jueves, 18 de abril de 2024

De otra televisión, de otro país

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz jueves. Nuestro peor obstáculo como pueblo, comenta en El País el escritor Antonio Muñoz Molina, no es nuestra pobreza, sino el encono que ponemos en derruir lo que a pesar de ella a veces hemos sido capaces de levantar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com











Otra televisión, otro país
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
13 ABR 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Al llegar a la sede de Radiotelevisión Española, en las afueras confusas de Madrid, se oye siempre el parloteo escandaloso de las cotorras que anidan y se agitan innumerablemente en las copas de los pinos. Ese estrépito invasor contrasta con la quietud que uno encuentra cuando se interna en el laberinto de los corredores que llevan a los estudios y a las redacciones del edificio de la radio, y a los espacios más dilatados y solitarios del ocupado por la televisión. La impresión dominante es de una arquitectura de modernidad ampulosa pero muy gastada, un monumentalismo de superficies lisas, ventanales y ángulos que a mí me hace pensar en instalaciones oficiales de la RDA. Es esa modernidad en la edificación que reinó en los años sesenta y setenta, cuando una especie de optimismo futurista solía combinarse con el descuido y el abaratamiento de los materiales, de modo que sus promesas se quedaron tan rápidamente obsoletas como sus cubiertas o sus instalaciones eléctricas o el ajuste de sus ventanas.
Pasado el escándalo de las cotorras, la persona que ha venido a recogerlo a uno lo guía por escaleras de falso mármol, por ascensores muy grandes que siempre parecen estar en peligro de avería, por corredores en los que el espacio desierto hace que resuenen con más nitidez los pasos. En el edificio de la radio los itinerarios son más cortos e inteligibles, y acaban en alguna Redacción en la que hay signos alentadores de presencia y actividad humana, y en estudios muy bien equipados; en el de la televisión los corredores, los hangares, los túneles, las escaleras, proliferan a medida que uno va avanzando por ellos, confiado en su guía para no perderse.
Como el guía suele ser una persona joven, uno no se resiste a mostrar su extrañeza por tanta soledad, por tantas extensiones vacías, y a contarle, por evitar el silencio, cómo eran esos mismos lugares hace 20 o 30 años: la animación permanente, el clamor de las voces y de los pasos, el ritmo urgente de los trabajos de carpintería, los operarios con sus monos y sus herramientas, los estudios tan ocupados por grabaciones y rodajes que algunas veces se instalaban al aire libre esas naves prefabricadas que se ven en las obras. Los más jóvenes asienten con la incredulidad de quien oye contar cosas improbables. Los veteranos, los que quedan todavía, se acuerdan bien, y si tienen un poco de confianza hablan con tristeza del largo abandono consentido, la deriva, el desguace metódico de lo que llegó a ser una gran institución pública. Una prueba de todo lo malogrado y lo perdido, y de lo que podría haberse logrado, es la perduración de una parte de lo mejor que llegó a existir, a pesar de todos los pesares, los de antes y los de ahora, de la adversidad permanente a la que se enfrenta cualquier empeño de excelencia en nuestro país. Nada más sentarse en un estudio de Radio Nacional, o en un plató de la televisión, se advierte la solvencia con que redactores, locutores y técnicos cumplen sus tareas, sin el aturdimiento que uno advierte muchas veces en las cadenas privadas, con esa solidez que es un rasgo necesario del servicio público, y que por lo tanto está tocada de melancolía, y hasta de fatalismo. Se trata de hacer lo mejor posible aquello que sabe y tiene que hacer; y de hacerlo con la plena conciencia de que los resultados rara vez recibirán aprecio, y de que a los dirigentes, a los comisarios políticos y a los responsables parlamentarios la calidad de la radiotelevisión pública no les importa nada. Lo que a ellos les importa, crudamente, es la posibilidad de manipular y de meter mano, la contabilidad de los minutos y segundos que se dedican a cada partido en los informativos, la nómina de los contertulios favorables o contrarios, sin el menor respeto por la independencia y la integridad de un medio en el que solo ven oportunidades para la propaganda partidista y para la forma de negocio más próspera en el capitalismo a la española: convertir en botín de privatizaciones lo que es patrimonio de todos; aprovechar el poder y los contactos políticos para beneficiar a amigos y parásitos.
En los pasillos y en los almacenes y estudios grandes como hangares de Televisión Española apenas hay nadie porque la mayor parte de los programas ahora los hacen productoras privadas, según la misma lógica que deriva los servicios de la salud pública a empresas que la explotan en beneficio propio. Prejubilaciones masivas eliminaron el arsenal de experiencia y talento de profesionales que se encontraban en su plenitud. Siendo en apariencia tan hostiles y tan incompatibles entre sí, los dos grandes partidos de derecha y de izquierda se han comportado con la misma mezcla de dirigismo y negligencia hacia la radiotelevisión pública, creando nubes de favorecidos y cesantes a cada cambio de Gobierno. Incluso hubo un Gobierno socialista que dejó a la televisión sin los ingresos de la publicidad para que así se los pudieran repartir mejor las cadenas privadas, y sin asegurarle una financiación alternativa. Tampoco diría nadie ahora, viendo TVE, que desde hace más de cinco años hay un Gobierno progresista en España. Para ofrecer los mismos concursos y los mismos programas de chismes y celebridades postizas que cualquier cadena volcada en el beneficio rápido y en el fomento de la vulgaridad, no se sabe qué falta hace una televisión pública.
Hay quien resiste. Como en otras instituciones fundamentales españolas, el único antídoto a la intromisión partidista, la incompetencia y la irresponsabilidad política y la presión privatizadora es la seriedad de quienes siguen haciendo su trabajo con una ética profesional que roza el heroísmo. Ya tengo menos oportunidades de encontrarme con ellos: a muchos que conocí los jubilaron a la fuerza, y los que quedan tienen pocas oportunidades de hacer programas en los que pueda participar un escritor. Y aun así, cuando pueden, los hacen, y logran hablar de literatura y de cine, o envían crónicas ejemplares como corresponsales en zonas de guerra, o graban reportajes informativos que cumplen contra viento y marea la tarea crucial de una radiotelevisión pública: dar una visión rigurosa y equilibrada de la realidad, de modo que sirva de herramienta de conocimiento para la ciudadanía, y de entretenimiento sin zafiedad, y por qué no, también de educación y disfrute de las artes.
Quien ha trabajado en el Instituto Cervantes aprende a mirar con envidia y desconsuelo las grandes instituciones europeas en las que se inspiró su fundación, la Alianza Francesa, el Instituto Británico, el Instituto Goethe: dotadas de medios suficientes, de programas y directrices a largo plazo, de una autonomía sujeta desde luego al mandato democrático y a la legalidad, pero no a los vaivenes ni a las directas interferencias políticas. Quien escucha o ve los canales tan variados de la BBC, o de la radiotelevisión francesa, comprende con resignación, como comprendía yo viendo la sede de la Alianza Francesa en la Quinta Avenida de Nueva York, que nosotros somos un país más pobre, y que eso tiene poco remedio, por mucho que se quiera a veces compensarlo con triunfalismos estadísticos sobre el número de los hablantes de español en el mundo, según es costumbre en las ceremonias oficiales. Pero nuestro peor obstáculo no es nuestra pobreza, sino el encono que ponemos en derruir lo que a pesar de ella a veces hemos sido capaces de levantar, con la misma furia con la que alimentamos el parloteo de cotorras de la discordia política, sin la menor esperanza de regeneración, uncidos a la noria de una campaña electoral permanente, como si ese fuera el destino inevitable que nos ha tocado. Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la Real Academia Española.


























[ARCHIVO DEL BLOG] Un hogar donde vivir en paz. [Publicada el 02/05/2018]










Dentro de unos días Israel celebra sus 70 años de existencia. Confío en que celebraremos muchos más años y habrá muchas más generaciones que tendrán aquí su hogar y una vida segura, pacífica y creativa al lado de un Estado palestino independiente, porque quiero un hogar donde vivir en paz, dice el escritor israelí David Grossman en un discurso pronunciado en Tel Aviv para celebrar el Día del Recuerdo de los soldados caídos de Israel y de las víctimas del terrorismo que reproducía el diario El País hace unos días. 
Estamos en una ceremonia que, por más ruido que haya suscitado, es un acto de recuerdo y comunión, y llena de un profundo silencio, el del vacío que deja la pérdida de los seres queridos, comenzaba diciendo.
Mi familia y yo perdimos en la guerra a Uri, un hombre joven, dulce, inteligente y divertido. Casi 12 años después, todavía me cuesta hablar de él en público.
La muerte de un ser querido es también la muerte de toda una cultura privada, personal y única que nunca volverá a existir. Afrontar ese “nunca” sin vuelta atrás es increíblemente doloroso. Luchar constantemente contra la pérdida es agotador.
Es difícil separar el recuerdo del dolor. Duele recordar, pero es todavía más aterrador olvidar. Y qué fácil es rendirse al odio, la rabia y el deseo de venganza.
Sin embargo, cada vez que tengo esa tentación, siento que pierdo de nuevo a mi hijo. Por eso decidí emprender otra vía, que es la misma, creo, que decidieron tomar los que están hoy presentes aquí.
Dentro del dolor hay también aliento, creación, bondad. La pena no nos aísla, sino que nos une y nos fortalece. Hasta viejos enemigos —israelíes y palestinos— pueden conectar a través de la pena y a causa de ella.
Nadie puede indicar a otra persona cómo vivir su duelo. Ni en una familia particular ni en la gran “familia afligida”. Nos une el firme sentimiento de tener un destino común y un dolor que solo nosotros conocemos. Por eso pedimos que se nos respete. No es un camino fácil, es confuso y lleno de contradicciones. Pero es nuestra forma de dar sentido a la muerte de nuestros seres queridos y a nuestras vidas después de su muerte. No queremos desesperarnos ni desistir, para que, en el futuro, la guerra se difumine, quizá incluso termine, y entonces empezaremos a vivir de verdad, y no solo a subsistir entre guerra y guerra, entre desastre y desastre.
Quienes hemos perdido a los que más queríamos, tanto israelíes como palestinos, estamos condenados a vivir con una herida abierta. No podemos seguir alimentando ilusiones. Sabemos que la vida está hecha de grandes concesiones.
Creo que la pena nos vuelve más realistas. Por ejemplo, tenemos claros los límites del poder. Y desconfiamos más, y sentimos repugnancia cuando vemos una exhibición de vacuo orgullo, de nacionalismo arrogante, de soberbia. No solo desconfiamos: nos dan casi alergia.
Esta semana, Israel celebra sus 70 años de existencia. Confío en que celebraremos muchos más años y habrá muchas más generaciones que tendrán aquí su hogar y una vida segura, pacífica y creativa al lado de un Estado palestino independiente.
¿Qué es un hogar? Un hogar es un sitio de límites claros y aceptados, estable y sólido, que mantiene relaciones tranquilas con sus vecinos.
Los israelíes, después de 70 años —por más palabrería patriótica que oigamos estos días—, no tenemos todavía un hogar así. Israel se creó para que el pueblo judío tuviera el hogar que nunca había tenido en el mundo. Hoy, Israel quizá sea una fortaleza, pero no es ese hogar.
La solución al complejo problema de las relaciones entre israelíes y palestinos puede resumirse en una breve fórmula: si los palestinos no tienen un hogar, los israelíes tampoco lo tendrán. Y a la inversa: si Israel no es un hogar, tampoco lo será Palestina.
Tengo dos nietas, de seis y tres años. Ellas tienen claro que Israel es un Estado, que hay carreteras, escuelas, hospitales y un ordenador en el colegio, además de una lengua viva y rica. Pero para mi generación esas cosas no son tan evidentes, y por eso hablo desde la fragilidad de recordar vivamente el miedo existencial y la firme esperanza de estar, por fin, en casa.
Pero cuando Israel ocupa y oprime a otra nación, cuando crea una realidad de apartheid,el hogar lo es menos.
Cuando el ministro de Defensa decide impedir que los palestinos amantes de la paz asistan a este acto, Israel es menos hogar.
Cuando los francotiradores israelíes matan a docenas de manifestantes palestinos, Israel es menos hogar.
Cuando el Gobierno israelí intenta improvisar unos pactos sospechosos con Uganda y Ruanda, cuando está dispuesto a expulsar a miles de refugiados y a poner sus vidas en peligro, es menos hogar.
Cuando el primer ministro difama a las organizaciones de derechos humanos y busca formas de eludir las decisiones del Tribunal Supremo, cuando obstaculiza sin cesar la democracia y a los jueces, Israel es menos hogar.
Cuando el Estado abandona y discrimina a los marginados, cuando se cierra a la desgracia de los débiles y olvidados —supervivientes del Holocausto, pobres, familias monoparentales, ancianos, centros de acogida de niños, hospitales en dificultades—, es menos hogar.
Cuando abandona y discrimina a 1,5 millones de palestinos que son ciudadanos de Israel, cuando desperdicia la enorme posibilidad de tener una vida en común, es menos hogar, para la minoría y para la mayoría. Y cuando Israel niega el carácter judío de millones de judíos reformistas y conservadores, también es menos hogar.
Quiero un Estado que no actúe a base de impulsos, trampas, guiños ni manipulaciones
Cada vez que los artistas y los creadores tienen que demostrar lealtad y obediencia, no al Estado sino al partido gobernante, Israel es menos hogar.
Israel nos duele, porque no es el hogar que desearíamos. Sabemos lo maravilloso que es tener un Estado propio y estamos orgullosos de sus logros en la industria y en la agricultura, la cultura y el arte, la tecnología, la medicina y la economía. Pero nos duele su desnaturalización.
Los que están hoy aquí, y muchos más como ellos, son quienes más contribuyen a que Israel sea un hogar, en el pleno sentido del término.
En los próximos días me van a entregar el Premio Israel, y pienso dividir la mitad del dinero entre el Foro de la Familia y la organización Elifelet, que cuida de los hijos de los solicitantes de asilo. Creo que estos grupos hacen una labor sagrada, humanitaria, que debería estar haciendo el Gobierno.
Quiero un hogar en el que vivamos una vida segura y en paz, que no esté secuestrada por fanáticos de ningún tipo, por ninguna visión totalitaria, mesiánica y nacionalista. Un hogar cuyos habitantes no sirvan de mecha en nombre de un principio superior. Una vida que se mida por su grado de humanidad, un país no corrompido, unido, igualitario, sin agresividad ni codicia. Un Estado que se preocupe por cada una de las personas que viven en él, con compasión y tolerancia hacia las muchas formas de “ser israelí”.
Quiero un Estado que no actúe a base de impulsos, trampas, guiños ni manipulaciones. Quiero un Gobierno menos tramposo y más prudente. Podemos soñar, y hay mucho que admirar. Merece la pena luchar por Israel. Para nuestros amigos palestinos quiero una vida independiente, libre y pacífica, en una nación nueva y reformada. Y quiero que, dentro de 70 años, nuestros nietos y bisnietos, palestinos e israelíes, estén aquí y canten sus respectivos himnos nacionales.
Hay un verso que todos podrán cantar juntos, en hebreo y en árabe: “Ser una nación libre en nuestra tierra”. Es posible que entonces eso sea, por fin, realidad. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













miércoles, 17 de abril de 2024

Del olvido y la memoria

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz miércoles. La democracia, escribe en La Vanguardia el abogado Juan-José López Burniol, ha renunciado a los instrumentos tradicionales de socialización del individuo –que tan integradores y movilizadores fueron en el pasado– sin haberlos sustituido de momento por otros igualmente eficaces. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com













Historia: olvido y memoria
JUAN-JOSÉ LÓPEZ BURNIOL
13 ABR 2024 - La Vanguardia - harendt.blogspot.com

Cuando se publicó el informe PISA­, un amigo con quien lo comentaba me dijo, refiriéndose a los resultados en su comunidad autónoma: “Es lógico que sean malos: desde los años treinta del pasado siglo, arraigó una escuela según la cual lo que se pretende no es que los niños aprendan, sino que sean felices”. Me ha venido esta anécdota a la memoria tras la aparición de un libro de Alicia Delibes, El suicidio de Occidente. La renuncia a la transmisión del saber, en el que denuncia el grave problema que tiene planteado nuestra sociedad, al haber renunciado a la transmisión del saber generado durante siglos por una civilización con la que marca distancias.
El eje axial de este intento es anular el esfuerzo en favor del juego. Simplificando al máximo, puede decirse que existen dos modelos educativos: el que concibe la instrucción como un instrumento de formación y libertad personal y de mejora social (ascensor social incluido), y el que instrumentaliza la educación para crear un “hombre nuevo” y “una nueva sociedad”. Esta es la pauta dominante hoy: niños felices, hombres nuevos y sociedad paradisiaca. El cielo en la tierra. Gratis y sin esfuerzo.
Todo ello sucede en un momento en que, escribe Javier Gomá en su libro Ejemplaridad pública, la lucha por la libertad individual reñida por el hombre occidental durante los últimos tres siglos ha generado una liberación masiva de individualidades que, unida a la desaparición de los “modelos” educativos vigentes durante siglos, ha desembocado en la “vulgaridad”, entendida como aquella categoría que otorga valor cultural a la libre manifestación de la espontaneidad estético-instintiva del yo, y reclama para ella un respeto como emanación genuina de la igualdad. Con olvido de que la “vulgaridad” puede ser tomada como punto de partida, pero no como punto de llegada, pues reducida a sí misma no es sino una nueva forma de “barbarie”. (Como lo prueba –digo yo– la “barbarie” dominante en las redes sociales.)
Y es que, tras la crítica nihilista a las creencias y costumbres colectivas, y tras la deslegitimación moderna del principio de autoridad, la democracia ha renunciado a los instrumentos tradicionales de socialización del individuo –que tan integradores y movilizadores fueron en el pasado– sin haberlos sustituido de momento por otros igualmente eficaces. Total que, en Occidente, derechos individuales a tope y salga el sol por Antequera.
Fruto de esta “vulgaridad” es un rasgo del tiempo presente que ha denunciado Tony Judt en su libro Sobre el olvidado siglo XX, en el que alerta sobre que “nos tomamos el siglo pasado con ligereza”, pues “el agotamiento de las energías políticas en la orgía de violencia y represión de 1914 a 1945 nos ha privado de buena parte de la herencia política de los últimos 200 años”. Cuando lo cierto es que “si queremos comprender el mundo del que acabamos de salir tenemos que recordar el poder de las ideas y el enorme­ influjo que la idea marxista en particular ejerció sobre la imaginación del siglo XX”.
Pues, por poner un ejemplo, solo desde esta comprensión del pasado podemos preguntarnos si, “en nuestro nuevo culto del sector privado y del mercado, ¿no habremos simplemente invertido la fe de una generación anterior en la ‘propiedad pública’, ‘el Estado’ y la ‘planificación’?”. En suma, concluye Judt, “de todas nuestras ilusiones contemporáneas la más peligrosa es aquella sobre la que se sustentan todas las demás: la idea de que vivimos en una época sin precedentes, que lo que ocurre ahora es nuevo e irreversible y que el pasado no tiene nada que enseñarnos, excepto para saquearlo en busca de útiles precedentes”.
En una sociedad que renuncia a transmitir el saber, que olvida lo sucedido durante el siglo XX y que se sumerge en la “vulgaridad”, hay que pensar en estas palabras: “Saquear el pasado en busca de útiles precedentes”. Esto pasa hoy: políticos “vulgares” que saquean el pasado para construir un “relato” que los beneficie. Son aquellos que, ahítos de ambición y carentes de formación, solo van a lo suyo. Juan-José López Burniol es abogado.

























[ARCHIVO DEL BLOG] Aquella sí que fue una revolución... [Publicada el 26/04/2018]










En una época de cambio medioambiental, las miradas de los expertos se vuelcan en el Neolítico, el periodo en el que la humanidad vivió su transformación más radical; esta sí que fue una auténtica revolución, afirma en El País el periodista Guillermo Altares.
El Neolítico, comienza diciendo, es el periodo más importante de la historia y uno de los más desconocidos por el gran público. Con la adopción de la ganadería y la agricultura se crearon las primeras ciudades, nació la aristocracia, la división de poderes, la guerra, la propiedad, la escritura, el crecimiento de población… Surgieron, en pocas palabras, los pilares del mundo en el que vivimos. Las sociedades actuales son sus herederas directas: nunca ha tenido tanto sentido hablar de revolución porque dio lugar a un mundo totalmente nuevo. Y tal vez fue también el momento en el que empezaron los problemas de la humanidad, no las soluciones.
Sopesar si fue una desgracia o una suerte algo que ocurrió hace 10.000 años y que no podemos revertir puede resultar absurdo, pero es importante tratar de conocer cómo se produjo aquel paso y saber si mejoró la vida de las poblaciones. El motivo es que fue entonces cuando la humanidad comenzó a transformar el medio ambiente para adaptarlo a sus necesidades, y cuando la población de la tierra empezó a crecer exponencialmente, un proceso que no ha hecho más que acelerarse desde entonces. Los estudios sobre el Neolítico se han multiplicado en los últimos tiempos y no es casual: hoy vivimos el paso a una nueva era geológica, desde el Holoceno hasta el Antropoceno, un cambio planetario inmenso. De hecho, algunos estudiosos consideran que este salto arrancó en el Neolítico.
“El crecimiento demográfico constante, que se encuentra todavía fuera de control, provocó concentraciones humanas, tensiones sociales, guerras, crecientes desigualdades”, escribe el arqueólogo francés Jean-Paul Demoule, profesor emérito de la Universidad París I-Sorbona en su reciente ensayo Les dix millénaires oubliés qui ont fait l’histoire. Quand on inventa l’agriculture, la guerra et les chefs (Fayard, 2017) [Los diez milenarios olvidados que hicieron historia. Cuando inventamos la agricultura, la guerra y los jefes]. “Creo que es la única verdadera revolución de la historia de la humanidad”, explica por teléfono. “La revolución digital que estamos viviendo actualmente no es más que una consecuencia a largo plazo de aquella. Pero curiosamente es la que menos se enseña en la escuela. Arrancamos con las grandes civilizaciones, como si fuesen obvias, pero es muy importante preguntarse por qué hemos llegado hasta aquí, por qué tenemos gobernantes, ejércitos, burocracia. Creo que en nuestro inconsciente no queremos hacernos esas preguntas”.
El capítulo que el ensayista israelí Yuval Noah Harari dedica al Neolítico en su célebre libro Homo Sapiens. De animales a dioses (Debate, 2014), uno de los ensayos más leídos de los últimos años, se titula ‘El mayor fraude de la historia’. “En lugar de anunciar una nueva era de vida fácil, la revolución agrícola dejó a los agricultores con una vida por lo general más difícil y menos satisfactoria que la de los cazadores-recolectores”, escribe Harari. El antropólogo de la Universidad estadounidense de Yale James C. Scott, profesor de estudios agrícolas, se pronuncia en un sentido parecido: “Podemos decir sin problemas que vivíamos mejor como cazadores-recolectores. Hemos estudiado cuerpos de zonas donde se estaba introduciendo el Neolítico y encontramos signos de estrés nutricional en agricultores que no hallamos en cazadores-recolectores. Es incluso peor en las mujeres, donde hemos identificado una clara falta de hierro. La dieta anterior era sin duda más nutritiva. También encontramos muchas enfermedades que no existían hasta que los humanos vivieron más concentrados y con los animales. Además, siempre que se han producido asentamientos de poblaciones han estallado guerras”.
Scott se dio cuenta de que todas las ideas que tenía sobre el Neolítico estaban equivocadas mientras preparaba un curso sobre la domesticación de las plantas y los animales. “Pasé tres años estudiando todo lo que se había publicado, tratando de entender lo que había ocurrido realmente”, explica por teléfono desde su despacho. Así escribió Against the Grain: A Deep History of the Earliest States (Yale University Press, 2017) [Contra las semillas: una historia en profundidad de los primeros Estados], un libro que ha tenido un gran impacto en el mundo anglosajón. “La versión que contamos en los colegios del Neolítico, de que aprendimos a domesticar las plantas y entonces creamos las ciudades y se acabó el hambre es falsa”, asegura Scott.
Su lectura de aquel periodo es la más revolucionaria y no todos los estudiosos coinciden con su interpretación, pero sí podemos hablar de un replanteamiento general de aquellos milenios, provocado entre otros motivos porque el estudio del ADN antiguo ha permitido conocer las poblaciones del pasado como nunca hasta ahora. En su ensayo, Scott sostiene que ya se utilizaba la agricultura o la irrigación antes del nacimiento de los Estados, y que diferentes catástrofes, como las epidemias o la deforestación y la salinización del suelo, hicieron que el Neolítico fuese un proceso de ida y vuelta, y que sociedades agrícolas diesen marcha atrás para volver a ser cazadores-recolectores. “Durante 5.000 años pasaban de un estado a otro dependiendo de las condiciones climáticas. Hubo mucha fluidez entre estas dos formas de vida”, señala.
Preguntado sobre si esto esconde lecciones para el presente, el profesor asegura que es una cuestión que le plantean todo el rato, pero que no quiere “ser un profeta”. Como lector resulta muy difícil abstraerse de esa tentación: la idea de que el avance de la humanidad puede ser reversible si jugamos a los aprendices de brujo, al poner en marcha procesos que no somos capaces de controlar, resulta muy inquietante. Sobre todo porque vivimos un momento en el que estamos rodeados de fenómenos (desde los plásticos en el mar hasta los avances en inteligencia artificial o el calentamiento global) cuyas consecuencias a largo plazo apenas empezamos a vislumbrar. Tampoco podían hacerse una idea de la que se les venía encima aquellas primeras poblaciones que dejaron el nomadismo para asentarse y vivir de la agricultura y la ganadería.
Otros libros publicados recientemente que ponen en cuestión algunas verdades adquiridas sobre el neolítico son La forja genética de Europa. Una nueva visión del pasado de las poblaciones humanas (Universitat de Barcelona Edicions, 2018), del genetista español Carles Lalueza-Fox, profesor de investigación en el Instituto de Biología Evolutiva (CSIC-UPF), y Les chemins de la protohistoire. Quand l’Occident s’éveillait (Odile Jacob, 2017) [Los caminos de la protohistoria. Cuando Occidente se despertaba], de Jean Guilaine, que a sus 81 años es un referente de los estudios de la prehistoria en Europa y que actualmente es profesor emérito del Collège de France. “El Neolítico nos ha dejado un mensaje claro: un entorno natural transformado y bien regulado puede alimentar un gran número de bocas”, explica Guilaine. “Pero este mensaje sublime ha sido también pervertido por el hombre, ávido de dominar a sus semejantes: explotación irracional del medio, acumulación de semillas, desigualdades sociales, espíritu de supremacía sobre los más débiles. La esperanza de una sociedad en armonía con la nueva economía fracasó por el rechazo a compartir”.
Los historiadores siguen buscando respuestas a muchas preguntas; la primera de ellas consiste en saber por qué se inventó la agricultura si nos alimentábamos mejor cuando éramos cazadores-recolectores. Lo que está claro es que coincidió con un periodo de calentamiento global del planeta tras la última glaciación, hace unos 10.000 años, y que se trató de un proceso gradual que se dio en diferentes puntos a la vez y que desembocaría en algunos lugares, como Europa, en el florecimiento de civilizaciones como la etrusca o la romana. A la introducción de la agricultura y la ganadería siguieron el trabajo con los metales, la fundación de ciudades, el surgimiento de aristocracias… “El Neolítico es la gran revolución que inaugura nuestro mundo histórico”, asegura Guilaine. “Es un periodo sobre el que tenemos muchos datos, pero que se explica mucho peor que otros momentos. Nos gusta más enseñar los orígenes del hombre, porque plantea problemas filosóficos, o las civilizaciones de la antigüedad, consideradas brillantes a causa de sus logros arquitectónicos. Podemos encontrar impresionantes las pirámides o el Partenón, ¿pero qué representan si los comparamos con el paso de toda la humanidad a la agricultura?”.
Ya casi nadie cree que hubiese una única revolución neolítica que estalló en Oriente Próximo con la domesticación del trigo y que de ahí se propagó a todo el planeta. La idea más extendida es que hubo varios puntos de partida más o menos simultáneos, en China con el arroz o en América con el maíz. En cambio, sí existe la certeza, gracias a la genética, de que a Europa llegó a través de migraciones de los primeros campesinos, en un momento de grandes movimientos de población.
“Si algo es el Neolítico es un movimiento de personas desde Oriente Próximo, porque es un tipo de economía que provocó un crecimiento demográfico que hasta entonces no existía”, señala Carles Lalueza-Fox, cuyo libro recoge décadas de avances en las investigaciones genéticas. Estas técnicas “han supuesto un cambio revolucionario”, explica, “porque ahora estamos en disposición de estudiar el genoma de los protagonistas de los acontecimientos del pasado. Cuando nos interrogamos si un horizonte cultural u otro implicó migraciones de personas o movimientos de ideas, ahora podemos preguntarles directamente a las personas que vivieron dichos procesos”.
Eva Fernández-Domínguez, profesora asociada del Departamento de Arqueología de la Universidad de Durham (Reino Unido), donde dirige el laboratorio de ADN arqueológico, y experta en el proceso de transición al Neolítico en la península Ibérica y Oriente Próximo, explica así los nuevos caminos que ha abierto el estudio de ADN antiguo: “A través de la arqueología podemos saber si las poblaciones eran cazadoras-recolectoras o agrícolas-ganaderas, mediante el estudio de los restos arqueozoológicos y arqueobotánicos del yacimiento, de la tipología lítica (técnica y estilo de fabricación de herramientas), del tipo de asentamiento. Sin embargo, estas técnicas no poseen la suficiente resolución para decirnos cómo se ha producido el proceso de transición; es decir, si grupos locales de cazadores-recolectores aprendieron a cultivar o si la agricultura ha sido llevada por inmigrantes desde otras regiones, y si dichos inmigrantes sustituyeron completamente a la población autóctona o se mezclaron con ella y en qué proporción. Este tipo de información es únicamente accesible a través de la genética. Gracias a las nuevas técnicas de secuenciación masiva, poseemos hoy día una buena representación de la información genética de los individuos involucrados en el proceso de transición al Neolítico”.
Un caso apasionante que ilustra cómo se fue asentando el Neolítico es el de la cerámica campaniforme, que se expandió por gran parte de Europa durante la Edad del Bronce, hace unos 4.900 años. A partir de la península Ibérica, concretamente del estuario del Tajo, alcanzó el norte y el este de Europa, las islas Británicas, pero también Sicilia y Cerdeña. Además de en Portugal y España, esta cerámica, que no se asocia a un uso cotidiano, sino ritual, ha aparecido en Francia, Italia, Reino Unido (incluyendo Escocia), Irlanda, Holanda, Alemania, Austria, República Checa, Eslovaquia, Polonia, Dinamarca, Hungría y Rumania. “Su escala geográfica no tiene precedentes en el continente hasta la llegada de la Unión Europea”, escribe Lalueza-Fox en su ensayo. Salvando todas las distancias, su alcance geográfico se podría comparar con el de un Ikea del final de la prehistoria.
Durante décadas existían dos teorías enfrentadas: la cerámica había llegado con poblaciones que migraban o había existido algún tipo de transmisión oral. A lo largo del año 2016, los equipos del Instituto de Biología Evolutiva del CSIC, junto a los de Wolfgang Haak, del Instituto Max Planck, y David Reich, que dirige en Harvard un laboratorio genético y que acaba de publicar el ensayo Who We Are and How We Got Here: Ancient DNA and the New Science of the Human Past (Pantheon, 2018) [Quiénes somos y cómo hemos llegado hasta aquí: el ADN y la nueva ciencia del pasado humano], analizaron muestras de individuos que pertenecieron a esta cultura, recogidas por todo el continente. “Descubrimos que no estaba asociado a movimientos de genes y, por tanto, de personas, sino que se trataba del primer ejemplo de difusión masiva de ideas”, explica Lalueza-Fox. Posteriormente sí se produjo un movimiento masivo de población hacia las islas Británicas, que llevó esa cultura y que, de hecho, reemplazó a las poblaciones que existían entonces.
Ese periodo es especialmente importante porque es a partir de ese momento cuando comienzan a aparecer signos arqueológicos claros de la existencia de una aristocracia y, por tanto, de desigualdades sociales. “Es un momento crítico de cambio social, caracterizado por la emergencia de una clase aristocrática guerrera que perdura más allá de la propia cultura”, escribe el investigador catalán en su ensayo.
Ni la genética ni la arqueología han logrado todavía desvelar todos los misterios cruciales que oculta ese periodo. También llegó entonces a Europa el indoeuropeo, del que derivan lenguas que habla la mitad de la población del mundo, un proceso sobre el que todavía existe un intenso debate. La única certeza es que aquella revolución remota lo cambió todo y que todavía no ha acabado.
Las lecciones que oculta pueden ser muy útiles para un presente en el que la humanidad está llevando la naturaleza y sus recursos al límite de sus posibilidades. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













martes, 16 de abril de 2024

De la Revolución Industrial y la formación del capitalismo

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz martes. José Luis Feito, Técnico Comercial y Economista del Estado y exembajador de España en la OCDE, analiza en Revista de Libros el proceso que dio origen a la Revolución Industrial y la formación del capitalismo. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. harendt.blogspot.com













Sobre la Revolución Industrial y la formación del capitalismo
JOSÉ LUIS FEITO HIGUERUELA
08 ABR 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Los registros y estudios históricos sobre la evolución de las condiciones de vida de la humanidad desde el paleolítico hasta nuestros días reflejan una secuencia de dos eras radicalmente diferentes. Durante los cien mil o doscientos mil años hasta llegar al entorno de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX la renta per cápita mundial oscila alrededor de un nivel que se mantiene básicamente constante a lo largo de todo ese periodo. En los poco más de doscientos años transcurridos desde entonces, la renta per cápita se dispara, aumentando acumulativamente en términos de miles por ciento hasta alcanzar en la actualidad un nivel 14 veces superior al registrado a comienzos del siglo XIX. No solo se han multiplicado las condiciones materiales de vida del individuo, sino también las condiciones biológicas de la especie. Así, la esperanza de vida (al nacer), que durante todos esos milenios ha oscilado entre 20 y 35 o pocos más años, según las épocas y agrupaciones humanas, se ha triplicado o más que duplicado según las sociedades ¿Qué pasó hace más o menos doscientos años para que esto fuera posible? Lo que ocurrió fue la revolución industrial y la consiguiente cristalización del capitalismo.
Hasta ese momento a finales del XVIII y comienzos del XIX, las condiciones de vida de los seres humanos eran ciertamente diferentes según las sociedades y los tiempos históricos, pero su dinámica era similar en todo tiempo y lugar. Había periodos más o menos dilatados de mejora de las condiciones de vida individuales, impulsados por innovaciones institucionales o tecnológicas, o por el comercio o la expansión de territorios y recursos naturales disponibles. Estas mejoras producían crecimientos de la población, pero terminaban, sin embargo, erosionando y, finalmente, comiéndose los avances de la renta per cápita. Por concentrarnos en épocas relativamente más recientes, desde los asentamientos del neolítico hace unos doce mil años, los avances de la capacidad productiva se traducían en aumentos de la población, que pasó de unos 2,4 millones hacia el año 10.000 a. C. a poco más de 600 millones a comienzos del VIII, manteniéndose prácticamente inalterada la renta per cápita. Esa era la trampa malthusiana en la que la humanidad ha estado atrapada desde la aparición del homo sapiens hasta la cristalización del capitalismo y la revolución industrial acaecida hace poco más de doscientos años. Ciertamente, en Inglaterra y algunos otros países europeos hubo un aumento de la renta per cápita entre 1500 y 1700, de entre el 15 y el 30%, según las fuentes. Pero muchos, Malthus de manera prominente, pensaban que estos aumentos se disiparían con el notable crecimiento de la población que se estaba registrando durante el siglo XVIII
La Revolución Industrial es, sin duda, el fenómeno más relevante de la historia económica y, como tal, ha sido objeto de infinidad de estudios de todo tipo, al menos desde que un historiador económico, Arnold Toynbee (tío del abuelo del historiador generalista del mismo nombre del siglo pasado), acuñara el término en un ensayo publicado póstumamente a finales del XIX. El interés por una comprensión cabal del fenómeno, lejos de amainar, se ha intensificado en los últimos años. Las preguntas que una fructífera teoría de la Revolución Industrial ha de responder son varias: ¿por qué sucedió, ¿cuáles fueron las causas? ¿Por qué ocurrió en el entorno del comienzo del siglo XIX (o del comienzo del XVII, como sostienen algunos autores) y no antes? ¿Por qué en Inglaterra e inmediatamente después en Europa y Estados Unidos y no en Asía, en China o en Japón?
Las respuestas a estas preguntas no tienen solo un mero interés histórico ―como no lo tiene nunca el estudio de la historia―, sino que tienen también una gran relevancia para los problemas económicos de hoy día. Después de todo, si las respuestas son correctas, han de contener las claves del crecimiento autosostenido y las razones por las que unas sociedades han llegado a ser mucho más ricas que otras. En lo que sigue se resumen concisamente las principales teorías propuestas para explicar el fenómeno1.
1. El crecimiento de la productividad. La trascendencia de la revolución industrial no consiste tanto en su impacto contemporáneo sobre los niveles de vida de Inglaterra y otros países donde se propagó, sino en que transformó la dinámica de crecimiento de estas sociedades. De hecho, el crecimiento medio anual de la renta per cápita en la Inglaterra del siglo XVIII fue muy débil y solo se aceleró significativamente a partir de la segunda mitad del XIX. Ahora bien, ese débil crecimiento se produjo a pesar de un notable aumento de la población que, a diferencia de lo acaecido en épocas anteriores, no deprimió acusadamente el nivel de vida de la sociedad. La población inglesa se triplicó en poco más de cien años, pasando de unos seis millones a mediados del siglo XVIII (los niveles máximos alcanzados en el siglo XIV, antes de que la peste exterminara a casi un 40% de los habitantes de la isla) a unos veinte millones hacia 1860. Con todo, entre 1700 y 1820 la renta per cápita aumentó en Inglaterra un 50%, mucho más de lo que lo había hecho en los trescientos años anteriores, y en los siguientes cien años más que se duplicó. Esto implica que las fuerzas transformadoras de la revolución industrial ya estaban operando en el siglo XVIII y, más potentemente, en el XIX, cuando un crecimiento medio anual de la renta per cápita del orden del 1% coexistió con otro excepcional aumento de la población. En fin, con la Revolución Industrial cristalizó el capitalismo y su manifestación más característica: el imparable crecimiento tendencial de las condiciones de vida.
La instalación en una senda de crecimiento tendencial de la renta per cápita se debió a la aceleración del ritmo de avance anual de la productividad y a su persistencia a través de los vaivenes del ciclo económico. Entender la Revolución Industrial, por tanto, exige conocer las causas de este revolucionario comportamiento de la productividad. A tal fin, para que los lectores no economistas puedan seguir mejor los razonamientos, puede ser conveniente introducir algunos rudimentos de economía.
La productividad es una relación entre los inputs utilizados en el proceso productivo y el output de dicho proceso; esto es, entre los servicios de los factores de producción y la renta nacional producida por los mismos. Los economistas usan habitualmente dos conceptos de productividad, entrelazados entre sí, la productividad laboral y la productividad total de los factores de producción (en lo que sigue, PTF).El primero expresa el nivel de renta producido a partir de las horas totales trabajadas; el segundo, el nivel de renta producido por el conjunto de factores productivos utilizados en la producción. Este segundo concepto, la PTF, es un indicador de la eficiencia agregada de la economía; un aumento del mismo significa que se está produciendo más renta por unidad de los diversos factores productivos utilizados. Sus movimientos al alza suelen estar primordialmente causados por las innovaciones y avances tecnológicos incorporados a la producción, pero también por crecimientos del capital humano o por aumentos del tamaño del mercado, ocasionados por la eliminación de trabas al comercio interior o al comercio internacional de bienes y servicios, o bien por mejoras en la asignación de los recursos productivos o en la organización y gestión de las empresas, así como en las facilidades legales o de otro tipo para hacer negocios. Los dos conceptos están entrelazados, de manera que el crecimiento de la productividad laboral se puede expresar básicamente como la suma del crecimiento de la PTF más el crecimiento de los recursos naturales y del monto de capital utilizados en proporción a las horas trabajadas(ponderadas, estas proporciones, por coeficientes que podemos ignorar a los efectos de este artículo). Esto es, la productividad laboral aumenta con las mejoras de la eficiencia del trabajo y de los demás factores con los que se combina en la producción (estas son las mejoras que mediría la PTF) y con el incremento de la cantidad de recursos naturales y de capital por unidad de trabajo aplicadas a la producción. El crecimiento anual de la productividad laboral determina un crecimiento idéntico de la renta per cápita anual si las horas trabajadas crecen anualmente en la misma proporción que la población(y será superior al de la renta per cápita si las horas trabajadas crecen menos que la población). Con estos elementos se puede abordar el enigma del proceso de crecimiento tendencial de la renta per cápita puesto en marcha por la revolución industrial.
La revolución industrial evoca imágenes de minas de carbón, telares, fundiciones, trenes, barcos y otras máquinas a vapor. Actividades, todas ellas, que suponían una ingente formación de capital físico y la consiguiente disponibilidad de ahorro acumulado para llevarlas a cabo. El capital era, sin duda, la categoría económica más conspicua de la época. De ahí proceden los términos capitalismo y capitalistas acuñados por Marx para definir la esencia del fenómeno que se estaba produciendo. Como él, muchos otros pensaron que la acumulación de capital físico por encima del crecimiento del empleo era el principal determinante del avance de la productividad laboral que caracterizó la Revolución Industrial. Pero los sucesivos estudios sobre los cada vez más abundantes datos disponibles, sin embargo, han rechazado contundentemente esta explicación.
Ciertamente, la dotación de capital físico creció por encima del empleo, a pesar de que este último aumentó notablemente, y contribuyó al avance de la productividad, como también lo hizo la explotación más intensiva de los recursos naturales. Pero más del 80% del crecimiento de la productividad laboral se debió al crecimiento de la PTF. Esto significa que el motor de la Revolución Industrial no fue tanto, ni principalmente, la variación cuantitativa del stock de capital o de los recursos naturales aplicados a la producción, sino la mayor calidad del nuevo capital. El origen de la Revolución Industrial, por tanto, reside esencialmente en las ideas, las innovaciones tecnológicas y organizativas que animaron los proyectos empresariales en los que se materializó la formación de capital. La acumulación de capital por sí sola, sin cambios de calidad del mismo, al igual que la utilización más intensiva de los recursos naturales, está sujeta a rendimientos marginales decrecientes, de manera que las sucesivas adiciones generan incrementos del output cada vez menores. Esto es, un crecimiento económico impulsado únicamente por esos factores se iría apagando gradualmente.
Este fue el error, uno de los múltiples errores económicos, de Marx (y de Engels): pensar que la acumulación de capital llevaría a una tasa decreciente del beneficio que terminaría colapsando el capitalismo. Impusieron su ideología de la inevitabilidad del socialismo, la conclusión preconcebida que querían obtener, a los hechos. Por eso, a pesar de que El capital se publicó en 1867, no vieron, no quisieron ver, la transformación de la dinámica de crecimiento que estaba produciendo la Revolución Industrial. No comprendieron que las innovaciones y las transformaciones productivas de su tiempo estaban poniendo en marcha un proceso autosostenido de crecimiento económico, esto es, un crecimiento tendencial persistente de la PTF. Por eso no hubo ni senda decreciente de la tasa de ganancia, ni empobrecimiento creciente de las condiciones de vida del proletariado (sino todo lo contrario), ni, consecuentemente, revolución comunista.
¿Cuáles fueron las causas de este crecimiento tendencial de la PTF y por qué se inició en Inglaterra y no en otros países? Como hemos dicho antes, la PTF puede aumentar por la eliminación de obstáculos al comercio nacional e internacional; Inglaterra abolió trabas mercantilistas y se abrió antes y más que otros países al comercio internacional, tanto por razones geográficas como ideológicas. Asimismo, hubo mejoras sustanciales en la gestión de empresas y la organización de la producción. También hubo mejoras del capital humano. Pero todos estos factores están sujetos, como las adiciones al stock de capital, a rendimientos marginales decrecientes. El comienzo del crecimiento tendencial de la PTF obedeció decisivamente a las continuas mejoras de la calidad del capital físico y del capital intangible, esto es, al avance de los conocimientos y las consiguientes innovaciones tecnológicas que no están sujetas a la ley de rendimientos cada vez menores. Dicho esto, ¿por qué estas innovaciones se produjeron en Inglaterra en aquel momento y no en otros países?2
2. Instituciones, factores económicos y cultura. Por innovaciones tecnológicas que propulsaron el crecimiento de la PTF no debe entenderse únicamente, ni principalmente, los grandes inventos asociados con la Revolución Industrial. Sobre todo en el comienzo de dicha revolución, tan importantes como estos inventos fueron las pequeñas y grandes invenciones desarrolladas por mecánicos e ingenieros, muchas de ellas anónimas, así como las mejoras organizativas de los procesos de producción. Los propulsores del avance tecnológico, por tanto, no fueron solo los conocidos inventores de máquinas revolucionarias o titulares de innovadoras patentes, sino también los desconocidos y mucho más numerosos empresarios, técnicos, artesanos y trabajadores de todo tipo que a través del ingenio, habilidad y experimentación impulsaron la productividad. Una característica común a todos ellos era el deseo de ganar dinero, de mejorar su situación económica mediante esas actividades. Esta posibilidad, la de emprender aventuras empresariales sin cortapisas estatales y poder ganar dinero sin otro límite que los beneficios de sus iniciativas o su mayor o menor contribución a los mismos, es la característica distintiva de la Inglaterra de la Revolución Industrial frente a otras sociedades, como China o Japón o el Imperio otomano. ¿Qué fue lo que lo hizo posible?
2. 1. Instituciones. Un prerrequisito necesario para amparar estos comportamientos es la existencia de instituciones políticas y legales que protejan la propiedad privada de los individuos y no coarten su libertad para conseguirla y usarla como mejor consideren para satisfacer sus objetivos personales, con la salvedad de no atentar contra la libertad de los demás. Este ideario es la esencia básica del liberalismo, una filosofía política antagónica del feudalismo o estatismo hasta entonces vigente en la Europa preindustrial (y en China o Japón), que se abrió paso en Inglaterra con la revuelta de Cromwell en 1640 y alcanzó el poder con la Revolución gloriosade 1688, que coronó al holandés Guillermo de Orange como rey Guillermo III de Inglaterra, Escocia e Irlanda.
El nuevo rey aprobó la Carta de Derechos que abolió el poder del monarca para suspender las decisiones parlamentarias y para subir impuestos o declarar guerras sin la aprobación del parlamento. Al ser un rey extranjero y depender menos que los monarcas anteriores de la nobleza local, la representación parlamentaria se abrió a un mayor abanico de intereses, en particular a los de la creciente clase empresarial. Además, con la llegada de Guillermo a Inglaterra llegaron también importantes innovaciones financieras holandesas, como la bolsa de valores, el Banco Central y el mercado de bonos para financiar los desfases entre ingresos y gastos públicos. Más importante aún, llegó una cultura de respeto a la burguesía que reforzó los desarrollos locales que se estaban moviendo en esa dirección.
Algunos historiadores han relativizado la importancia de estos cambios institucionales, aduciendo que la protección legal de la propiedad privada en la China de los siglos XV o XVI, por ejemplo, no era menor que la que había en Inglaterra. No onstante, la protección legal es una condición necesaria pero no suficiente para desarrollar todo el potencial de la propiedad privada. Pensar que en la China imperial, o en cualquier otra monarquía o forma de gobierno no parlamentaria, se podía innovar a título individual y retener los beneficios de la actividad sin el permiso o la tutela del poder político es una quimera. Un despropósito aún mayor es pensar que en esos contextos institucionales podría medrar una clase empresarial cuyos intereses, frecuentemente opuestos a los de la nobleza terrateniente, fueran tenidos en cuenta por el legislador. Por no hablar de la imposibilidad de que el emperador hubiera decretado o admitido la implantación de impuestos a la tierra (vale decir, a sí mismo) y la reducción de estos a las instalaciones industriales (hornos), como sucedió durante el mandato de Guillermo III, y en el siglo XIX, con la abolición de los aranceles a las importaciones de cereales.
Otro de los argumentos que cuestionan la importancia de los cambios institucionales consolidados en la Carta de Derechos como detonante de la Revolución Industrial sostiene que dichos cambios eran limitados y que en ella tuvieron mayor relevancia la adopción del sufragio universal y la consolidación de la democracia a finales del siglo XIX. La implantación de instituciones liberales, vale decir, capitalistas, aún con limitaciones del derecho de voto, sin embargo, puede tener efectos muy positivos sobre el crecimiento económico. Así lo prueba el caso de la Constitución de Estados Unidos a finales del siglo XVIII o, más recientemente, los de Singapur y Corea del Sur e, incluso, el de China. La democracia liberal plena, esto es, con sufragio universal, suele ser más la consecuencia que la causa del crecimiento económico3.
2. 2. Factores económicos. Las instituciones liberales son indudablemente una condición necesaria para que surja la innovación aplicada al proceso productivo, pero quedan por explicar los determinantes de la oferta de innovación y de la rentabilidad agregada de la misma. Con un mismo contexto institucional puede haber más o menos innovación, y las innovaciones pueden ser más o menos rentables, esto es, pueden llevar a mayores o menores crecimientos de la productividad.
Durante el desencadenamiento de la Revolución Industrial en Inglaterra se produjo un fuerte aumento tanto de la innovación como de su rentabilidad. Hay dos corrientes teóricas, más complementarias que contrapuestas, que explican por qué esto ocurrió en Inglaterra y no en otros países. La explicación centrada en el lado de la oferta, en el aumento más o menos autónomo de la innovación, la abordaremos en el apartado siguiente porque está relacionada con factores culturales. Según la explicación más estrictamente económica, dado el contexto institucional favorable, en Inglaterra se innovó más porque era más rentable innovar que en otros países, y era más rentable innovar por su dotación de factores y precios relativos en comparación con otros países, especialmente los de la Europa continental. Esta es la hipótesis de Robert Allen4. La Inglaterra preindustrial, en comparación con esos otros países, tenía relativamente más energía y su población estaba más alfabetizada, tenía mayores habilidades numéricas y mayores salarios relativos. Consecuentemente, las innovaciones se dirigieron a utilizar más intensamente la energía y a reducir la utilización del factor trabajo menos cualificado, lo que por definición entrañaba un sustancial avance de la productividad.
Hay otros factores económicos que contribuyeron a fomentar el aumento de la productividad, como el mayor peso del comercio internacional en la economía inglesa y los mercados más amplios que ello suponía para beneficiarse de las ganancias de productividad, o la mayor eficiencia del sistema financiero del país. Es interesante consignar al respecto que, a diferencia de lo que ocurría en otros Estados, en Inglaterra desde el siglo XVI los beneficios del auge del comercio transatlántico recalaron básicamente en agentes privados, que dirigieron parte de las ganancias a financiar las inversiones en las nacientes industrias. En España, por el contrario, la corona ejerció un monopolio sobre este comercio e invirtió los beneficios especialmente en gastos militares y suntuarios. En todo caso, el punto débil de esta teoría es que las ganancias de productividad ocasionadas por esos factores tienden a agotarse: pueden explicar una primera oleada de innovaciones, pero no su continuidad. Por otra parte, desatiende el aspecto de la oferta de innovación y su elevada elasticidad, que se explica porlas expectativas de los innovadores de conseguir beneficios y prestigio gracias a sus iniciativas. Por tanto, estos elementos económicos, por sí solos, no bastan para explicar el crecimiento continuo de la productividad.
2. 3. Cultura. Existe otra corriente que pone el énfasis en los elementos culturales como la causa efectiva de que el salto de la innovación y la consiguiente aceleración del crecimiento de la productividad tuvieran lugar en Inglaterra.
La mayor rentabilidad de la innovación acarrea sin duda un aumento de la oferta de innovación, pero para ello previamente tiene que existir la oferta capaz de expandirse en respuesta a la elevación de la productividad. Según esta corriente, esta oferta, una aleación de conocimientos científicos y empresa privada, se habría configurado por el contexto cultural fraguado en los dos siglos anteriores a la revolución industrial. El concepto de cultura que manejan estos autores, usado habitualmente en las ciencias sociales, es un concepto neutro, sin connotaciones positivas o negativas, y comprende el conjunto de conocimientos, creencias, ideas, valores y preferencias vitales compartidas por, al menos, una parte amplia y significativa de la sociedad. La cultura, así entendida, se transmitiría generacionalmente mediante el aprendizaje, la imitación y otras formas de transmisión social. Es un concepto relativamente fácil de detectar y de comparar entre países, pero difícil de medir cuantitativamente. Por eso, muchos economistas han sido reacios a concederle un papel explícito en sus modelos de crecimiento, limitándose a identificar las variables económicas en las que los elementos culturales surtirían sus efectos. Pero estos modelos han mostrado precisamente que la mayor parte del crecimiento económico es atribuible a factores no económicos. Los análisis de la historia económica, y especialmente la investigación de la Revolución Industrial y los orígenes de la era del crecimiento sostenido, buscan desvelar esa relación entre cultura y variables económicas.
Dentro de esta corriente, cabe destacar la obra de Mokyr y de McCloskey5. Para Mokyr, el origen del progreso tecnológico sostenido radica, fundamentalmente, en un cambio cultural en el ámbito científico acaecido a partir del siglo XV y con especial intensidad en los siglos XVII y XVIII. Este cambio se puede resumir en tres factores:
Primero, la creciente confianza en la capacidad de la ciencia para descubrir el funcionamiento de la naturaleza, del mundo físico. Segundo, la convicción de que la ciencia puede hacer avanzar la tecnología y aplicarse a la producción para mejorar el bienestar de los seres humanos. Tercero, la concepción de la ciencia como una aventura colaborativa y cosmopolita, de forma que se produjo una creciente interconexión de los centros de conocimiento en Europa. Se fue así fraguando una comunidad científica en la que se compartían conocimientos y se competía en la creación de ideas, impulsando todo ello los descubrimientos de nuevas técnicas, instrumentos y métodos para controlar la naturaleza en beneficio del ser humano. La especificidad del conocimiento científico en la Inglaterra preindustrial frente a otros países europeos era su orientación más práctica y más privada, menos dirigida desde arriba y, por lo uno y por lo otro, más involucrada en las actividades empresariales.
Las teorías de Mokyr se han criticado señalando que, prácticamente, la totalidad de los inventos punteros iniciales de la Revolución Industrial en la minería, el textil o el vapor fueron realizados por personas de extracción humilde, poco instruidas y por tanto sin formación científica alguna. Admitiendo esto, Mokyr sostiene que, sin la eclosión de la cultura científica, cultura de crecimiento la denomina, esos avances tecnológicos tempranos se hubieran disipado, como ocurrió en otros tiempos y en otros lugares, sin dar paso a la era de crecimiento tecnológico sostenido.
McCloskey pone el énfasis en otros elementos del espectro cultural, más difusos y difíciles de identificar empíricamente, pero no menos importantes, como son los valores, las costumbres y las ideas políticas o sociales. Para ella, y para otros autores6., el factor decisivo que puso todo en marcha fue la emergencia y gradual consolidación de una cultura, una ética si se prefiere, de respeto a los negocios, al éxito comercial y al empresario. Una causa y consecuencia de esta cultura fue la creciente confianza y las posibilidades también crecientes de los ciudadanos ordinarios para mejorar sus condiciones de vida mediante el ejercicio de lo que McCloskey denomina las virtudes burguesas: la valoración de esfuerzo y la responsabilidad personal, la prudencia, el respeto a los contratos, el respeto al éxito de los demás y la tolerancia de las desigualdades que procedan de dicho éxito, etc. Las revoluciones religiosas de los siglos XV y XVI, la imprenta y el consiguiente auge de la alfabetización, así como el asentamiento en Inglaterra de las instituciones liberales y del liberalismo mencionado anteriormente, desencadenaron el cambio cultural. De los ideales aristocráticos, el engrandecimiento de la monarquía y la gloria militar, se pasó a los ideales burgueses, a poner en el centro de la constitución política la libertad del individuo para procurarse su bienestar. Se pasó de un mundo donde los altos cargos y procuradores juraban fidelidad a la corona a otro en que los reyes, y los altos cargos y procuradores, juraban fidelidad al parlamento, a una constitución que prioriza las libertades civiles. La protección estatal y el aliento ideológico y cultural a la libertad individual permitió que floreciera la creatividad en todas sus dimensiones, incluyendo la de imaginar nuevas empresas, nuevos métodos de producción, nuevos productos. Todo ello, en conjunción con el avance del conocimiento científico, que no fue ajeno a la ampliación de las libertades individuales, propulsó el crecimiento de la productividad. Así fue como en los años de la revolución industrial se creó la matriz del mundo moderno, un sistema de generación endógena e incesante de innovación.
3. ¿Revolución o evolución? Fechar la revolución industrial en un lugar y tiempo histórico determinado, la Inglaterra de comienzos del siglo XVIII o del XIX, no implica necesariamente que obedeciera exclusivamente a fuerzas desplegadas en el entorno de ese contexto temporal. No implica, esto es, que fuera causada únicamente por una combinación de choques tecnológicos o de otro tipo acontecidos en ese entorno o unas pocas décadas antes. La datación indica meramente un periodo a partir del cual se consolida un proceso ininterrumpido de crecimiento de la renta per cápita. Las innovaciones técnicas e institucionales relativamente cercanas o contemporáneas a la revolución industrial ciertamente tuvieron un impacto muy positivo sobre el avance de la renta per cápita. Ahora bien, como hemos visto en la sección anterior, estas innovaciones no hubieran sido posibles sin otros avances tecnológicos y sin cambios económicos, sociales, científicos, culturales e institucionales acaecidos durante al menos los dos siglos anteriores. La explicación de la Revolución Industrial como la consecuencia de un proceso evolutivo de cambios graduales, con raíces más o menos lejanas, es dominante en los análisis históricos más recientes.
Esa concatenación de cambios se produjo, con especial intensidad, en Inglaterra (y Holanda) y después se fue extendiendo con relativa rapidez a otros países europeos y a los dominios británicos en Norteamerica y Oceanía. La revolución industrial fue un fenómeno inglés y europeo, y no asiático, porque en China o Japón no se produjeron todos los cambios necesarios para hacerla posible, especialmente las transformaciones institucionales y culturales. Pero los historiadores no se han quedado aquí y han seguido interrogando ¿Por qué esos cambios institucionales y culturales se produjeron en Inglaterra y la mayor parte de Europa y no en Asía? Como veremos a continuación, la respuesta a esta pregunta sitúa la maternidad europea de la revolución industrial en un proceso evolutivo aún más dilatado del que contemplaban los autores analizados en la sección anterior.
Según Gregory Clark7, los cambios se produjeron en Inglaterra por la operación de una suerte de selección darwiniana impulsada por variables demográficas. En comparación con otros países, Inglaterra gozó de relativa estabilidad política desde la conquista normanda a finales del siglo XI. Esta relativa estabilidad permitió la acumulación de parcelas significativas de propiedad privada fuera de la aristocracia, como atestigua la evidencia de registros de herencias desvelada por Clark, entre arrendatarios y pequeños propietarios de tierras, así como entre artesanos y comerciantes. La existencia de esta propiedad era prueba del éxito alcanzado por sus poseedores a través de sus habilidades y su esfuerzo personal. El otro conjunto de datos documenta las tasas de fertilidad de esta clase de pequeños o medianos propietarios, mucho mayor que las tasas de fertilidad de la aristocracia ―que además suministraba proporcionalmente más contingentes al ejército que cualquier otra clase― y que las de la población en general. Los ricos, más que los muy ricos, tenían una ventaja reproductiva. La mayoría de los herederos de esta propiedad contaban individualmente con muy poco y tenían que buscarse la vida descendiendo por la escala social, pero en el proceso llevaban consigo los valores burgueses y el espíritu emprendedor que gradualmente fueron permeando la sociedad. Esto no ocurrió en otros países con similares instituciones de protección a la propiedad privada e igualmente dilatados periodos de estabilidad política, por ejemplo, China o Japón, donde las tasas de fertilidad de los estratos relativamente acomodados e ilustrados eran comparativamente muy bajas.
La otra aportación, verdaderamente monumental, al estudio de las causas de la maternidad europea de la Revolución Industrial es la obra de Joseph Henrich8. Para Henrich, el origen último de la cultura y las instituciones que desencadenaron la revolución industrial y abrieron la era de crecimiento y prosperidad se ha de atribuir al éxito de una religión, comparativamente radical en la época cuando surgió y que se difundió rápidamente por Europa: el cristianismo. Aunque las subsume, su conclusión no tiene nada que ver con la hipótesis de Weber sobre el impacto del protestantismo en la formación del capitalismo, ni con las de otros autores que han criticado o complementado la obra de Weber documentando la contribución de la iglesia católica o del cristianismo en general al desarrollo de la civilización occidental9. Todas estas y similares obras ilustran aspectos valiosos de la construcción del mundo moderno, pero no identifican, como teórica y empíricamente lo hace Henrich, la palanca que pone en marcha todo el proceso. Merece la pena detenerse brevemente en exponer su hipótesis.
La palanca que empieza la revolución, lo que diferencia fundamentalmente a Europa de Asía y otras civilizaciones, es lo que Henrich denomina el programa de matrimonio y familia de la iglesia cristiana (MFP, por las siglas inglesas de marriage and family program). Este programa, iniciado en el siglo IV y que consistía básicamente en un conjunto de prohibiciones, tenía como objetivo adecuar las prácticas y la moral sexual a los preceptos de la religión cristiana, pero tuvo múltiples consecuencias no buscadas o ajenas a los fines religiosos. La consecuencia fundamental de la aplicación metódica y sostenida de dicho programa fue primero debilitar y luego abolir por completo la estructura de clanes, tribus o linajes que caracterizaba las sociedades de Europa, una estructura que aún hoy día sigue siendo dominante en muchos países de África y Oriente Medio. Las medidas revolucionarias del programa eran la institución del matrimonio por consentimiento de ambos cónyuges y de la familia nuclear, prohibiéndose la poligamia y el concubinato. Más relevante, si cabe, para la liquidación de la estructura social precristiana fue la prohibición del matrimonio entre parientes, cercanos primero e incluso lejanos después, así como del matrimonio entre o con no cristianos, a no ser que se convirtieran. También fue importante la instauración de la obligación de transmitir post mortem las propiedades mediante testamento personal, decidiendo libremente la distribución del legado. Todo esto, unido a la moral universal del cristianismo – ―si todos los seres humanos (hombres y mujeres) eran iguales a los ojos de Dios, antes o después tendrían que serlo también frente a las leyes humanas―-, trastocó por completo el orden europeo antiguo y configuró la cultura psicológica del mundo avanzado moderno, la  cultura que Henrich denomina, por sus siglas en inglés, cultura WEIRD (west, educated, industrialized, rich, democratic). Esta cultura no difiere gran cosa de la cultura de valores y virtudes burguesas que refiere McCloskey (si bien tiene raíces psicológicas más profundas): confianza en el esfuerzo personal, proveer para las necesidades futuras de uno y de los suyos, respeto al éxito de los demás y aceptación de las diferencias de renta que ello conlleva, sentido económico del tiempo, valorar la libertad y la consiguiente responsabilidad para conducir la propia vida, confianza en los extraños para establecer relaciones reguladas por leyes impersonales y acatamiento de estas leyes, convicción o al menos intuición de que, contra lo que dicta el instinto, la vida en sociedad no es un juego de suma cero.
Llevaría más espacio del que podemos dedicarle aquí detallar la mecánica transformadora de todas estas medidas. Baste señalar al respecto que la debilitación y eventual desaparición del clan como marco de socialización entrañaba para el individuo una pérdida de seguridad y, simultáneamente, una ganancia de libertad. Tenía que tomar decisiones por sí mismo que antes tomaban otros por él, encontrar pareja o buscar trabajo, o trabajadores, o clientes o proveedores, expandiendo para ello sus relaciones con miembros de otras comunidades, cristianas en unos casos o paganas en otros. En el proceso, se fue fortaleciendo la confianza con extraños para establecer vínculos regulados por leyes impersonales que permitieron extender los mercados de bienes, de trabajo y de capital. Todo ello acarreó una afirmación de la individualidad frente a lo colectivo y la consiguiente aparición de la idea de que el individuo era portador de derechos que debían ser respetados por el poder político.
Tras siete siglos de aplicación del MFP, surgió la revolución comercial y la eclosión de las ciudades y las universidades en Europa, ciudades y universidades formadas por miembros de familias nucleares y regidas por asambleas participativas cuyas decisiones no estaban dominadas por los intereses de unos clanes u otros. A los diez siglos, vieron la luz la revolución del protestantismo y el renacimiento; y, finalmente, tres siglos después, la Revolución Industrial. Henrich muestra cómo, en los países europeos donde se aplicó antes y más plenamente este programa, Inglaterra y los Países Bajos, el despegue económico empezó antes y fue más intenso y sostenido que en otros países. En amplias zonas del sur de España e Italia el programa no empezó a aplicarse hasta el siglo XV, en Iberoamérica hasta el XVI. Nada de esto ocurrió en China o Japón, dominados por estructuras sociales de linajes patriarcales hasta su abolición por arriba, por la revolución comunista de Mao en el primer caso y por las reformas Meiji en el segundo. En África y Oriente Medio continúa el predominio de estructuras esencialmente tribales y patriarcales.
4. Conclusiones. No se puede hablar tanto de teorías erróneas sobre la Revolución Industrial como de teorías incompletas, de manera que las sucesivas aportaciones ponen de relevancia orígenes causales de fuerzas o comportamientos humanos que no se habían detectado o analizado con suficiente profundidad en las teorías anteriores. Todos los autores considerados en este artículo han contribuido a mejorar la comprensión de la larga y ramificada cadena de causas que desemboca en lo que podemos denominar el big bang de la era del crecimiento que caracteriza el mundo moderno. Inevitablemente, en aras de la originalidad y el reconocimiento académico, cada autor pone el énfasis en (y minusvalora) unos u otros factores. En el conjunto de todos ellos residen las causas de la maternidad europea de la Revolución Industrial y del progreso económico.
El estudio de la Revolución Industrial, de sus causas inmediatas, mediatas y remotas es imprescindible para entender el crecimiento económico en el mundo actual, esto es, para entender por qué unos países crecen más que otros y por qué unos países son más ricos que otros. También para entender el retroceso de países cuyo avance no estaba sostenido en instituciones y culturas suficientemente sólidas o la inutilidad de la ayuda al desarrollo de países que por su cultura e instituciones no la utilizarán para desarrollarse. Sobre todo, permite comprender lo que uno de los autores analizados denomina «la materia negra del crecimiento económico», los factores no estrictamente económicos, que son fundamentales para explicar las claves de la innovación incesante y, por ende, del crecimiento. Estos factores son esenciales para entender por qué las reformas económicas no son suficientes o no son posibles para hacer avanzar sostenidamente la renta per cápita en países cuya estructura de valores y cultura psicológica son antitéticas con el progreso material del conjunto de la sociedad.
Queda por discutir la supervivencia futura de la estructura de valores que nos ha traído hasta aquí, su posible debilitamiento o reafirmación. Pero esa es otra historia, la del futuro. José Luis Feito es Técnico Comercial y Economista del Estado, ha sido embajador de España en la OCDE y director y presidente del Instituto de Estudios Económicos.