integrantes de las sociedades modernas y «civilizadas». Quién sabe, tal vez, todo considerado, habría valido la pena vivir en ese «pequeño mundo antiguo», por emplear el título de la novela de Antonio Fogazzaro.
Por el contrario, continúa más adelante, Pinker se dispone a convencernos de que en ese mundo antiguo no sólo la esperanza de vida era más corta y no había trenes de alta velocidad, ni Internet, ni aire acondicionado, ni donuts, sino que, para colmo de males, la probabilidad de perecer de muerte violenta era considerablemente más alta (entre cuatro y diez veces más alta) que en nuestros días, sobre todo en las sociedades sin Estado, esas supuestas anarquías felices. Desde el comienzo de su exposición, Pinker muestra sus cartas: «en la actualidad quizás estemos viviendo en la época más pacífica de la existencia de nuestra especie». Todos los índices de violencia (homicidios, torturas, esclavitud, aplicaciones de la pena capital, frecuencia de las guerras, genocidios, terrorismo, racismo, sexismo, maltrato animal) muestran un declive –irregular y lleno de caprichos en ocasiones– a lo largo del tiempo.
El relato de Pinker es épico, añade, pero no porque ponga los ojos en blanco o emplee un lenguaje inflamado y retumbante; al contrario, la narración es sobria, está pespunteada con multitud de datos y estadísticas, pero posee el brío estilístico suficiente para mantenerte alerta durante sus más de mil páginas. Es épico por la magnitud del empeño y por la diversidad de herramientas intelectuales que el autor pone en juego, moviéndose con autoridad y soltura desde la filosofía moral y política hasta la estadística, pasando por la historia, la biología, la psicología y la economía, sin dejar de hacer gala en todo momento de una erudición tan amplia que raya en lo inverosímil.
Esos son datos irrefutables sobre la violencia en el mundo que la percepción se niega a aceptar porque no cuadran con lo que vemos. Lo cual no es óbice para que sean reales y nosotros los equivocados. Eso sobre la violencia, ¿pero y si sobre la tan traída y llevada desigualdad creciente estuviéramos incurriendo en los mismos errores de percepción que sobre la violencia? ¿De verdad no se han preguntado ustedes nunca por qué nuestras sociedades no han estallado ya? ¿Por qué la gente se vuelve loca con el dichoso y americanizado Viernes Negro, los comercios de nuestras ciudades están llenos y las terrazas y cafeterías a tope? No me califiquen de pueril, por favor. No estoy tomando partido; solo intento reflexionar y no dejarme llevar por falsas percepciones de la realidad.
¿Y si la desigualdad no ha crecido?, se preguntaba en un reciente artículo en El País Julio Carabaña, profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid, autor del reciente libro Pobres y ricos (La Catarata, Madrid, 2016). La teoría (o la ideología, o la narrativa) dominante dice que la globalización aumenta la desigualdad y que la desigualdad produce populismo, nacionalismo y xenofobia, con etiquetas de derecha y de izquierda. Pero ¿y si la desigualdad no hubiera aumentado, o no hubiera aumentado tanto, o hubiera aumentado por razones distintas de la globalización? La desigualdad no parece haber aumentado en Europa, añade. Eurostat, la oficina estadística europea, calcula que el índice de Gini (que vale 0 cuando todos consiguen lo mismo y 100 cuando uno se lo queda todo) de la renta disponible de los individuos estaba entre 30 y 31 hacia mediados de los noventa y ha estado entre 30 y 31 en los últimos años, los de la gran recesión en los 15 países que forman la UE desde 1995.
Resulta extraño que Eurostat no calcule la desigualdad en el conjunto de Europa, dice, pero diversos investigadores (Troitiño para los años noventa, Brandolini para los 2000) encuentran índices de Gini dos o tres puntos por encima del índice medio para el conjunto de la Europa de los 15, también sin variación en el tiempo. Desde 1995 hasta ahora, la desigualdad creció en algunos países, como Dinamarca, Finlandia y (menos) Alemania, pero disminuyó en otros, como Bélgica, Irlanda, Holanda y Portugal. Durante la crisis, el índice de Gini creció más de dos puntos en Dinamarca y España, pero disminuyó otro tanto en el Reino Unido del Brexit y el Scotexit.
Con Reino Unido, Francia, Italia y Grecia, España forma el grupo de países donde la desigualdad es ahora igual que en los noventa, sigue diciendo. En España la desigualdad aumentó durante la crisis, si bien menos de lo que pareció en el primer momento. El Instituto Nacional de Estadística (INE) estimó que el índice de Gini había pasado de 32 a 34,5 entre 2007 y 2010; nadie prestó mucha atención a estas cifras hasta que la OCDE resaltó en un informe de 2013 (Crisis Squeezes…) que el índice de Gini había crecido en España tres puntos, de 31 a 34, y destacó en otro informe del mismo año (Panorama social) el contraste entre el 10% más pobre, cuyas rentas habían menguado entre 2007 y 2010 a un ritmo del 14% anual, con el 10% más rico, que se empobrecía a un ritmo de solo el 1%.
Este párrafo dedicado a España, añade, fue contagiosamente reproducido en los medios, muchas veces exagerado como “los pobres son cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos”, para explicar o justificar, según la ideología de cada uno, los comportamientos políticos de los ciudadanos. Ahora bien, en el año 2013 el INE mejoró sus estimaciones, resultando que en 2007 el índice de Gini había sido de 32,4 y en 2010, de 34; en los tres años siguientes, hasta 2013, ha llegado a 34,7 puntos, totalizando en todo el período de crisis un aumento de 2,3 puntos. El último dato es de 34,6 para 2014. El índice de Gini oscilaba también entre 34 y 35 a mediados de los noventa, cuando no había desafecciones políticas ni populismos que explicar; en cuanto a la globalización, parece que por aquellos años disminuía la desigualdad.
Como apuntaba la OCDE, continúa diciendo, el aumento de la desigualdad en España durante la crisis puede reducirse a un fenómeno mucho más simple, el aumento de la pobreza. Los pobres severos pasaron de ser el 2% de la población en 2007 a ser el 5% en 2009 y en 2013. En la misma magnitud que han aumentado los pobres severos han disminuido también las clases medias. ¿Quiénes son los nuevos pobres? En términos muy aproximados, durante los primeros años de la crisis la mayor parte eran autónomos con empresas en pérdidas, que han ido dejando paso a los parados, muchos de ellos inmigrantes. Resulta sugerente relacionar esta composición de los pobres en ingresos anuales con la evolución de la desigualdad del gasto. Pues el aumento de la desigualdad de ingresos no se ha traducido en un aumento de la desigualdad de gasto, sino en una disminución.
Según cálculos de Francisco Görlich, continúa diciendo, el índice de Gini del gasto en bienes de consumo disminuyó durante los primeros años de la crisis, de 30 en 2006 a 28,1 en 2009, y se ha mantenido en este nivel hasta 2014, cuando ha crecido hasta 28,6. Podemos imaginar que los autónomos dejaron de importar bienes de lujo cuando sus empresas entraron en números rojos, pero sin llegar al punto de “pasarlo muy mal” en el día a día. En cuanto a la política, quizás algunos se radicalizaran, aunque más bien parece que fueron otros los que se radicalizaron por ellos.
En Estados Unidos, comenta, sí que parece haber estado aumentando la desigualdad de ingresos en los últimos 40 años, pero tampoco allí la secuencia causal está clara. Algunos investigadores, como Guner, apuntan como causa principal la composición de los hogares, no la globalización. La desigualdad de ingresos individuales, los que directamente dependen de los mercados, apenas habría variado. Pero el aumento por un lado de hogares individuales, más pobres que la media, y por otro de parejas de profesionales, más ricos que el común, habría incrementado la desigualdad entre los hogares.
Otro factor importante, dice más adelante, podría ser la inmigración desde Latinoamérica, que mantiene bajos los ingresos más bajos. En todo caso, el aumento de la desigualdad en los Estados Unidos de América es un proceso largo y de ritmo oscilante; desde los años noventa, cuando la globalización se intensifica, el índice de Gini de la renta disponible de los hogares habría aumentado según la OCDE de 36,5 a 40, y de 38 a 40 en los años de la crisis; pero según los datos del Census Bureu, el índice de Gini de las ganancias individuales habría pasado de 45 a 46 durante los primeros años de la crisis y no habría variado desde 2011. Lo cual es quizás insuficiente para explicar el éxito de las propuestas de Donald Trump.
En fin, concluye diciendo el profesor Rivera, si las cosas fueran así, si la desigualdad no hubiera aumentado, o no hubiera aumentado tanto, o no hubiera aumentado a causa de la globalización, cabría negar la relación entre globalización y populismos o habría que buscar un intermediario distinto entre ellos; se podría comenzar por la simple creencia en el aumento de la desigualdad, pero no creo que baste.
Sobre este mismo asunto de las percepciones, las falacias y las estadísticas escribe también un interesante artículo en Revista de Libros el profesor de estadística Joaquín Leguina. 
El profesor Joaquín Leguina, que aceptó en 1990 dirigir mi proyecto de tesis doctoral sobre el Origen y situación social de la población de Las Palmas de Gran Canaria para el Departamento de Geografía de la UNED, proyecto de tesis que acabó en agua de borrajas por circunstancias que ya he relatado con anterioridad, fue presidente de la Comunidad de Madrid entre 1983 y 1995, y es autor de libros como El duelo y la revancha. Los itinerarios del antifranquismo sobrevenido (Madrid, La Esfera de los Libros, 2010), Impostores y otros artistas (Palencia, Cálamo, 2013), Historia de un despropósito. Zapatero, el gran organizador de derrotas (Barcelona, Temas de Hoy, 2014) y Los diez mitos del nacionalismo catalán (Barcelona, Temas de Hoy, 2014).
Un conocido estadístico español, comenta el profesor Leguina al inicio de su artículo, que pertenecía a una promoción de facultativos anterior a la mía y se apellidaba Azorín, escribió en uno de sus libros una verdad que hoy suele olvidarse: «Conceptos ambiguos dan lugar a medidas incorrectas». Pues bien, en nuestros días se manejan con gran soltura de cuerpo conceptos tan ambiguos como el de riesgo de pobreza, que deja a la intuición del lector la comprensión de lo que está midiéndose, metiéndole de rondón un concepto que es una entelequia.
Comencemos con el término riesgo, añade, y veamos qué es lo que dice al respecto el Diccionario de la Real Academia: «Contingencia o proximidad de un daño», y correr un riesgo: «estar expuesto». Pues bien, dado que el concepto, como se ve, hace referencia a la incertidumbre del futuro, la primera pregunta que deberían hacerse quienes pretenden medir el riesgo de pobreza es la siguiente: ¿quién no está expuesto a caer en la pobreza? Y la respuesta es obvia: nadie está libre de ese riesgo. Esta reflexión bastaría para abandonar cualquier intento de medir tal riesgo, pues es inaprensible, además de ser una inseguridad universal.
Pero sigamos con el otro término, pobreza, y volvamos al Diccionario, continúa diciendo: «Escaso haber de la gente pobre». Pobre: «Que no tiene lo necesario para vivir». ¿Y quién no tiene lo necesario para vivir? Pues aquella persona o familia que no dispone de la cantidad de ingresos (monetarios, productos físicos o servicios) por debajo de los cuales no puede llevar una vida decente. Lo cual pone en evidencia otro obstáculo: ¿qué es una vida decente? Por ejemplo, hoy no sería una vida decente aquélla en la que el individuo careciera de cualquier asistencia médica o educativa, pero hace dos siglos casi nadie disponía de esas asistencias. Queda claro, por lo tanto, que pobreza no puede ser un concepto fijo, sino que varía con el tiempo. En cualquier caso, determinar la cantidad y calidad de los insumos mínimos que determinan el citado umbral bajo el cual una persona o una familia están en la pobreza exige una convención, un acuerdo razonable.
¿Existe esa convención?, se pregunta. Existe, sí, responde, aunque no se aplique, pues pueden calcularse las proteínas, calorías o vitaminas mínimas necesarias para que la ingesta no lleve a la desnutrición. Asimismo, puede estimarse el número y la calidad de vestidos y calzados de los que es preciso disponer para defenderse con dignidad de las inclemencias del tiempo. Amén de la habitabilidad de la vivienda, de los servicios sanitarios o educativos que hoy son imprescindibles. Una vez determinada esta cesta mínima de bienes y de servicios, ha de pasarse a medir cuántas personas o familias en una sociedad dada están por debajo de ese nivel. Pero, ¿se hace? No, no se hace.
Una correcta medición de la pobreza, señala, habría de partir de una encuesta (ampliada) de la ya existente, llamada Encuesta de Presupuestos Familiares. Encuesta que se utiliza para calcular las ponderaciones que están detrás del Índice de Precios al Consumo (IPC). El método de obtención de datos en Presupuestos Familiares consiste en entregar un cuaderno −debidamente diseñado− a quien se ocupa en cada familia (seleccionada para formar parte de la muestra) de las compras, para que lo rellene (por ello recibe un dinero del Instituto Nacional de Estadística) con la cantidad y los precios de los bienes que la familia ha comprado durante una semana.
¿Cómo se mide hoy ese umbral por debajo del cual un individuo o una familia están en riesgo de pobreza o bajo el umbral de la pobreza?, añade, pues mediante un indicador burdo y desatinado. En efecto, según el Instituto Nacional de Estadística –y Eurostat−, ese umbral bajo el cual se está en riesgo de pobreza coincide con el 60% de la renta mediana, una medida de posición por debajo -y por encima- de la cual se encuentra la mitad de la distribución. Por ejemplo, en el caso de la renta, la mediana es aquel punto de la distribución por debajo -y por encima- del cual está la mitad de la población, debajo de la cual el individuo o la familia están en riesgo de pobreza. De la propia definición se deduce (y así lo dice el Instituto Nacional de Estadística en una nota a pie de página) que no es un indicador de la pobreza (ni del riesgo de ella), sino de la buena o mala distribución de la renta, pero ningún medio de comunicación ni ningún informador hace caso de tales matices y los titulares de los periódicos, los discursos de algunos políticos y los comentaristas de toda laya asegurarán que «el 27,3% de los hogares españoles vive por debajo del umbral de la pobreza». Incluso más crudamente: «Casi el 30% de los españoles viven en la pobreza». En efecto, el inaprensible riesgo desaparece en cuanto los datos pasan a manos de los medios de comunicación y, sobre todo, de algunos políticos y de las ONG «caritativas», empeñados todos ellos en demostrar que España vive hoy con las mismas carencias que tienen los habitantes de Burkina-Fasso.
¿Alguien puede creerse que en un país como España, se pregunta, con la sanidad universal y la educación obligatoria, haya tantos pobres? Desde luego, yo no me lo creo. Y lo peor de todo es que estos datos (como pasa con los del informe PISA) se incrustan como clavos en la opinión pública sin la más mínima crítica estadística. Pondré un ejemplo que –según creo− demuestra definitivamente la invalidez de tal indicador.
Sean dos países, continúa diciendo: A y B. En A, la renta familiar es de 1.000 euros anuales, y en B, de 400.000. Sin recurrir a más cálculos, cualquier persona diría que A es un país pobre y B un país rico. Sin embargo, en A todos los hogares ingresan la misma cantidad (no hay nadie por debajo del 60% de la mediana) y en B la distribución no es uniforme, sino que tiene una mediana de 370.500 euros y, por tanto, su umbral de pobreza se sitúa en 222.000 euros anuales, por debajo del cual viven (y muy bien) el 40% de sus hogares. Repito: según el indicador descrito –que es el que usan Eurostat y el Instituto Nacional de Estadística−, en A no hay un solo pobre, mientras que en B el 40% de sus hogares está en riesgo de pobreza o por debajo del umbral de la pobreza. Pero, ¿sirve para algo este indicador del 60% de la mediana? Pues sí. Aunque no es indicador de pobreza, sí es un indicador de la desigualdad de rentas, pero los hay mejores: por ejemplo, el índice de concentración de Gini, u otro más sencillo y elocuente: la relación entre la renta media que ingresa el decil superior (lo que gana el 10% de la población con más ingresos) y la que ingresa el decil inferior (el 10% de la población con menor renta).
Para acabarlo de arreglar, añade, tras una comunicación llena de buenas intenciones (de esas que adornan los infiernos), la Unión Europea puso en marcha en 2010 un nuevo indicador llamado AROPE (At Risk of Poverty and/or Exclusion), que es el que ahora más se utiliza. En él se combinan 1) Renta; 2) Consumo; y 3) Empleo.
1) Baja renta: se considera «umbral de la pobreza» la matraca de siempre: el 60% de la mediana.
2) Bajo consumo: quien no pueda permitirse al menos cuatro de los nueve indicadores siguientes: a) Pagar la hipoteca, alquiler o letras; b) Mantener la vivienda a temperatura adecuada en invierno; c) Permitirse unas vacaciones de, al menos, una semana al año; d) Permitirse una comida de carne, pollo o pescado cada dos días; e) Capacidad para afrontar gastos imprevistos; f) Disponer de teléfono; g) Disponer de televisor en color; h) Disponer de lavadora; i) Disponer de coche.
3) La «baja intensidad de trabajo» por hogar se define en el indicador como la relación entre el número de meses trabajados por todos los miembros del hogar y el número total de meses que podrían haber trabajado todos los miembros en edad de trabajar. Este indicador incluye como «pobres» a las personas de cero a cincuenta y nueve años que viven en hogares con una intensidad de empleo inferior al 0,2.
¡Qué curioso!, exclama. Pero no aparecen por ningún lado servicios tan imprescindibles y relevantes como la sanidad y la educación. Algo sospechoso, ¿verdad? Por otro lado, imaginemos a una persona (o a una familia) que por las razones que sea vive en una hermosa aldea. Es vegetariana (no cumple 2.d), no quiere tener teléfono (no cumple 2.f) ni televisión porque no le gustan ni Jorge Javier ni sus invitados (no cumple 2.g) y se lava la ropa a mano (no cumple 2.h). ¡Pues, hala, a la «pobreza», por raros!
La primera exigencia, explica más adelante, que debería cumplir un indicador de pobreza habría de ser su universalidad, es decir, que sirviera para poder medir esa pobreza con idénticos criterios y conceptos en Francia y en Costa de Marfil, en Reino Unido y en Namibia o en España y en Bolivia. Y desde luego, AROPE no cumple ese criterio de universalidad; más bien parece ideado para crear mala conciencia entre los habitantes de los países de la Unión Europea, aparte de suministrar «argumentos» a los demagogos, hoy tan abundantes.
Por otro lado, continúa diciendo, debería dejarse siempre claro ante los usuarios no especialistas que existen dos tipos de fuentes en las estadísticas oficiales de carácter social y económico: fuentes objetivas y fuentes subjetivas. Para hacer el cuento corto, las primeras serían aquellas en las cuales quien estima el valor de las variables (la medida) es un encuestador convenientemente adiestrado, y subjetivas cuando quien lo estima es el propio encuestado, ya sea cuando éste da su opinión (por ejemplo, en las encuestas electorales y otros indicadores que quieren pulsar la temperatura social a través de la opinión del encuestado) o estima el valor de su renta u otras variables. Conviene saber a este respecto que cuando lo que se maneja son los datos sobre las rentas, y se obtienen preguntando a los encuestados, éstos tienen la mala costumbre de mentir como bellacos cuando se les pregunta lo que ganan.
Pondré un par de ejemplos, añade, que ponen en evidencia la incoherencia de muchas estadísticas obtenidas de fuentes subjetivas. El primero: Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) (2015). Pregunta: «¿Cree usted que la situación económica del país es mejor, igual o peor que hace un año?» El 14,9% dijo que era mejor y el 29,3% que era peor. Pues bien, puede afirmarse sin temor a equivocación que estos últimos (casi uno de cada tres encuestados) estaban en un error, error que, además de subjetivo, es ideológico.  Preguntados los encuestados por su situación personal, el 30% dijo ser buena, el 48,9% regular y sólo el 20,4% dijo ser mala o muy mala. Por tanto, puede afirmarse que buena parte de esos encuestados pensaron algo así como lo siguiente: «Digo que la situación general es peor que el año pasado no porque lo sienta en mis carnes, sino porque eso es lo que me obliga a decir mi ideología».
Para mayor abundamiento, sigue diciendo, cuando se les pregunta «¿En qué medida es usted feliz o infeliz? (0 = completamente infeliz; 10 = completamente feliz)», la media es 7,1, es decir, «notablemente» feliz. Sólo el 0,6% se siente completamente infeliz y un muy escaso 4,8% de los encuestados se atribuye un «suspenso» en felicidad (se pone a sí mismo una nota menor de 5). Lo expuesto permite avanzar una hipótesis: el cabreo nacional, tan extendido hoy, responde menos a una situación personal deplorable que al convencimiento, mucho más ideológico, de que las cosas están muy mal, y no por «mi culpa», sino por culpa «de otros».
Segundo ejemplo, continúa Leguina: una pregunta que se hace en la Encuesta de Condiciones de Vida del Instituto Nacional de Estadística: «¿Tiene usted problemas para llegar a fin de mes?» En 2006, es decir, durante la fase alcista del ciclo, el 64,4% de los encuestados dijo tener esos problemas, y cuando la situación económica era mucho peor, en 2010, declaró tener problemas para llegar a fin de mes el 58,6%, ¡5,8 puntos menos! Lo cual resulta, simplemente, increíble. De todo ello podemos sacar una primera enseñanza: una buena estadística económica o social ha de huir como de la peste de las opiniones y estimaciones de los encuestados.
A modo de conclusión, termina diciendo, puede decirse que la confusión estadística entre pobreza y desigualdad no es inocente ni neutral a la hora de realizar un correcto diagnóstico de la situación económica y social de la sociedad española. La cual, seguramente, tiene hoy su mayor problema en la desigualdad creciente (creciente desde antes de la crisis), que hunde sus raíces en el paro y en una lamentable evolución de los salarios, entre otras causas. Paro y bajos salarios que también están detrás de las dificultades por las que pasan las pensiones.  Finalmente, cabe preguntarse para qué sirven las estadísticas sociales si no es para realizar un correcto diagnóstico de los problemas, único camino para intentar solucionarlos. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt